Se le había ocurrido que la iban a jalar, que se iba a ahogar y había pensado no voy a mirar, no voy a hablar, no se iba a mover y así iba a flotar. Había pensado ¿cómo vas a estar oyendo cosas que ya pasaron, bruta? y se había asustado y había sentido otra vez mucha lástima.
– La velamos en el Hospital -dice Ambrosio-. Vinieron todos los choferes de la Morales y de la Pucallpa, y hasta el desgraciado de don Hilario vino a dar el pésame.
Le había dado cada vez más lástima mientras se hundía y sentía que descendía y vertiginosamente caía y sabía que las cosas que oía se iban quedando allá y que sólo podía, mientras se hundía, mientras caía, llevarse esa terrible lástima.
– La enterramos en uno de los cajones de la Limbo -dice Ambrosio-. Hubo que pagar no sé cuánto en el cementerio. Yo no tenía. Los chóferes hicieron una colecta y hasta el desgraciado de don Hilario dio algo. Y el mismo día que la enterré, el hospital mandó a cobrar la cuenta. Muerta o no muerta había que pagar la cuenta. ¿Con qué, niño?
– ¿COMO FUE, niño? -dice Ambrosio-. ¿Sufrió mucho antes de?
Había sido algún tiempo después de la primera crisis de diablos azules de Carlitos, Zavalita. Una noche había anunciado en la redacción, con aire resuelto: no voy a chupar un mes. Nadie le había creído, pero Carlitos cumplió escrupulosamente la voluntaria cura de desintoxicación y estuvo cuatro semanas sin probar gota de alcohol. Cada día tachaba un número en el almanaque de su escritorio y lo enarbolaba desafiante: y ya iban diez, y ya van dieciséis. Al terminar el mes anunció: ahora el desquite. Había comenzado a beber esa noche al salir del trabajo, primero con Norwin y con Solórzano en chinganas del centro, luego con unos redactores de deportes que encontraron en una cantina festejando un cumpleaños, y había amanecido bebiendo en la Parada, contó él mismo después, con desconocidos que le robaron la cartera y el reloj. Esa mañana lo vieron en las redacciones de “Última Hora” y de “La Prensa”, pidiendo plata prestada y al atardecer lo encontró Arispe, sentado en el Portal, en una mesita del Bar Zelap, la nariz como un tomate y los ojos disueltos, bebiendo solo. Se sentó a su lado pero no pudo hablarle. No estaba borracho, contó Arispe, sino macerado en alcohol. Esa noche se presentó en la redacción, caminando con infinita cautela y mirando a través de las cosas. Olía a desvelo, a mezclas indecibles, y había en su cara un desasosiego vibrante, una efervescencia de la piel en los pómulos, las sienes, la frente y el mentón: todo latía. Sin responder a las bromas, flotó hasta su escritorio y permaneció de pie, mirando su máquina de escribir con ansiedad. De pronto, la alzó con gran esfuerzo sobre su cabeza y sin decir palabra la soltó: ahí el estruendo, Zavalita, la lluvia de teclas y tuercas. Cuando fueron a sujetarlo, se echó a correr, dando gruñidos: manoteaba las carillas, hacía volar a puntapiés las papeleras, se estrellaba contra las sillas. Al día siguiente se había internado en la clínica por primera vez. ¿Cuántas desde entonces, Zavalita? Piensa: tres.
– Parece que no -dice Santiago-. Parece que murió dormido.
Había sido un mes después del matrimonio de Chispas y Cary, Zavalita. Ana y Santiago recibieron parte e invitación pero no fueron ni llamaron ni mandaron flores. Popeye y la Teté no habían tratado siquiera de convencerlos. Se habían presentado en la quinta de los duendes, unas semanas después de regresar de la luna de miel y no estaban resentidos. Les contaron con lujo de detalles su viaje por México y Estados Unidos y luego fueron a dar una vuelta en el auto de Popeye y se tomaron unos milk-shakes en La Herradura. Habían seguido viéndose ese año cada cierto tiempo, en la quinta y alguna vez en San Isidro, cuando Popeye y la Teté estrenaron su departamento. Por ellos te enterabas de las novedades, Zavalita: el compromiso del Chispas, los preparativos de matrimonio, el futuro viaje de los papás a Europa. Popeye estaba absorbido por la política, acompañaba a Belaúnde en sus giras por provincias y la Teté esperaba bebe.
