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– Hola, Quetita -dijo, con un tonito burlón-. Ya sabía que venías hoy. La señora te está esperando.

Ni siquiera cómo te sientes o ya estás bien, pensó Queta, ni siquiera la mano. Entró al Bar y antes que la cara vio los dedos de afiladas uñas plateadas de la señora Ivonne, el anillo que exhalaba brillos y el lapicero con el que estaba poniendo la dirección en un sobre.

– Buenas tardes -dijo Queta-. Qué gusto volver a verla.

La señora Ivonne le sonrió sin afecto, mientras la examinaba en silencio de pies a cabeza.

– Vaya, ya estás aquí de nuevo -dijo, al fin-. Ya me figuro qué malos ratos habrás pasado.

– Más o menos -dijo Queta y calló y. sintió las picaduras de las inyecciones en los brazos, el frío de la sonda entre las piernas, oyó la sórdida discusión de las vecinas y vio al enfermero de cerdas tiesas agachándose a recoger la bacinica.

– ¿Fuiste a ver al doctor Zegarra? -dijo la señora Ivonne-. ¿Te dio el certificado?

Queta asintió. Sacó un papel doblado de la cartera y se lo alcanzó. En un mes te has vuelto una ruina, pensó, te maquillas el triple y ya ni ves. La señora Ivonne leía el papel con atención y mucho esfuerzo, manteniéndolo casi pegado a sus ojitos fruncidos.

– Bueno, ya estás sana -la señora Ivonne volvió a examinarla de arriba a abajo e hizo un ademán desalentado-. Pero más flaca que una escoba. Tienes que reponerte, tienen que volverte los colores a la cara. Por lo pronto, quítate la ropa que llevas puesta. Déjala remojando. ¿No trajiste nada para cambiarte? Que Malvina te preste algo. Ahora mismo, no vayas a estar llena de microbios. Los hospitales están llenos de microbios.

– ¿Tendré el mismo cuarto que antes, señora? -preguntó Queta y pensó no me voy a enojar, no te voy a dar ese gusto.

– No, el del fondo -dijo la señora Ivonne-. Y date un baño de agua caliente. Jabónate bien, por si acaso.

Queta asintió. Subió al segundo piso con los dientes apretados, mirando sin ver la misma alfombra granate con las mismas manchas y las mismas quemaduras de fósforos y cigarrillos. En el descanso vio a Malvina, que abría los brazos: ¡Quetita! Se abrazaron, se besaron en la mejilla.

– Qué bien que ya estás sana, Quetita -dijo Malvina-. Yo quise ir a visitarte pero la vieja me asustó. Es peligroso, es contagioso, te traerás alguna enfermedad, me asustó. Te llamé un montón de veces pero me decían sólo tienen teléfono las pagantes. ¿Recibiste los paquetitos?

– Mil gracias, Malvina -dijo Queta-. Lo que más te agradezco son las cosas de comer. La comida allá era un asco.

– Qué contenta estoy de que hayas vuelto -repitió Malvina, sonriéndole-. La cólera que me dio cuando te pegaron esa porquería, Quetita. El mundo está lleno de desgraciados. Tanto tiempo sin vernos, Quetita.

– Un mes -suspiró Queta-. Para mí vale como diez, Malvina.

Se desnudó en la habitación de Malvina, fue al cuarto de baño, llenó la tina y se sumergió. Estaba jabonándose cuando vio que la puerta se abría y asomaba el perfil, la silueta de Robertito: ¿se podía entrar, Quetita?

– No puedes -dijo Queta, de mal modo-. Anda vete, sal.

– ¿Te fastidia que te vea desnuda? -se rió Robertito-. ¿Te fastidia?

– Sí -dijo -. No te he dado permiso. Cierra.

Él se echó a reír, entró y cerró la puerta: entonces se quedaba, Quetita, él siempre iba contra la corriente. Queta se hundió en la tina hasta el pescuezo. El agua estaba oscura y espumosa:

– Qué sucia estabas, dejaste el agua negra -dijo Robertito-. ¿Cuánto que no te bañabas?

