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Mentira, sólo había empezado a estar contento después. Esas primeras semanas en Pucallpa se las había pasado muy serio, casi sin hablar, la cara apenadísima. Pero, a pesar de eso, se había portado bien con ella y Amalita Hortensia desde el primer momento. Al día siguiente de llegar, había salido solo del hotel y vuelto con un paquete. ¿Qué era? Ropa para las dos Amalias. El vestido de ella era enorme, pero Ambrosio ni había sonreído al verla perdida dentro de esa túnica floreada que se le chorreaba en los hombros y le besaba los tobillos. Había ido a la "Empresa Morales de Transportes, S. A.”, recién llegado a Pucallpa, pero don Hilario estaba en Tingo María y sólo regresaría diez días después. ¿Qué harían mientras tanto, Ambrosio? Buscarían casa, y, hasta que llegara la hora de ponerse a sudar, se divertirían un poco, Amalia. No se habían divertido mucho, ella por las pesadillas y él porque extrañaría Lima, aunque habían tratado, gastando un montón de plata. Habían ido a ver a los indios shipibos, se habían dado atracones de arroz chaufa, camarones arrebosados y wantán frito en los chifas de la calle Comercio, habían paseado en bote por el Ucayali, hecho una excursión a Yarinacocha, y varias noches se habían metido al cine Pucallpa. Las películas se caían de viejas, y a veces Amalita Hortensia soltaba el llanto en la oscuridad y la gente gritaba sáquenla. Pásamela, decía Ambrosio, y la hacía callar dándole a chupar su dedo.

Poco a poco se había ido Amalia acostumbrando, poco a poco la cara de Ambrosio alegrando. Habían trabajado duro en la cabaña. Ambrosio había comprado pintura y blanqueado la fachada y las paredes, y ella raspado las inmundicias del suelo. En las mañanas habían ido al Mercadito, juntos, a hacer las compras de la comida, y aprendido a diferenciar los locales de las iglesias que cruzaban: Bautista, Adventistas del Séptimo Día, Católica, Evangelista, Pentecostal. Habían empezado a conversar de nuevo: estabas tan raro, a veces se me ocurre que otro Ambrosio se metió en tu cuerpo, que el verdadero se quedó en Lima. ¿Pero por qué, Amalia? Por su tristeza, su cara reconcentrada y sus miradas que de repente se apagaban y desviaban como las de un animal. Estabas loca, Amalia, el que se había quedado en Lima era, más bien, el falso Ambrosio. Aquí se sentía bien, contento con este sol, Amalia, el cielo nublado de allá le bajaba la moral. Ojalá fuera verdad, Ambrosio. En las noches, como habían visto hacer a la gente del lugar, ellos también habían salido a sentarse a la calle, a tomar el fresco que subía del río, a conversar, arrullados por los sapos y los grillos agazapados en la yerba. Una mañana, Ambrosio había entrado con un paraguas: ahí estaba, para que Amalia no requintara más contra el sol. Así sólo le faltaría salir a la calle con ruleros para que parezcas una montañesa, Amalia. Las pesadillas se habían ido espaciando, desapareciendo, y también el miedo que sentía cada vez que veía un policía. El remedio había sido estar todo el tiempo ocupada, cocinando, lavándole la ropa a Ambrosio, atendiendo a Amalita Hortensia, mientras él trataba de convertir el descampado en huerta. Sin zapatos, desde muy temprano, Ambrosio se había pasado las horas desyerbando, pero la yerba reaparecía veloz y más robusta que antes. Frente a la suya, había una cabaña pintada de blanco y azul, con una huerta repleta de frutales. Una mañana Amalia había ido a pedirle consejo a la vecina y la señora Lupe, compañera de uno que tenía una chacrita aguas arriba y que aparecía rara vez, la había recibido con cariño. Claro que la ayudaría en lo que fuera. Había sido la primera y la mejor amiga que tuvieron en Pucallpa, niño.

Doña Lupe le había enseñado a Ambrosio a desbrozar y a ir sembrando al mismo tiempo, aquí camotes, aquí yucas, aquí papas. Les había regalado semillas y a Amalia le había enseñado a hacer el revuelto de plátanos fritos con arroz, yuca y pescado que comía todo el mundo en Pucallpa.

