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– ¿De qué se pone a llorar? -dijo Queta-. ¿De lo que tú?

– A veces horas de horas así -se quejó Ambrosio-. él hablando y yo oyendo, yo hablando y él oyendo. Y tomando hasta que siento que ya no me cabe una gota más.

– ¿De lo que no te excitas? -dijo Queta-. ¿Te excita sólo con trago?

– Con lo que le echa al trago -susurró Ambrosio; su voz se adelgazó hasta casi perderse y Queta lo miró: se había puesto el brazo sobre la cara, como un hombre que se asolea en la playa boca arriba-. La primera vez que lo pesqué se dio cuenta que lo había pescado. Se dio cuenta que me asusté. ¿Qué es eso que le echó?

– Nada, se llama yohimbina -dijo don Fermín-. Mira, yo me echo también. Nada, salud, tómatelo.

– A veces ni el trago, ni la yohimbina, ni nada -se quejó Ambrosio-. Él se da cuenta, yo veo que se da. Pone unos ojos que dan pena, una voz. Tomando, tomando. Lo he visto echarse a llorar ¿ve? Dice anda vete y se encierra en su cuarto. Lo oigo hablando solo, gritándose. Se pone como loco de vergüenza ¿ve?

– ¿Se enoja contigo, te hace escenas de celos? -dijo Queta-. ¿Cree que?

– No es tu culpa, no es tu culpa -gimió don Fermín-. Tampoco es mi culpa. Un hombre no puede excitarse con un hombre, yo sé.

– Se pone de rodillas ¿ve? -gimió Ambrosio-. Quejándose, a veces medio llorando. Déjame ser lo que soy, dice, déjame ser una puta, Ambrosio. ¿Ve, ve? Se humilla, sufre. Que te toque, que te lo bese, de rodillas, él a mí ¿ve? Peor que una puta ¿ve?

Queta se rió, despacito, volvió a tumbarse de espaldas, y suspiró.

– A ti te da pena él por eso -murmuró con una furia sorda-. A mí me da pena por ti más bien.

– A veces ni con ésas, ni por ésas -gimió Ambrosio, bajito-. Yo pienso se va a enfurecer, se va a enloquecer, va a. Pero no, no. Anda vete, dice, tienes razón, déjame solo, vuelve dentro de dos horas, dentro de una.

– ¿Y cuando puedes hacerle el favor? -dijo Queta-. ¿Se pone feliz, saca su cartera y?

– Le da vergüenza, también -gimió Ambrosio-. Se va al baño, se encierra y no sale nunca. Yo voy al otro bañito me ducho, me jabono. Hay agua caliente y todo. Vuelvo y él no ha salido. Se está horas lavándose, se echa colonias. Sale pálido, no habla. Anda al auto dice, ya bajo. Déjame en el centro, dice, no quiere que lleguemos juntos a su casa. Tiene vergüenza ¿ve?

– ¿Y los celos? -dice Queta-. ¿Cree que tú nunca andas con mujeres?

– Nunca me pregunta nada de eso -dijo Ambrosio, apartando el brazo de su cara-. Ni qué hago en mi día libre ni nada, sólo lo que yo le cuento. Pero yo sé lo que sentiría si supiera que ando con mujeres. No por celos ¿no se da cuenta? Por vergüenza, miedo de que vayan a saber. No me haría nada, no se enojaría.

Diría anda vete, nada más. Yo sé cómo es. No es de los que insultan, no sabe tratar mal a la gente. Diría no importa, tienes razón pero anda vete. Sufriría y sólo haría eso ¿ve? Es un señor, no lo que usted cree.

– Bola de Oro me da más asco que Cayo Mierda -dijo Queta.

Esa noche, entrando al octavo mes, había sentido dolores en la espalda y Ambrosio, semidormido y de malagana, le había hecho unos masajes. Había despertado ardiendo y con una flojera tan grande que cuando Amalita Hortensia comenzó a quejarse, ella se había puesto a llorar, angustiada por la idea de tener que levantarse. Cuando se había sentado en la cama había visto unas manchas color chocolate en el colchón.

– Creyó que la criatura se le había muerto en la barriga -dice Ambrosio-. Se olió algo, porque se puso a llorar y me obligó a llevarla al hospital. No te asustes, de qué te asustas.

Habían hecho la cola de costumbre, mirando los gallinazos del techo de la Morgue, y el doctor le había dicho a Amalia te internas ahora mismo. ¿Por qué le había salido eso, doctor? Iban a tener que inducirte el parto, mujer, había explicado el doctor. ¿Cómo inducirte, doctor?, y él nada, mujer, nada grave.

– Ahí se quedó -dice Ambrosio-. Le traje sus cosas, dejé a Amalita Hortensia con doña Lupe, me fui a manejar la carcochita. En la tarde regresé a verla. Le habían dejado el brazo y la nalga morados de tanta inyección.

La habían puesto en la sala común: hamacas y catres tan pegados que las visitas tenían que estar paradas al pie de la cama porque no había espacio para acercarse al paciente. Amalia se había pasado la mañana viendo por una larga ventana alambrada las chozas de la nueva barriada que estaba creciendo detrás de la Morgue. Doña Lupe había venido a verla con Amalita Hortensia pero una enfermera le había dicho no traiga más a la niña. Ella le había pedido a doña Lupe que cuando pudiera fuera a la cabaña a ver qué necesita Ambrosio, y doña Lupe por supuesto, también le haré la comida.

– Una enfermera me anunció parece que van a tener que operarla -dice Ambrosio-. ¿Y eso es grave? No, no es. Me engañaron ¿ve, niño?

