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Cada mañana, medio dormida, desperezándose, los buenos días de la señora eran preguntar ¿te bañaste, te pusiste el desodorante? Así como se tomaba esas confianzas, tampoco le importaba que ellas la vieran. Una mañana Amalia vio la cama vacía y oyó el agua del baño corriendo: ¿le dejaba el desayuno en el velador, señora? No, pásamelo aquí. Entró y la señora estaba en la tina, la cabeza apoyada en un almohadón, los ojos cerrados. El vaho cubría el cuarto, todo era tibio y Amalia se detuvo en la puerta, mirando con curiosidad, con inquietud, el cuerpo blanco bajo el agua. La señora abrió los ojos: qué hambre, tráemelo aquí. Perezosamente se sentó en la tina y alargó las manos hacia la bandeja. En la atmósfera humosa, Amalia vio aparecer el busto impregnado de gotitas, los botones oscuros. No sabía dónde mirar, qué hacer, y la señora con ojos regocijados comenzaba a tomar su jugo, a poner mantequilla en la tostada, de pronto la vio petrificada junto a la tina. ¿Qué hacía ahí con la boca abierta?, y con voz burlona ¿no te gusto? Señora, yo, murmuró Amalia, retrocediendo, y la señora una carcajada: anda, recogerás la bandeja después. ¿La señora Zoila habría permitido que ella entrara mientras se bañaba? Qué distinta era, qué desvergonzada, qué simpática. El primer domingo en la casita de San Miguel, para darle una buena impresión le dijo ¿puedo ir a misa un ratito? La señora lanzó una de sus risas: anda, pero cuidado que te viole el cura, beatita. Nunca va a misa, le contó después Carlota, nosotras tampoco vamos ya. Era por eso que en la casita de San Miguel no había un solo Corazón de Jesús, una sola Santa Rosa de Lima. Ella también dejó de ir a misa al poco tiempo.

TOCARON la puerta, él dijo adelante y entró el doctor Alcibíades.

– No tengo mucho tiempo, doctorcito -dijo, señalando el alto de recortes de diario que traía Alcibíades-. ¿Algo importante?

– La noticia de Buenos Aires, don Cayo. Salió en todos.

Alargó la mano, hojeó los recortes. Alcibíades había marcado con tinta roja los titulares "Incidente antiperuano en Buenos Aires”, decía “La Prensa”; “Apristas apedrean Embajada peruana en Argentina", decía "La Crónica"; "Atropellado y vejado el emblema nacional por apristas" decía "El Comercio"-, y. señalado con flechas donde terminaba la información.

– Todos publicaron el cable de ANSA -bostezó él.

– La United Press, la Associated Press y las otras agencias quitaron la noticia de sus boletines, como les pedimos -dijo el doctor Alcibíades-. Ahora van a protestar porque ANSA se llevó la primicia. A ANSA no se le dio ninguna instrucción, porque como usted…

– Está bien -dijo él-. Ubíquelo a, ¿cómo se llama el tipo de ANSA?, ¿Tallio, no? Que venga ahora mismo.

– Sí, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Ahí está el señor Lozano ya.

– Hágalo pasar y que nadie nos interrumpa -dijo él-. Cuando llegue el Ministro, avísele que iré a su despacho a las tres. Firmaré las cartas luego. Eso es todo, doctorcito.

Alcibíades salió y él abrió el primer cajón del escritorio. Cogió un frasquito y lo contempló un momento, disgustado. Sacó una pastilla, la humedeció con saliva y la tragó.

– ¿HACE mucho que está en el periodismo, señor? -dijo Santiago.

– Cerca de treinta años, figúrese -los ojos del señor Vallejo se extraviaron en profundidades temporales, un leve temblor agitó su mano-. Empecé llevando carillas de la redacción a talleres. Bueno, no me quejo, ésta es una profesión ingrata, pero también da algunas satisfacciones.