Queta se rió: desde que entró al hospital; ¡un mes!

Robertito se tapó la nariz e hizo una mueca de asco: puf, cochina. Luego le sonrió con amabilidad y dio unos pasos hacia la tina: ¿estaba contenta de volver?

Queta movió la cabeza: claro que sí. El agua se agitó y emergieron sus hombros huesudos.

– ¿Quieres que te cuente un secreto? -dijo, señalando hacia la puerta.

– Cuéntame, cuéntame -dijo Robertito-. Me encantan los chismes.

– Tenía miedo que la vieja me largara -dijo Queta-. Por su manía con los microbios.

– Hubieras tenido que irte a una casa de segunda, hubieras bajado de categoría -dijo Robertito-. ¿Qué hubieras hecho si te largaba?

– Hubiera estado frita -dijo Queta-. Una de segunda o de tercera o sabe Dios qué.

– La señora es buena gente -dijo Robertito-. Cuida su negocio contra viento y marea y tiene razón. Contigo se ha portado bien, tú ya sabes que a las que las queman tan feo como a ti no las recibe más.

– Porque yo la he hecho ganar buena plata -dijo Queta-. Porque ella me debe mucho a mí también.

– Se había sentado y se jabonaba los senos. Robertito los apuntó con el dedo: uy, cómo se habían caído, Quetita, qué flaca estabas. Ella asintió: había perdido quince kilos en el hospital, Robertito. Entonces tenías que engordar, Quetita, si no ya no harías ninguna buena conquista.

– La vieja me ha dicho que parezco una escoba -dijo Queta-. En el hospital no comía casi nada, sólo cuando me llegaban los paquetitos de Malvina.

– Ahora puedes desquitarte -se rió Robertito-. Comiendo como una chanchita.

– Se me debe haber reducido el estómago -dijo Queta, cerrando los ojos y hundiéndose en la tina-. Ah, qué rica el agua caliente.

Robertito se aproximó, secó el canto de la tina con la toalla y se sentó. Se puso a mirar a Queta con una picardía maliciosa y risueña.

– ¿Quieres que te cuente un secreto yo también? -dijo bajando la voz y abriendo los ojos escandalizados de su propio atrevimiento-. ¿Quieres?

– Sí, cuéntame los chismes de la casa -dijo Queta-. Cuál es el último.

– La semana pasada fuimos con la señora a visitar a tu ex -Robertito se había llevado un dedo a los labios, sus pestañas aleteaban-. Al ex de tu ex, quiero decir. Te digo que se portó como un perrito, como lo que es.

Queta abrió los ojos y se enderezó en la tina: Robertito se limpiaba unas gotas que habían salpicado su pantalón.

– ¿Cayo Mierda? -dijo Queta-. No te creo. ¿Está aquí en Lima?

– Ha vuelto al Perú -dijo Robertito-. Resulta que tiene una casa en Chaclacayo con piscina y todo y unos perrazos que parecen tigres.

– Mentira -dijo Queta, pero bajó la voz porque Robertito le hacía señas de que no hablara tan alto-. ¿De veras ha vuelto?

– Una casa lindísima, en medio de un jardín enorme -dijo Robertito-. Yo no quería ir. Le dije a la señora es por gusto, se va a llevar un chasco y no me hizo caso. Pensando siempre en su negocio ella. Él tiene capital, él sabe que yo cumplo con mis socios, fuimos amigos. Pero nos trató como a dos pordioseros y nos botó. Tu ex, Quetita, el ex de tu ex. Qué perrito había sido.

– ¿Se va a quedar en el Perú? -dijo Queta-. ¿Ha vuelto para meterse de nuevo en política?

– Dijo que había venido de paseo -encogió los hombros Robertito-. Figúrate cómo estará de forrado. Una casa así para venir de paseo. Vive en Estados Unidos. Está igualito, te digo. Viejo, feo y antipático.

– ¿No les preguntó nada de? -dijo Queta-. Les diría algo ¿no?