– El Chispas se casó en febrero y el viejo murió en marzo -dice Santiago-. Él y la mamá estaban por irse a Europa, cuando ocurrió.
– ¿Murió en Ancón, entonces? -dice Ambrosio.
– En Miraflores -dice Santiago-. Ese verano no habían ido a Ancón por el matrimonio del Chispas. Habían estado yendo a Ancón sólo los fines de semana, creo.
Había sido poco después de la adopción del Batuque, Zavalita. Una tarde, Ana volvió de la Clínica Delgado con una cajita de zapatos que se movía; la abrió y Santiago vio saltar una cosita blanca: el jardinero se lo había regalado con tanto cariño que no había podido decirle que no, amor. Al principio, fue un fastidio, motivo de discusiones. Se orinaba en la salita, en las camas, en el cuarto de baño, y cuando Ana, para enseñarle a hacer sus cosas afuera, le daba un manazo en el trasero y le hundía el hocico en el charco de caquita y de pis, Santiago salía en su defensa y se peleaban, y cuando comenzaba a mordisquear algún libro y Santiago le pegaba, Ana salía en su defensa y se peleaban. Al poco tiempo aprendió: rascaba la puerta de calle cuando quería orinar y miraba el estante como si estuviera electrizado. Los primeros días durmió en la cocina, sobre un crudo, pero en las noches aullaba y venía a ulular ante la puerta del dormitorio, así que acabaron por instalarlo en un rincón, junto a los zapatos. Poco a poco fue conquistando el derecho de subir a la cama. Esa mañana se había metido al cajón de la ropa sucia se estaba tratando de salir, Zavalita, y tú lo estabas mirando. Se había encaramado, apoyado las patas en el borde, estaba descargando todo su peso hacia ese lado y el cajón comenzó a oscilar y por fin se volcó. Luego de unos segundos de inmovilidad, agitó la colita, avanzó hacia la libertad y en eso los golpes en la ventana y la cara de Popeye.
– Tu papá, flaco -estaba sofocado, Zavalita, congestionado, habría venido a toda carrera desde su auto-. Acaba de llamarme el Chispas.
Estabas en pijama, no encontrabas el calzoncillo se te enredaba el pantalón y cuando le escribías un papelito a Ana te comenzó a temblar la mano, Zavalita.
– Apura -decía Popeye, parado en la puerta-. Apura, flaco.
Llegaron a la Clínica Americana al mismo tiempo que la Teté. No estaba en la casa cuando Popeye recibió la llamada del Chispas, sino en la iglesia, y tenía en una mano el mensaje de Popeye y en la otra un velo y un libro de misa. Perdieron varios minutos yendo y viniendo por los corredores hasta que, al torcer por un pasillo, vieron al Chispas. Disfrazado, piensa: la chaqueta rojiblanca del pijama, un pantalón sin abrochar, un saco de otro color y no se había puesto medias.
Abrazaba a su mujer, Cary lloraba y había un médico que movía la boca con una mirada lúgubre. Te estiró la mano, Zavalita, y la Teté comenzó a llorar a gritos.
