– ¿Usted es el jefazo de esta barriada? -había dicho Ludovico.
– No hay sitio para nadie más -el tipo los había mirado compadeciéndolos, don-. Estamos completos.
– Tenemos que hablar urgente con usted -dijo Ambrosio-. ¿Nos damos una vueltecita mientras conversamos?
El tipo se los había quedado mirando sin contestar y por fin pasen, hablarían aquí nomás. No, don, tenía que ser de a solas. Bueno, como quisieran. Caminaron por el terral, Ambrosio y Ludovico a los costados de Calancha.
– Usted se está metiendo en honduras y vinimos a prevenirlo -dijo Ludovico-. Por su propio bien.
– No entiendo de qué habla -dijo el tipo, con voz flojona.
Ludovico sacó unos ovalados, le ofreció uno, se lo encendió.
– ¿Por qué anda aconsejando a la gente que no vaya a la manifestación de la Plaza de Armas el 27 de Octubre, don? -dijo Ambrosio.
– Hasta anda hablando mal de la persona del general Odría -dijo Ludovico-. Cómo es eso.
– Quién ha dicho esas calumnias -como si lo hubieran pinchado, don, y ahí mismo se acarameló-: ¿Ustedes son de la policía? Tanto gusto.
– Si fuéramos no te estaríamos tratando tan bien -dijo Ludovico.
– A quién se le ocurre que voy a hablar mal del gobierno, y menos del Presidente -protestaba Calancha-. Si esta barriada se llama 27 de Octubre en homenaje a él, más bien.
– Y entonces por qué le aconseja a la gente que no vaya a la manifestación, don -dijo Ambrosio.
– Todo se sabe en esta vida -dijo Ludovico-. La policía anda pensando que eres un subversivo.
– Nunca jamás, qué mentira -un gran teatrero, don-. Déjenme que les explique todo.
– Está bien, hablando se entiende la gente con cacumen -dijo Ludovico.
Les había contado una historia de llanto, don. Muchos eran recién bajaditos de la sierra y ni hablaban español, se habían acomodado en este terrenito sin hacerle mal a nadie, cuando la revolución de Odría lo bautizaron 27 de Octubre para que no les mandaran a los cachacos, estaban agradecidísimos a Odría porque no los sacó de aquí. Éstos no eran como ellos -sobándonos, don-, ni como él, sino gente pobre y sin educación, a él lo habían elegido Presidente de la Asociación porque sabía leer y era costeño.
– Y eso qué tiene que ver -había dicho Ludovico-.¿Nos quieres trabajar la moral? No se va a poder, Calancha.
– Si nos metemos ahora en política, los que vengan después de Odría nos mandarán a los cachacos y nos botarán de aquí -explicaba Calancha-. ¿Ven ustedes?
– Eso de que Odría se va a ir, a mí me sabe a subversivo -dijo Ludovico-. ¿A ti no, Ambrosio?
El tipo dio un salto y el puchito se le cayó de la boca. Se agachó a recogerlo y Ambrosio déjelo, tenga, fúmese otro entero.
– No se lo deseo, por mí que se quede para siempre -besándose los dedos, don-. Pero Odría podría morirse y subir un enemigo y decir ésos de 27 de Octubre iban a sus manifestaciones. Y nos mandarían a los cachacos, señor.
– Olvídate del futuro y piensa en lo que te conviene -dijo Ludovico. Prepara bien a tu gente para el 27 de Octubre.
Le dio una palmadita en el hombro, lo cogió del brazo como a un amigo: ésta era una conversación de a buenas, Calancha. Sí señor, claro señor.
– Los ómnibus vendrán a recogerlos a las seis -dijo Ludovico-. Que vayan todos, viejos, chicos, mujeres. Los ómnibus los volverán a traer. Después podrás organizar una jarana, si quieres. Habrá trago gratis. ¿Listo, Calancha?
Por supuesto, claro que sí, y Ludovico le alcanzó un par de libras: por la molestia de haberte interrumpido la digestión, Calancha. Después se moría dándoles las gracias, don.
LA señorita Queta venía casi siempre después del almuerzo, era su más íntima, también guapa pero nunca como la señora Hortensia. Pantalones, blusitas escotadas y pegaditas, turbantes de colores. A veces la señora y la señorita Queta salían en el carrito blanco de la señorita y volvían a la noche. Cuando se quedaban en la casa, se pasaban la tarde hablando por teléfono y eran siempre los mismos chismes y rajes. Toda la casita se contagiaba de los disfuerzos de la señora y de la señorita, sus risas llegaban a la cocina y Amalia y Carlota corrían al repostero a escuchar las pasadas que hacían. Hablaban poniéndose un pañuelo en la boca, se arranchaban el teléfono, cambiaban de voz.
Si les contestaba un hombre: eres muy buen mozo y me gustas, estoy enamorada de ti pero ni siquiera me miras, ¿quieres venir a mi casa a la noche?, soy una amiga de tu mujer. Si mujer: tu marido te engaña con tu hermana, tu. marido está loco por mí pero no te asustes, no te lo voy a quitar porque tiene mucho grano en la espalda, tu marido te va a poner cuernos a las cinco en Los Claveles, ya sabes con quién. Al principio a Amalia le daba un mal gustito en la boca oírlas, después las festejaba a morir. Todas las amigas de la señora son artistas, le dijo Carlota, trabajaban en radios, en cabarets. Todas eran fachosas, la señorita Lucy, frescas, la señorita Carmincha, tacos altísimos, la señorita que le decían la China era una de las Binbanbún. Y otro día, bajando la voz, ¿te cuento un secreto? La señora también había sido artista, Carlota había encontrado en su dormitorio un álbum con fotos donde aparecía elegantísima y mostrando todo.