II

– ¿CÓMO que se casó por accidente, niño? -se ríe Ambrosio-. ¿Quiere decir que lo obligaron?

Había comenzado en una de esas noches blancas y estúpidas, que, por una especie de milagro, se transformó en fiesta. Norwin había llamado a “La Crónica” diciendo que los esperaba en El Patio, y, al terminar el trabajo, Santiago y Carlitos se habían ido a reunir con él. Norwin quería ir al bulín, Carlitos al Pingüino, tiraron cara o sello y Carlitos ganó. ¿Era alguna fiesta de guardar? La boite estaba tristona y sin clientes. Pedrito Aguirre se sentó con ellos y convidó cervezas. Al terminar el segundo show partieron los últimos clientes, y entonces, súbita, inesperadamente, las muchachas del show y los muchachos de la orquesta y los empleados del bar acabaron reunidos en una ronda de mesas risueñas. Habían empezado con chistes, brindis, anécdotas y rajes, y de repente la vida parecía contenta, achispada, espontánea y simpática. Bebían, cantaban; empezaron a bailar, y al lado de Santiago, la China y Carlitos, mudos y apretados, se miraban a los ojos como si acabaran de descubrir el amor.

A las tres de la mañana seguían allí, bebidos y queriéndose, generosos y locuaces, y Santiago se sentía enamorado de Ada Rosa. Ahí estaba, Zavalita: bajita, culoncita, morenita. Sus piernas chuecas, piensa, su diente de oro, su mal aliento, sus lisuras.

– Un accidente de verdad -dice Santiago-. Un accidente de auto.

Norwin fue el primero en desaparecer, con una mambera cuarentona de peinado flamígero. La China y Carlitos convencieron a Ada Rosa que partiera con ellos. Fueron en taxi al departamento de la China en Santa Beatriz. Sentado junto al chofer, Santiago tenía una mano distraída en las rodillas de Ada Rosa que iba atrás, adormecida junto a la China y Carlitos que se besaban con furia. En el departamento bebieron todas las cervezas del frigidaire y oyeron discos y bailaron.

Cuando apareció la luz del día en la ventana, la China y Carlitos se encerraron en el dormitorio y Santiago y Ada Rosa quedaron solos en la sala. En “El Pingüino” se habían besado, y aquí acariciado y ella se había sentado en sus rodillas, pero ahora, cuando él trató de desnudarla, Ada Rosa se encabritó y comenzó a vociferar y a insultarlo. Estaba bien, Ada Rosa, nada de peleas, vamos a dormir. Puso los cojines del sillón sobre la alfombra, se tumbó y quedó dormido. Al despertar, vio entre nieblas azuladas a Ada Rosa, encogida como un feto en el sofá, durmiendo vestida. Fue dando tumbos hasta el baño, aturdido por la biliosa pesadez y el resentimiento de los huesos, y metió la cabeza al agua fría. Salió de la casa: el sol le hirió los ojos y lo hizo lagrimear. Bebió un café puro en una chingana de Petit Thouars, y luego, con unas vagas náuseas itinerantes, tomó un colectivo hasta Miraflores y otro hasta Barranco. Era mediodía en el reloj de la Municipalidad. La señora Lucía le había dejado un papel sobre la cama: que llame a “La Crónica”, muy urgente. Arispe estaba loco si creía que ibas a llamarlo, Zavalita. Pero en el momento de entrar a la cama pensó que la curiosidad lo desvelaría y bajó en pijama a telefonear.

– ¿No está contento con su matrimonio? -dice Ambrosio.

– Carambolas -dijo Arispe-. Qué voz de ultratumba, mi señor.

– Tuve una fiesta y estoy con todos los muñecos -dijo Santiago-. No he dormido nada.

– Dormirás en el viaje -dijo Arispe- Vente volando en un taxi. Te vas a Trujillo con Periquito y Darío, Zavalita.

– ¿A Trujillo? -viajar, piensa, por fin viajar, aunque fuera a Trujillo-. ¿No puedo partir dentro de…?

– En realidad, ya partiste -dijo Arispe-. Un dato fijo, el ganador del millón y medio de la Polla, Zavalita.

– Está bien, me pego un duchazo y voy para allá-dijo Santiago.

