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– Pásame la píldora de una vez, entonces -dijo Santiago-. Antes del chupe.

– A ti te importa todo un pito, bohemio -dijo el Chispas, dejando de reír conservando un halo de sonrisa en la cara rasurada; pero en el fondo de sus ojos continuaba, aumentaba la desazón y aparecía la alarma, Zavalita-. Tantos meses que murió el viejo y ni se te ha ocurrido preguntar por los negocios que dejó.

– Tengo confianza en ti -dijo Santiago-. Sé que harás quedar bien el nombre comercial de la familia.

– Bueno, vamos a hablar en serio -el Chispas apoyó los codos en la mesa, la quijada en su puño y ahí estaba el brillo azogado, su continuo parpadeo, Zavalita.

– Apúrate -dijo Santiago-. Te advierto que llega el chupe y se terminan los negocios.

– Han quedado muchos asuntos pendientes, como es lógico -dijo el Chispas, bajando un poco la voz.

Miró las mesas vacías del contorno, tosió y habló con pausas, eligiendo las palabras con una especie de recelo-. El testamento, por ejemplo. Ha sido muy complicado, hubo que seguir un trámite largo para hacerlo efectivo. Tendrás que ir donde el notario a firmar un montón de papeles. En este país todo son enredos burocráticos, papeleos, ya sabes.

El pobre no sólo estaba confuso, incómodo, piensa, estaba asustado. ¿Había preparado con mucho cuidado esa conversación, adivinado las preguntas que le harías, imaginado lo que le pedirías y exigirías, previsto que lo amenazarías? ¿Tenía un arsenal de respuestas y explicaciones y demostraciones? Piensa: estabas tan avergonzado, Chispas. A ratos se callaba y se ponía a mirar por la ventana. Era noviembre y todavía no habían alzado las carpas ni venían bañistas a la playa; algunos automóviles circulaban por el malecón, y grupos ralos de personas caminaban frente al mar gris verdoso y agitado. Olas altas y ruidosas reventaban a lo lejos y barrían toda la playa y había patillos blancos planeando silenciosamente sobre la espuma.

– Bueno, la cosa es así -dijo el Chispas-. El viejo quería arreglar bien las cosas, tenía miedo que se repitiera el ataque de la vez pasada. Habíamos empezado, cuando murió. Sólo empezado. La idea era evitar los impuestos a la sucesión, los malditos papeleos.

Fuimos dando un aspecto legal al asunto, poniendo las firmas a mi nombre, con contratos simulados de traspaso, etcétera. Tú eres lo bastante inteligente para darte cuenta. La idea del viejo no era dejarme a mí todos los negocios ni mucho menos. Sólo evitar las complicaciones. Íbamos a hacer todos los traspasos y al mismo tiempo a dejar bien arreglado lo de tus derechos y los de la Teté. Y los de la mamá, por supuesto.

El Chispas sonrió y Santiago también sonrió. Acababan de traer el chupe, Zavalita, los platos humeaban y el vaho se mezclaba con esa súbita, invisible tirantez, esa atmósfera puntillosa y recargada que se había instalado en la mesa.

– El viejo tuvo una buena idea -dijo Santiago-. Era lo más lógico poner todo a tu nombre para evitar complicaciones.

– Todo no -dijo el Chispas, muy rápido, sonriendo, alzando un poco las manos-. Sólo el laboratorio, la compañía. Sólo los negocios. No la casa ni el departamento de Ancón. Además, comprenderás que el traspaso es más bien una ficción. Que las firmas estén a mi nombre no quiere decir que yo me voy a quedar con todo eso. Ya está arreglado lo de la mamá, lo de la Teté.

– Entonces todo está perfecto -dijo Santiago-. Se acabaron los negocios y ahora empieza el chupe. Mira qué buena cara tiene, Chispas.

Ahí su cara, Zavalita, su pestañeo, su parpadeo, su reticente incredulidad, su incómodo alivio y la viveza de sus manos alcanzándote el pan, la mantequilla, y llenándote el vaso de cerveza.