Amalia rebuscó el velador, el closet, el tocador pero no dio con el álbum. Pero seguramente era cierto, qué le faltaba a la señora para haber sido artista, hasta tenía linda voz. La oían cantar mientras se bañaba, cuando la veían de muy buen humor le pedían, señora, a ver "Caminito" o "Noche de amor" o "Rosas rojas para ti" y ella les daba gusto. En las fiestecitas nunca se hacía de rogar cuando le pedían que cantara. Corría a poner un disco, cogía un vaso o una muñequita de la repisa para que pareciera un micro y se paraba en el centro de la salita y cantaba, los invitados la aplaudían a rabiar. ¿Ves que fue artista?, le susurraba Carlota a Amalia.
– TEXTILES -dijo él-. Ayer se plantó la discusión del pliego de reclamos. Anoche los empleadores fueron a decirle al Ministro de Trabajo que hay amenaza de huelga, que todo esto tiene un fondo político.
– Perdón, don Cayo, no hay tal cosa -dijo Lozano-. Usted sabe, textiles, foco aprista desde siempre. Así que ahí se ha hecho una limpieza en regla. El sindicato es de plena confianza. Pereira, el secretario general, usted lo conoce, ha cooperado siempre.
– Hable con Pereira hoy mismo -lo interrumpió él-. Dígale que la amenaza de huelga se va a quedar en amenaza, las cosas no están para huelgas ahora. Que acaten la mediación del Ministerio.
– Aquí está todo explicado, don Cayo, permítame -Lozano se inclinó, velozmente sacó una hojita del alto de papeles de la mesa-. Es una amenaza, nada más. Una medida política, no para asustar a los empleadores, sino para que el sindicato recupere prestigio ante la base. Hay mucha resistencia contra la actual directiva, esto va a hacer que los obreros vuelvan a…
– El aumento que propone el Ministerio es justo -dijo él-. Que Pereira convenza a su gente, la discusión de este pliego de reclamos tiene que terminar. Se está creando una situación tensa ahí, y las tensiones favorecen la agitación.
– Pereira piensa que si el Ministerio de Trabajo aceptara siquiera el punto dos del pliego, él podría…
– Explíquele a Pereira que se le paga un sueldo para obedecer, no para pensar -dijo él-. Se le ha puesto ahí para que facilite las cosas, no para que las complique pensando. El Ministerio ha conseguido algunas concesiones de los empleadores, ahora el sindicato debe aceptar la mediación. Dígale a Pereira que este asunto debe terminar en cuarenta y ocho horas.
– Sí, don Cayo -dijo Lozano-. Perfectamente, don Cayo.
PERO dos días después el señor Lozano estaba furia, don: el pendejo de Calancha no había ido a la reunión de la directiva y ahora no da cara, faltaban tres días para el 27 y si no va la barriada en masa la Plaza de Armas no se llenaba. El hombre es Calancha, había que amansarlo a como dé lugar, ofrézcanle hasta quinientos soles. O sea que los había engañado, don, resultó una mosquita muerta hipócrita. Subieron a la camioneta, llegaron a su casa y no tocaron la puerta.
Ludovico había echado la calamina abajo de un manazo: adentro había una vela prendida, Calancha y la achinada estaban comiendo, y alrededor como diez criaturas llorando.
– Salga, don -dijo Ambrosio-, tenemos que conversar.
La achinada había cogido un palo y Ludovico se echó a reír. Calancha la insultó, le arranchó el palo, discúlpenla, perdónenla, un teatrero increíble don, le había llamado la atención que entraran sin tocar. Salió con ellos y esa noche sólo llevaba un pantalón y apestaba a trago. Apenas se alejaron de la casa, Ludovico le aflojó una cachetada de media vuelta, y Ambrosio otra, ninguna muy fuerte, para bajarle la moral. Qué alharaca había hecho, don: se tiró al suelo, no me maten, habría algún malentendido.
– Hijo de siete leches -dijo Ludovico-. Malentendido te voy a dar.
– ¿Por qué no hizo lo que prometió, don? -dijo Ambrosio.
– ¿Por qué no fuiste a la reunión de la directiva cuando Hipólito vino a arreglar lo de los ómnibus? -dijo Ludovico.
– Míreme la cara, mírenmela ¿no está amarilla? -lloraba Calancha-. De tiempo en tiempo me vienen unos ataques que me tumban, estuve en cama enfermo. Iré a la reunión de mañana, todo se arreglará.
– Si los de aquí no van a la manifestación, será su culpa -dijo Ambrosio.
– Y ahí vas preso -dijo Ludovico-. Y a los presos políticos, uy mamita, él les daba su palabra, juraba por su madre, y Ludovico le aflojó otra y Ambrosio otra, un poquito más fuerte esta vez.
– Tú dirás que son cojudeces, pero estas cachetadas son por tu bien -dijo Ludovico-. ¿No ves que queremos que te metan preso, Calancha?
– Ésta es tu última oportunidad, hombre -había dicho Ambrosio.
Su palabra, por su madre, nos juraba don, ya no me peguen.
– Si todos los serranos van a la Plaza y la cosa sale bien hay trescientos soles para ti, Calancha -dijo Ludovico-. Entre trescientos soles o ir preso, tú dirás qué te conviene más.
– No faltaba más, no quiero plata -qué tipo latero, don-. Yo lo haré por el general Odría, nomás.
Lo dejaron así, jurando y prometiendo. ¿Tendría palabra el pendejo éste, Ambrosio? Tenía don: al día siguiente fue Hipólito a llevarles los banderines y Calancha lo había recibido al frente de la directiva, e Hipólito vio que palabreaba a su gente y cooperaba de lo más bien.