Había fallecido antes que lo trajeran a la clínica, dijeron los médicos, probablemente ya estaba muerto esa mañana cuando la mamá, al despertar, lo encontró inmóvil y rígido, con la boca abierta. Lo sorprendió en el sueño, decían, no sufrió. Pero el Chispas aseguraba que cuando él, Cary y el mayordomo lo subieron al auto vivía aún, que le había sentido el pulso. La mamá estaba en la Sala de Emergencia y cuando entraste le ponían una inyección para los nervios: desvariaba y cuando la abrazaste aulló. Se quedó dormida poco después y los gritos más fuertes eran los de la Teté. Luego habían comenzado a llegar familiares, luego Ana, y tú, Popeye y el Chispas se habían pasado toda la tarde haciendo trámites, Zavalita. La carroza, piensa, las gestiones del cementerio, los avisos del periódico. Ahí te reconciliaste con la familia de nuevo, Zavalita, desde entonces no te habías vuelto a pelear. Entre trámite y trámite al Chispas le venía un sollozo, piensa, tenía unos calmantes en el bolsillo y los chupaba como caramelos. Llegaron a la casa al atardecer y el jardín, los salones y el escritorio ya estaban llenos de gente. La mamá se había levantado y vigilaba la preparación de la capilla ardiente. No lloraba, estaba sin pintar y se la veía viejísima y la rodeaban la Teté y Cary y la tía Eliana y la tía Rosa y también Ana, Zavalita. Piensa: también Ana. Seguía llegando gente, toda la noche hubo gente que entraba y salía, murmullos, humo, y las primeras coronas. El tío Clodomiro se había pasado la noche sentado junto al cajón, mudo, tieso, con una cara de cera; y cuando te habías acercado por fin a mirarlo ya amanecía. El vidrio estaba empañado y no se veía su cara, piensa: sí sus manos sobre el pecho, su terno más elegante y lo habían peinado.
– No lo había visto desde hacía cerca de dos años -dice Santiago-. Desde que me casé. Lo que más me apenó no fue que se muriera. Todos tenemos que morirnos ¿no, Ambrosio? Sino que se muriera creyendo que estaba peleado con él.
El entierro fue al día siguiente, a las tres de la tarde. Toda la mañana habían seguido llegando telegramas, tarjetas, recibos de misas, ofrendas, coronas, y en los diarios habían publicado la noticia en recuadros.
Había ido muchísima gente, sí Ambrosio, hasta un edecán de la Presidencia, y al entrar al cementerio habían llevado la cinta un momento un ministro pradista, un senador odriísta, un dirigente aprista y otro belaúndista. El tío Clodomiro, el Chispas y tú habían estado parados en la puerta del cementerio, recibiendo el pésame, más de una hora, Zavalita. Al día siguiente, Ana y Santiago pasaron todo el día en la casa. La mamá permanecía en su cuarto, rodeada de parientes, y al verlos entrar había abrazado y besado a Ana y Ana la había abrazado y besado y las dos habían llorado.
Piensa: así estaba hecho el mundo, Zavalita. Piensa: ¿así estaba hecho? Al atardecer vino el tío Clodomiro y estuvo sentado en la sala con Popeye y Santiago: parecía distraído, ensimismado, y respondía con monosílabos casi inaudibles cuando le preguntaban algo. Al día siguiente, la tía Eliana se había llevado a la mamá a su casa de Chosica para evitarle el desfile de visitas.
– Desde que él se murió no he vuelto a pelearme con la familia -dice Santiago-. Los veo muy rara vez, pero así, aunque de lejos, nos llevamos bien.
– NO -repitió Ambrosio-. No he venido a pelear.
– Menos mal, porque si no llamo a Robertito, él es el que sabe pelear aquí -dijo Queta-. Dime a qué mierda has venido de una vez o anda vete.
No estaban desnudos, no estaban tumbados en la cama, la luz del cuarto no estaba apagada. De abajo subía siempre el mismo confuso rumor de música y voces del bar y las risas del saloncito. Ambrosio se había sentado en la cama y Queta lo veía envuelto por el cono de luz, quieto y macizo en su terno azul y sus zapatos negros puntiagudos y el cuello albo de su camisa almidonada. Veía su desesperada inmovilidad, la enloquecida cólera empozada en sus ojos.