– La mayor satisfacción se la dieron obligándolo a renunciar -dijo Carlitos-. Siempre me asombró que un tipo como Vallejo fuera periodista. Era muy manso, muy cándido, muy correcto. No era posible, tenía que acabar mal.

– Oficialmente, comenzará el primero el señor Vallejo miró el calendario Esso que colgaba en la pared-, es decir el martes próximo. Si quiere irse poniendo al corriente, puede darse una vuelta por la redacción estas noches.

– ¿O sea que para ser periodista la primera condición no es saber qué es el lead? -dijo Santiago.

– Sino ser canalla, o por lo menos saber aparentarlo -asintió jovialmente Carlitos-. Yo ya no tengo que hacer esfuerzos. Tú todavía un poquito, Zavalita.

– Quinientos soles al mes no es gran cosa -dijo el señor Vallejo-. Mientras se va fogueando. Después lo mejorarán.

Al salir de “La Crónica” se cruzó en el zaguán con un hombre de bigotitos milimétricos y corbata tornasolada, el cabecero Hernández piensa, pero en la Plaza San Martín ya había olvidado la entrevista con Vallejo: ¿lo habría buscado, dejado una carta, lo estaría esperando? No, al entrar a la pensión, la señora Lucía se limitó a darle las buenas tardes. Bajó al oscuro vestíbulo a telefonear al tío Clodomiro.

– Felizmente salió, tío, comienzo el primero. El señor Vallejo fue muy amable.

– Vaya, me alegro, flaco -dijo el tío Clodomiro-. Ya veo que estás contento.

– Mucho, tío. Ahora podré pagarte lo que me prestaste.

– No hay ningún apuro -el tío Clodomiro hizo una pausa-. Podrías llamarlos a tus padres ¿no te parece? No te van a pedir que vuelvas a la casa si no quieres, ya te he dicho. Pero no los dejes así, sin noticias.

– Pronto los llamaré, tío. Prefiero que pasen unos días más: Tú le has dicho que estoy bien, no tiene de qué preocuparse.

– Siempre hablas de tu padre y nunca de tu madre -dijo Carlitos-. ¿No le dio una pataleta con tu fuga?

– Lloraría a mares, supongo, pero tampoco ella fue a buscarme -dijo Santiago-. Qué se iba a perder ése pretexto para sentirse una mártir.

– O sea que la sigues odiando -dijo Carlitos-. Yo creía que se te había pasado ya.

– Yo también creía -dijo Santiago-. Pero, ya ves, de repente se me escapan cosas resulta que no.

II

Qué VIDA tan distinta llevaba la señora Hortensia.

Qué desorden, qué costumbres. Se levantaba tardísimo.

Amalia le subía el desayuno a las diez, junto con todos los periódicos y revistas que encontraba en el quiosco de la esquina, pero después de tomar su jugo, su café y sus tostadas, la señora se quedaba entre las sábanas, leyendo o flojeando, y nunca bajaba antes de las doce.

Después que Símula le hacía las cuentas, la señora se preparaba su traguito, su manicito o sus papitas, se sentaba en la sala, ponía discos y comenzaban las llamadas. Para nada, porque sí, como las de la niña Teté a sus amigas: ¿viste que la chilena va a trabajar en el “Embassy”, Quetita?, en “Última Hora” decían que a la Lula le sobraban diez kilos, Quetita, la habían chapado a la China planeando con un bongoncero, Quetita. La llamaba sobre todo a la señorita Queta, le contaba chistes colorados, le rajaba de todo el mundo, la señorita le contaría y le rajaría también. Y qué boca.

