– ¿Cómo estás, Zavalita? -dijo la voz de Periquito.
– Borracho -dijo Santiago-. Me duele la cabeza.
– Tuviste suerte -dijo Periquito-. La arena aguantó la camioneta. Si da otra vuelta de campana te aplasta.
– Es una de las pocas cosas importantes que me han pasado, Ambrosio -dice Santiago-. Además, fue así que conocí a la que ahora es mi mujer.
Tenía frío, no le dolía nada pero seguía atontado.
Oía diálogos y murmullos, el ruido del motor, de otros motores, y cuando abrió los ojos lo estaban colocando en una camilla. Vio la calle, el cielo que empezaba a oscurecer, leyó “La Maison de Santé” en la fachada del edificio donde entraban. Lo subieron a un cuarto del segundo piso, Periquito y Darío ayudaron a desnudarlo.
Cuando estuvo cubierto con sábanas y frazadas hasta el mentón pensó voy a dormir mil horas. Respondía entre sueños a las preguntas de un hombre con anteojos y mandil blanco.
– Dile a Arispe que no publique nada, Periquito -se reconoció apenas la voz-. Que mi papá no sepa que pasó esto.
– Un encuentro romántico -dice Ambrosio-. Se ganó su cariño curándolo.
– Dándome de fumar a escondidas, más bien -dice Santiago.
– ESTAS en tu noche, Quetita -dijo Malvina-. Estás regia.
– Te mandan buscar con chofer -pestañeó Robertito-. Como a una reina, Quetita.
– Es verdad, te has sacado la lotería -dijo Malvina.
– Y yo también, y todas nosotras -dijo Ivonne, despidiéndola con una sonrisa maliciosa-. Ya sabes, con guante de oro, Quetita.
Antes, cuando Queta se arreglaba, Ivonne había venido a ayudarla en el peinado y a vigilar personalmente su vestuario; hasta le había prestado un collar que hacía juego con su pulsera. ¿Me he sacado la lotería?, pensaba Queta, sorprendida de no estar excitada ni contenta ni siquiera curiosa. Salió y en la puerta de la casa tuvo un pequeño sobresalto: los mismos ojos atrevidos y asustados de ayer. Pero el sambo la miró de frente sólo unos segundos; bajó la cabeza, murmuró buenas noches, se apresuró a abrirle la puerta del automóvil que era negro, grande y severo como una carroza funeraria. Entró sin devolverle sus buenas noches y vio otro tipo ahí adelante, junto al asiento del chofer. También alto, también fuerte, también vestido de azul.
– Si tiene frío y quiere que cierre la ventanilla -murmuró el sambo. Ya sentado ante el volante, y ella vio un instante el blanco de sus ojazos.
El auto arrancó hacia la Plaza Dos de Mayo, torció por Alfonso Ugarte hacia Bolognesi, enfiló por la avenida Brasil, y cuando pasaban bajo los postes de luz, Queta descubría siempre los codiciosos animalitos en el espejo retrovisor, buscándola. El otro tipo se había puesto a fumar, después de preguntarle si no le molestaba el humo, y no se volvió a mirarla ni la espió por el espejo durante todo el trayecto. Ya cerca del Malecón entraron a Magdalena Nueva por una transversal, siguieron la línea del tranvía hacia San Miguel, y vez que miraba el espejo retrovisor, Queta los veía: ardiendo, huyendo.
– ¿Tengo monos en la cara? -dijo, pensando este imbécil va a chocar-. ¿Qué me miras tanto tú?
Las cabezas de adelante se ladearon y volvieron a su sitio, la voz del sambo surgió insoportablemente confusa, ¿él? ¿con perdón? ¿a él le hablaba? y Queta pensó qué miedo le tienes a Cayo Mierda. El auto iba y volvía por las oscuras callecitas silenciosas de San Miguel y por fin se detuvo. Vio un jardín, una casita de dos pisos, una ventana con cortinas que dejaban filtrar la luz. El sambo se había bajado a abrirle la puerta.