– Puedes telefonearme el reportaje esta noche -dijo Arispe-. No te duches y ven de una vez, el agua es para los cochinos como Becerrita.

– Sí estoy -dice Santiago-. Lo que pasa es que ni eso lo decidí realmente yo. Se me impuso solo, como el trabajo, como todas las cosas que me han pasado. No las he hecho por mí. Ellas me hicieron a mí, más bien.

Se vistió de prisa, volvió a mojarse la cabeza, bajó a trancos la escalera. El chofer del taxi tuvo que despertarlo al llegar a “La Crónica”. Era una mañana soleada, había un calorcito que deliciosamente entraba por los poros y adormecía los músculos y la voluntad.

Arispe había dejado las instrucciones y dinero para gasolina, comida y hotel. A pesar del malestar y del sueño, te sentías contento con la idea del viaje, Zavalita.

Periquito se sentó junto a Darío y Santiago se tendió en el asiento de atrás y se durmió casi en seguida. Despertó cuando entraban a Pasamayo. A la derecha dunas y amarillos cerros empinados, a la izquierda el mar azul resplandeciente y el precipicio que crecía, adelante la carretera trepando penosamente el flanco pelado del monte. Se incorporó y encendió un cigarrillo; Periquito miraba alarmado el abismo.

– Las curvas de Pasamayo les quitaron la tranca, maricones -se rió Darío.

– Anda más despacio -dijo Periquito-. Y como no tienes ojos en el cráneo, mejor no te voltees a conversar.

Darío conducía rápido, pero era seguro. Casi no encontraron autos en Pasamayo, en Chancay hicieron un alto para almorzar en una fonda de camioneros a orillas de la carretera. Reanudaron el viaje y Santiago, tratando de dormir a pesar del zangoloteo, los oía conversar.

– A lo mejor lo de Trujillo es mentira -dijo Periquito-. Hay mierdas que se pasan la vida dando datos falsos a los periódicos.

– Un millón y medio de soles para uno solito -dijo Darío-. No creía en la Polla, pero voy a empezar a jugarle.

– Convierte un millón y medio en hembras y cuéntame -dijo Periquito.

Pueblos agonizantes, perros agresivos que salían al encuentro de la camioneta con los colmillos al aire; camiones estacionados junto a la pista; cañaverales esporádicos. Entraban al kilómetro 83 cuando Santiago: se incorporó y fumó de nuevo. Era una recta, con arenales a ambos lados. El camión no los sorprendió; lo vieron destellar a lo lejos, en la cumbre de una colina, y lo vieron acercarse, lento, pesado, corpulento, con su cargamento de latas sujetas con sogas en la tolva.

Un dinosaurio, dijo Periquito, en el instante Que Darío frenaba en seco y ladeaba el volante porque en el mismo punto en que iban a cruzar al camión un hueco devoraba la mitad de la pista. Las ruedas de la camioneta cayeron en la arena, algo crujió bajo el vehículo; ¡endereza! gritó Periquito y Darío trató y ahí nos jodimos, piensa. Las ruedas se hundieron, en vez de escalar el borde patinaron y la camioneta avanzó todavía, monstruosamente inclinada, hasta que la venció su propio peso y rodó como una bola. Un accidente en cámara lenta, Zavalita. Oyó y dio un grito, un mundo torcido y sesgado, una fuerza que lo arrojaba violentamente adelante, una oscuridad con estrellitas. Por un tiempo indefinido todo fue quieto, en tinieblas, doloroso y caliente. Sintió primero un gusto acre, y, aunque había abierto los ojos, tardó en descubrir que había sido despedido del vehículo y estaba tendido en la tierra y que el áspero sabor era la arena que se le metía a la boca. Trató de pararse, el mareo lo cegó y cayó de nuevo. Luego se sintió cogido de los pies y de las manos, levantado, y ahí estaban, al fondo de un largo sueño borroso, esos rostros extraños y remotos, esa sensación de infinita y lúcida paz. ¿Sería así, Zavalita? ¿Sería ese silencio sin preguntas, esa serenidad sin dudas ni remordimientos? Todo era flojo, vago y ajeno, y se sintió instalado en algo blando que se movía. Estaba en un auto, tendido en el asiento de atrás, y reconoció las voces de Periquito y de Darío y vio un hombre vestido de marrón.

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