– Ya sé que te estoy aburriendo con esto -dijo el Chispas-. Pero no se puede dejar que pase más tiempo. También hay que arreglar tu situación.

– Qué pasa con mi situación -dijo Santiago-. Pásame también el ají.

– La casa y el departamento se iban a quedar a nombre de la mamá, como es natural -dijo el Chispas-. Pero ella no quiere saber nada con el departamento, dice que no volverá a poner los pies en Ancón. Le ha dado por ahí. Hemos llegado a un acuerdo con la Teté. Yo le he comprado las acciones que le hubieran correspondido en el laboratorio, en las otras firmas. Es como si hubiera recibido la herencia ¿ves?

– Veo -dijo Santiago-. Pero esto sí que me aburre espantosamente, Chispas.

– Sólo faltas tú -se rió el Chispas, sin oírlo, y pestañeó-. También tienes vela en este entierro, aunque te aburra. De eso tenemos que hablar. Yo he pensado que podemos llegar a un acuerdo como el que hicimos con la Teté. Calculamos lo que te corresponde y, ya que detestas los negocios, te compro tu parte.

– Métete al culo mi parte y déjame tomar el chupe -dijo Santiago, riéndose, pero el Chispas te miraba muy serio, Zavalita, y tuviste que ponerte serio también-. Yo le hice saber al viejo que jamás metería la mano en sus negocios, así que olvídate de mi situación y de mi parte. Yo me desheredé solito cuando me mandé mudar, Chispas. Así que ni acciones, ni compra y se acabó el tema para siempre ¿okey?

Ahí su pestañeo feroz; Zavalita, su agresiva, bestial confusión: tenía la cuchara en el aire y un hilillo de caldo rojizo volvía al plato y unas gotas salpicaban el mantel. Te miraba entre asustado y desconsolado, Zavalita.

– Déjate de cojudeces -dijo al fin-. Te fuiste de la casa pero sigues siendo el hijo del viejo ¿no? Voy a creer que estás loco.

– Estoy loco -dijo Santiago-. No me corresponde ninguna parte, y si me corresponde no me da la gana de recibir un centavo del viejo. ¿Okey, Chispas?

– ¿No quieres acciones? -dijo el Chispas-. Okey. Hay otra posibilidad. Lo he discutido con la Teté y con la mamá y están de acuerdo. Vamos a poner a tu nombre el departamento de Ancón.

Santiago se echó a reír y dio una palmada en la mesa. Un mozo vino a preguntar qué querían, ah disculpe. El Chispas estaba serio y parecía otra vez dueño de sí mismo, el malestar de sus ojos se había desvanecido y te miraba ahora con afecto y superioridad, Zavalita.

– Puesto que no quieres acciones, es lo más sensato -dijo el Chispas-. Ellas están de acuerdo. La mamá no va a poner los pies ahí, se le ha metido que odia Ancón. La Teté y Popeye se están haciendo una casita en Santa María, A Popeye le van muy bien los negocios ahora con Belaúnde en la presidencia, ya sabes. Yo estoy tan cargado de trabajo que no puedo darme el lujo de veranear. Así que el departamento…

– Regálaselo a los pobres -dijo Santiago-. Punto final, Chispas.

– No necesitas usarlo, si te jode Ancón -dijo el Chispas-. Lo vendes y te compras uno en Lima y así vivirás mejor.

– No quiero vivir mejor -dijo Santiago-. Si no terminas, nos vamos a pelear, Chispas.

– Déjate de actuar como un niño -insistió el Chispas, con sinceridad, piensa-. Ya eres un hombre, estás casado tienes obligaciones. Deja de ponerte en ese plan tan ridículo.