Estaba ahí, la mano ceniza en la manija, cabizbajo y acobardado, tratando de abrir la boca. ¿Es aquí?, murmuró Queta. Las casitas se sucedían idénticas en la mezquina luz, detrás de los alineados arbolitos sombríos de las veredas. Dos policías miraban el auto desde la esquina y el tipo de adentro les hizo una seña como diciendo somos nosotros. No era una gran casa, no sería su casa, pensó Queta: será la de sus porquerías.
– Yo no quise molestar -balbuceó el sambo, con voz oblicua y humillada-. No la estaba mirando. Pero si cree que, mil disculpas.
– No tengas miedo, no le voy a decir nada a Cayo Mierda -se rió Queta-. Sólo que los frescos no me gustan.
Atravesó el oloroso jardín de flores húmedas y al tocar el timbre oyó al otro lado de la puerta voces, música. La luz del interior la hizo pestañear. Reconoció la angosta silueta menuda del hombre, su cara devastada, el desgano de su boca y sus ojos sin vida: adelante, bienvenida. Gracias por mandarme el auto, dijo ella, y se calló: había una mujer ahí, mirándola con una sonrisa curiosa, delante de un bar cuajado de botellas.
Quedó inmóvil; las manos colgando a lo largo de su cuerpo, bruscamente desconcertada.
– Esta es la famosa Queta -Cayo Mierda había cerrado la puerta, se había sentado, y ahora él y la mujer la observaban-. Adelante, famosa Queta. Esta es Hortensia, la dueña de casa.
– Yo creía que todas eran viejas, feas y cholas -chilló líquidamente la mujer y Queta atinó a pensar, aturdida, qué borracha está-; O sea que me mentiste, Cayo.
Se volvió a reír, exagerada y sin gracia, y el hombre, con media sonrisa abúlica, señaló el sillón: asiento, se iba a cansar de estar parada. Avanzó como sobre hielo o cera, temiendo resbalar, caer y hundirse en una confusión todavía peor y se sentó en la orilla del asiento, rígida. Volvió a oír la música que había olvidado o cesado; era un tango de Gardel y el tocadiscos estaba ahí, empotrado en un mueble caoba. Vio a la mujer levantarse oscilando y vio sus torpes dedos indecisos manipulando una botella y vasos, en una esquina del bar. Observó su apretado vestido de seda opalina, la blancura de sus hombros y brazos, sus cabellos de carbón, la mano que destellaba, su perfil, y siempre perpleja pensó cómo se le parece, cuánto se parecían. La mujer venía hacia ella con dos vasos en las manos, caminando como si no tuviera huesos, y Queta apartó la vista.
– Cayo me dijo es guapísima y yo creía que era cuento -la veía de pie y vacilando, contemplándola desde arriba con unos ojos vidriosamente risueños de gata engreída, y cuando se inclinó para alcanzarle el vaso, olió su perfume beligerante, incisivo-. Pero es cierto, la famosa Queta es guapísima.
– Salud, famosa Queta -ordenó Cayo Mierda, sin afecto-. A ver si un trago te levanta el espíritu.
Maquinalmente, se llevó el vaso a la boca, cerró los ojos y bebió. Una espiral de calor, cosquillas en las pupilas y pensó whisky puro. Pero bebió otro largo trago y sacó un cigarrillo de la cajetilla que el hombre le ofrecía. Él se lo encendió y Queta descubrió a la mujer, sentada ahora a su lado, sonriéndole con familiaridad. Haciendo un esfuerzo, le sonrió también.
– Es usted igualita a -se atrevió a decir y la invadió un escozor de falsedad, una viscosa sensación de ridículo-. Igualita a una artista.
– ¿A qué artista? -la animó la mujer, sonriendo, mirando a Cayo Mierda de reojo, volviendo a mirarla a ella-. ¿A la Musa?
– Sí -dijo Queta; bebió otro trago y respiró hondo-. A la Musa, la que cantaba en el Embassy. Yo la vi varias veces y…
Se calló, porque la mujer se reía. Los ojos le brillaban, vidriosos y encantados.