– ¿De la Musa? -dijo Robertito-. Un perrito te digo, Quetita. La señora le habló de ella, nos dio mucha pena lo que le pasó a la pobre, ya se habrá enterado. Y él ni se inmutó. A mí no tanta, dijo, yo sabía que la loca terminaría mal. Y entonces nos preguntó por ti, Quetita. Sí, sí. La pobre está en el hospital, figúrese. ¿Y qué crees que dijo?

– Si dijo eso de Hortensia, ya me imagino lo que diría de mí -dijo Queta-. Anda, no me dejes con la curiosidad.

– Díganle por si acaso que no voy a darle un medio, que ya le di bastante -se rió Robertito-. Que si ibas a sablearlo, para eso tenía los daneses: Con esas palabras, Quetita, pregúntale a la señora y verás. Pero no, ni les hables de él. Se vino tan descompuesta, con lo mal que la trató, que no quiere ni oír su nombre.

– Algún día las pagará -dijo Queta-. No se puede ser tan mierda y vivir tan feliz.

– Él sí puede, para eso tiene plata -dijo Robertito; se echó a reír de nuevo y se inclinó un poco hacia Queta. Bajó la voz-. ¿Sabes lo que le dijo cuando la señora le propuso un negocito? Se le rió en la cara. ¿Usted cree que me pueden interesar negocios de putas, Ivonne? Que ahora sólo le interesan los negocios decentes. Y ahí mismo nos dijo ya conocen la salida, no quiero verles más las caras por acá. Con esas palabras, te juro. ¿Estás loca, de qué te ríes?

– De nada -dijo Queta-. Pásame la toalla, ya se enfrió y me estoy helando.

– Si quieres te seco, también -dijo Robertito-. Yo siempre a tus órdenes, Quetita. Sobre todo ahora, que estás más simpática. Ya no tienes los humos de antes.

Queta se levantó, salió de la tina y avanzó en puntas de pie, regando gotas sobre las losetas desportilladas. Se colocó una toalla en la cintura y otra sobre los hombros.

– Nada de barriga y siempre lindas piernas -se rió Robertito-. ¿Vas a ir a buscar al ex de tu ex?

– No, pero si alguna vez me lo encuentro le va a pesar -dijo Queta-. Lo que les comentó de Hortensia.

– Qué lo vas a encontrar nunca -se rió Robertito-. Está muy alto ya para ti.

– ¿Para qué me has venido a contar eso? -dijo Queta, de pronto, dejando de secarse-. Anda vete, sal de aquí.

– Para ver cómo te ponías -se rió Robertito-. No te enojes, para que veas que soy tu amigo te voy a contar otro secreto. ¿Sabes por qué entré? Porque la señora me dijo anda a ver si se baña de verdad.

Había venido desde Tingo María a tramos cortos, por si acaso: en camión hasta Huánuco, donde pasó una noche encerrado en un cuartito de hotel, luego en ómnibus hasta Huancayo, de ahí a Lima en tren. Al cruzar la cordillera la altura le había dado mareos y palpitaciones, niño.

– Hacía apenas dos añitos y pico que había salido de Lima cuando volví -dice Ambrosio-Pero qué diferencia. A la última persona a la que?le podía pedir ayuda era a Ludovico. Él me había mandado a Pucallpa, él me había recomendado a su pariente don Hilario ¿ve? Y si no se la pedía a él, a quién entonces.

– A mi papá -dice Santiago. ¿Por qué no fuiste conde él, cómo no se te ocurrió?

– Es decir, no es que no se me ocurriera -dice Ambrosio-. Usted tendría que darse cuenta, niño.

– No me doy -dice Santiago-. ¿No dices que lo admirabas tanto, no dices que él te estimaba tanto? Te hubiera ayudado. ¿No se te ocurrió?

– Yo no iba a meterlo a su papá en un apuro, precisamente porque lo respetaba tanto -dice Ambrosio-. Fíjese quién era él y quién era yo, niño. ¿Le iba a contar ando corrido, soy ladrón, la policía me busca porque vendí un camión que no era mío?

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