Los primeros días en la casita de San Miguel Amalia creía soñar, ¿de veras que la Polla se va a casar con el maricón ése, Quetita?, la cojuda de la Paqueta se está volviendo calva, Quetita: las peores palabrotas riéndose como si nada. A veces las lisuras llegaban hasta la cocina y Símula cerraba la puerta. Al principio a Amalia le chocaba, después se moría de risa y corría al repostero a oír lo que les chismeaba a la señorita Queta o a la señorita Carmincha o a la señorita Lucy o a la señora Ivonne. Cuando se sentaba a almorzar, la señora ya se había tomado dos o tres traguitos y estaba coloradita, sus ojos brillando de malicia, casi siempre de muy buen humor: ¿tú eres virgen todavía, negrita?, y Carlota alelada, la bocaza abierta, sin saber qué responder; ¿tienes un amante, Amalia?, cómo se le ocurre, señora, y la señora, riéndose: si no tienes uno tendrás dos, Amalia.

¿QUE le fregaba de él? ¿Su cara sebosa, sus ojitos de chancho, sus sonrisas adulonas? ¿Le fregaba su olor a soplón, a delaciones, a burdel, a sobaco, a gonorreas? No, no era eso. ¿Qué, entonces? Lozano se había sentado en uno de los sillones de cuero y meticulosamente ordenaba papeles y cuadernillos sobre la mesita, él cogió un lápiz, sus cigarrillos y se sentó en otro sillón.

– ¿Qué tal se porta Ludovico? -sonrió Lozano, inclinado-. ¿Está contento con él, don Cayo?

– Tengo poco tiempo, Lozano -era su voz-. Sea lo más breve posible, por favor.

– Por supuesto, don Cayo -una voz de puta vieja, de cabrón jubilado-. Usted dirá, don Cayo.

– Construcción Civil -encendió un cigarrillo, vio las manos rechonchas escarbando afanosamente los papeles-. Cómo fueron las elecciones.

– La lista de Espinoza elegida por amplia mayoría, ningún incidente -dijo Lozano, con una enorme sonrisa-. El senador Parra asistió a la instalación del nuevo Sindicato. Lo ovacionaron, don Cayo.

– ¿Cuántos votos tuvo la lista de los rabanitos?

– Veinticuatro contra doscientos y pico -la mano de Lozano hizo un pase desdeñoso, su boca se frunció con asco-. Pss, nada.

– Espero que no encerraría a todos los opositores de Espinoza.

– Sólo a doce, don Cayo. Rabanitos y apristones fichados. Habían estado haciendo campaña por la lista de Bravo. No creo que sean gente peligrosa.

– Suéltelos de a pocos -dijo él-. Primero los rabanitos, después los apristones. Hay que fomentar esa rivalidad.

– Sí, don Cayo -dijo Lozano; y unos segundos después orgulloso-: Ya habrá visto los diarios. Que las elecciones se llevaron a cabo en la forma más pacífica, que la lista apolítica se impuso democráticamente.

NUNCA había trabajado fijo con ellos, don. Sólo por temporadas, cuando don Cayo salía de viaje y lo mandaba prestado al señor Lozano. ¿Qué clase de trabajitos, don? Bueno, de todo un poco. El primero había tenido que ver con las barriadas. Éste es Ludovico, había dicho el señor Lozano, éste es Ambrosio, así se conocieron. Se dieron la mano, el señor Lozano les explicó todo, después ellos dos habían salido a tomarse un trago a una pulpería de la avenida Bolivia.

¿Habría lío? No, Ludovico creía que sería fácil. ¿Ambrosio era nuevo aquí, no? Estaba aquí de prestado, él era chofer.

– ¿Chofer del señor Bermúdez? -había dicho Ludovico, embobado-. Déjame darte un abrazo, déjame felicitarte.

Se habían caído en gracia, don, Ludovico había hecho reír a Ambrosio contándole cosas de Hipólito, el otro del trío, ése que resultó degenerado. Ahora Ludovico era chofer de don Cayo, (*) don, e Hipólito ayudante. Al oscurecer subieron a la camioneta, manejó Ambrosio y cuadraron lejos de la barriada porque había un lodazal. Siguieron a patita, espantando las moscas, embarrándose, y preguntando encontraron la casa del tipo. Había abierto una gorda achinada que los miró con desconfianza: ¿se podría hablar con el señor Calancha? Había salido de la oscuridad: gordito, sin zapatos, en camiseta.

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