– Una pésima cantante la Musa ésa -ordenó Cayo Mierda, asintiendo-. ¿No?
– No me parece -dijo Queta-. Canta bonito, sobre todo los boleros.
– ¿Ves? ¡Ja já! -prorrumpió la mujer, señalando a Queta, haciendo una morisqueta a Cayo Mierda-. ¿Ves que pierdo mi tiempo contigo? ¿Ves que estoy arruinando mi carrera?
No puede ser, pensó Queta, y la sensación de ridículo se apoderó de ella nuevamente. Le quemaba la cara, sentía ganas de salir corriendo, de romper cosas.
Acabó su copa de un trago y sintió llamas en la garganta y un atisbo de ebullición en el vientre. Luego, una hospitalaria tibieza visceral que le devolvió un poco de control sobre sí misma.
– Ya sabía que era usted, la reconocí -dijo, tratando de sonreír-. Sólo que.
– Sólo que ya se te acabó el trago -dijo la mujer, amistosamente. Se levantó como una ola, tambaleante y despacio, y la miró dichosa, eufórica, con gratitud-. Te adoro por lo que has dicho. Dame tu vaso. ¿Ves, ves, Cayo?
Mientras la mujer iba al bar resbalando, Queta se volvió hacia Cayo Mierda. Bebía serio, ojeaba el comedor, parecía absorbido por meditaciones íntimas y graves, lejísimos de allí, y ella pensó es absurdo, pensó te odio. Cuando la mujer le alcanzó el vaso de whisky, se inclinó y le habló en voz baja: ¿podía decirle dónde estaba él baño? Sí, claro, ven, le enseñaría dónde. El no las miró. Queta subía la escalera detrás de la mujer, que se agarraba del pasamanos y tanteaba los peldaños con desconfianza antes de pisar, y se le ocurrió me va a insultar, ahora que estuvieran solas la iba a botar.
Y pensó: te va a ofrecer plata para que te vayas. La Musa abrió una puerta, le señaló el interior sin reír ya y Queta murmuró rápidamente gracias. Pero no era el baño, sino el dormitorio, uno de película o de sueño: espejos, una mullida alfombra, espejos, un biombo, un cubrecamas negro con un animal amarillo bordado que escupía fuego, más espejos.
– Ahí, al fondo dijo tras ella, sin hostilidad, la insegura voz alcohólica de la mujer-. Esa puerta.
Entró al baño, cerró con llave, respiró con ansiedad. ¿Qué era esto, qué juego era éste, qué se creían éstos? Se miraba en el espejo del lavador; su cara, muy maquillada, tenía impresa aún la perplejidad, la turbación, el susto. Hizo correr el agua para disimular, se sentó en el borde de la bañera. (*) ¿Era la Musa su, la había hecho venir para, la Musa sabía que? Se le ocurrió que la espiaban por el ojo de la cerradura y fue hasta la puerta, se arrodilló y miró por el pequeño orificio: un círculo de alfombra, sombras. Cayo Mierda, tenía que irse, quería irse, Musa Mierda. Sentía cólera, confusión, humillación, risa. Estuvo encerrada un rato más, caminando de puntillas por las losetas blancas, envuelta en la luz azulina del tubo fluorescente, tratando de poner en orden el hervidero de su cabeza, pero sólo se confundió más. Jaló la cadena del excusado, se arregló el cabello frente al espejo, tomó aliento y abrió la puerta. La mujer se había tendido de través en la cama, y Queta sintió un instante que se distraía, viendo la reclinada figurilla inmóvil de piel tan blanca contrastando con el cubrecamas negro retinto reluciente. Pero ya la mujer había levantado los ojos hacia ella. La miraba demorándose, la inspeccionaba con una lenta, despaciosa flojera, sin sonreír, sin enojo. Una mirada interesada y al mismo tiempo cerebral, debajo del azogue borracho de las pupilas.