Con las inyecciones los dolores habían desaparecido y la fiebre bajado, pero había seguido ensuciando la cama todo el día con minúsculas manchitas color chocolate y la enfermera le había cambiado tres veces los paños. Parece que te van a operar, le había dicho Ambrosio. Ella se había asustado: no, no quería.

Era por su bien, sonsa. Ella se había puesto a llorar y todos los enfermos los habían mirado.

– La vi tan muñequeada que comencé a inventarle mentiras -dice Ambrosio-. Vamos a comprarnos esa camioneta con Panta, hoy lo decidimos. Ni me oía. Tenía sus ojos así de hinchados.

Había pasado la noche despierta por los accesos de tos de uno de los enfermos, y asustada con otro que, moviéndose en la hamaca a su lado, decía palabrotas en sueños contra una mujer. Le rogaría, le lloraría y el doctor le haría caso: más inyecciones, más remedios, lo que fuera pero no me opere, había sufrido tanto la vez pasada, doctor. En la mañana les habían traído unas latas de café a todos los enfermos de la sala, menos a ella. Había venido la enfermera y sin decir palabra le había puesto una inyección. Ella había comenzado a rogarle llame al doctor, tenía que hablarle, lo iba a convencer, pero la enfermera no le había hecho caso: ¿creía que la iban a operar por gusto, sonsa? Después con otra enfermera había jalado su catre hasta la entrada de la sala y la habían pasado a una camilla y cuando habían comenzado a arrastrarla ella se había sentado llamando a gritos a su marido. Las enfermeras se habían ido, había venido el doctor enojado: qué era ese escándalo, qué pasa. Ella le había rogado, contado de la Maternidad, lo que había sufrido y el doctor había movido su cabeza: bueno, bien, calma. Así hasta que había entrado la enfermera de la mañana: ahí estaba ya tu marido, basta de llanto.

– Se me prendió -dice Ambrosio-. Que no me opere, no quiero. Hasta que el doctor perdió la paciencia. O autorizas o te la llevas de aquí. ¿Qué iba a hacer yo, niño?

La habían estado convenciendo entre Ambrosio y una enfermera más vieja y más buena que la primera, una que le había hablado con cariño y le decía es por tu bien y el de la criatura. Al fin ella había dicho bueno y que se iba a portar bien. Entonces la habían arrastrado en la camilla. Ambrosio la había seguido hasta la puerta de otra sala, diciéndole algo que ella apenas había oído.

– Se la olía, niño -dice Ambrosio-. Si no por qué tan desesperada, tan asustada.

La cara de Ambrosio había desaparecido y habían cerrado una puerta. Había visto al doctor poniéndose un mandil y conversando con otro hombre vestido de blanco y con un gorrito y un antifaz. Las dos enfermeras la habían sacado de la camilla y acostado en una mesa. Ella les había rogado levántenme la cabeza, así se ahogaba, pero en vez de hacerle caso le habían dicho sí, ya, calladita, está bien. Los dos hombres de blanco habían seguido hablando y las enfermeras dando vueltas a su alrededor. Habían prendido un foco de luz sobre su cara, tan fuerte que había tenido que cerrar los ojos, y un momento después había sentido que le ponían otra inyección. Luego había visto muy cerca de la suya la cara del doctor y oído que le decía cuenta uno, dos, tres. Mientras iba contando había sentido que se le moría la voz.

– Yo tenía que trabajar, encima eso -dice Ambrosio-. La metieron a la sala y me fui del hospital, pero entré donde doña Lupe y me dijo pobrecita, cómo no te has quedado hasta que termine la operación. Así que volví al hospital, niño.

Le había parecido que todo se movía suavecito y ella también, como si estuviera flotando en el agua, y apenas había reconocido a su lado las caras largas de Ambrosio y doña Lupe. Había querido preguntarles ¿la operación se acabó?, contarles no me duele nada, pero no había tenido fuerzas para hablar.

– Ni donde sentarse -dice Ambrosio-. Ahí parado, fumándome todos los cigarros que tenía. Después llegó doña Lupe y también se puso a esperar y no la sacaban nunca de la sala.

No se había movido, se le había ocurrido que al menor movimiento muchas agujas empezarían a punzarla. No había sentido dolor sino una pesada, sudorosa amenaza de dolor y a la vez mucha flojera y había podido oír, como si hablaran secreteándose o estuvieran lejísimos, las voces de Ambrosio, de doña Lupe, y hasta la voz de la señora Hortensia: ¿había nacido, era hombre o mujer?

– Por fin salió una enfermera empujando, quítense -dice Ambrosio-. Se fue y volvió trayendo algo.

¿Qué pasa? Me dio otro empujón y al poco rato salió la otra. La criatura se perdió, dijo, pero que la madre podía salvarse.

Parecía que Ambrosio lloraba, que doña Lupe rezaba, que había gente dando vueltas a su alrededor y diciéndole cosas. Alguien se había agachado sobre ella y había sentido su aliento contra su boca y sus labios en su cara. Creen que te vas a morir, había pensado, creen que te has muerto. Había sentido una gran admiración y mucha pena de todos.

– Que podía salvarse quería decir que también podía morirse -dice Ambrosio-. Doña Lupe se puso a rezar de rodillas. Yo me fui a apoyar en la pared, niño.

No había podido darse cuenta cuánto rato pasaba entre una cosa y otra y había seguido oyendo que hablaban pero ahora también largos silencios que se oían, que sonaban. Había sentido siempre que flotaba, que se hundía un poquito en el agua y que salía y que se hundía y había visto repentinamente la cara de Amalita Hortensia. Había oído: límpiate bien los pies antes de entrar a la casa.

– Después salió el doctor y me puso una mano aquí -dice Ambrosio-. Hicimos todo por salvar a tu mujer, que Dios no lo había querido y no sé cuántas cosas más, niño.

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