Ya se sentía tranquilo y seguro, Zavalita, ya había pasado el mal rato, el susto, ya podía aconsejarte y ayudarte y dormir en paz. Santiago le sonrió y le dio una palmadita en el brazo: punto final, Chispas. El maitre vino afanoso y desalentado a preguntar qué tenía de malo el chupe: nada, estaba riquísimo, y habían tomado unas cucharadas para convencerlo que era verdad.

– No discutamos más -dijo Santiago-. No hemos pasado la vida peleando y ahora nos llevamos bien ¿no es cierto, Chispas? Bueno, sigamos así. Pero no me toques nunca más este tema ¿okey?

Su cara fastidiada, desconcertada, arrepentida, había sonreído lastimosamente, Zavalita, y había encogido los hombros, hecho una mueca de estupor o conmiseración final y se había quedado un rato callado.

Sólo probaron el arroz con pato y el Chispas se olvidó de los panqueques con manjar blanco. Trajeron la cuenta, el Chispas pagó, antes de subir al auto se llenaron los pulmones de aire húmedo y salado cambiando frases banales sobre las olas y unas muchachas que pasaban y un auto de carrera que atravesó la calle roncando. En el camino a Miraflores no cruzaron ni una palabra. Al llegar a la quinta de los duendes, cuando Santiago había sacado ya una pierna del carro, el Chispas lo cogió del brazo:

– Nunca te voy a entender, supersabio -y por primera vez ese día su voz era tan sincera, piensa, tan emocionada-. ¿Qué diablos quieres ser en la vida tú? ¿Por qué haces todo lo posible por fregarte solito?

– Porque soy un masoquista -le sonrió Santiago-. Chau, Chispas, saludos a la vieja y a Cary.

– Allá tú con tus locuras -dijo el Chispas, sonriéndole también-. Sólo quiero que sepas que si alguna vez necesitas…

– Ya sé, ya sé -dijo Santiago-. Ahora mándate mudar de una vez que yo voy a dormir una siesta. Chau, Chispas.

Si no se lo hubieras contado a Ana te habrías ahorrado muchas peleas, piensa. Cien, Zavalita, doscientas. ¿Te había jodido la vanidad?, piensa. Piensa: mira qué orgulloso es tu marido amor, (*) les rechazó todo amor, los mandó al carajo con sus acciones y sus casas amor. ¿Creías que te iba a admirar, Zavalita, querías que? Te lo iba a sacar en cara, piensa te lo iba a reprochar cada vez que se acabara el sueldo antes de fin de mes, cada vez que hubiera que fiarse del chino o prestarse plata de la alemana. Pobre. Anita, piensa. Piensa: pobre Zavalita.

– Ya se ha hecho tardísimo, niño -insiste una vez más Ambrosio.

– UN POQUITO más adelante, ya vamos a llegar -dijo Queta, y pensó: tantos obreros. ¿Era la salida de las fábricas? Sí, se había escogido la peor hora.

Estaban sonando las sirenas y una tumultuosa marea humana cubría la avenida. El taxi avanzaba despacio, sorteando siluetas, muchas caras se pegaban a las ventanillas y la miraban. La silbaban, decían rica, mamacita, hacían muecas obscenas. Las fábricas sucedían a callejones, los callejones a fábricas, y por encima de las cabezas Queta veía las fachadas de piedra, los techos de calamina, las columnas de humo de las chimeneas. A ratos y a lo lejos, los árboles de las chacras que la avenida escindía: es aquí: El taxi paró y ella bajó. El chofer la miraba a los ojos, con una sonrisa irónica en los labios.

– De qué tanta risa -dijo Queta-. ¿Tengo dos narices, cuatro bocas?

– No te me hagas la ofendida -dijo el chofer-. Son diez soles, por ser tú.

Queta le entregó el dinero y le dio la espalda. Cuando empujaba la pequeña puerta empotrada en el descolorido muro rosado, escuchó el motor del taxi alejándose. No había nadie en el jardín. En el sillón de cuero del pasillo encontró a Robertito, limpiándose las uñas. La miró con sus ojos negrísimos:

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