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– Oye, perdona el número. Demasiado vino palmero. Aquí intentan convencerte de que es la hostia, pero a mí no me sienta muy bien.

– Que no te preocupes, coño -repetí.

– En fin, ya sabes. Aquí seguimos, para lo que te haga falta -se ofreció-. Los de tropa tenemos que apoyarnos, que si no, no tenemos a nadie.

Mientras Anglada conducía, en mi mente, que tampoco estaba libre de vapores etílicos, se agolparon los sucesos del día. No había pasado casi nada, había avanzado muy poco en el trabajo que me había llevado allí, y sin embargo tenía una sensación de inmenso agotamiento. Mi alma pedía tregua, pero los dioses no estaban por dármela, aún. Oí que Anglada decía:

– El sargento primero es un poco vehemente, cuando se cuece.

– Ya veo -anoté, con cauto laconismo.

– Pero es buen chaval -agregó-. Te lo digo yo, que he vivido bajo su poder absoluto durante unos cuantos meses. Tenías que ver al jefe de puesto que me tocó en Pontevedra. Un asfixiao que te cagas. No sé si hay algo peor que eso. Nava, en cambio, tiene criterio, y cuida de su gente.

– Eso le honra -opiné.

Después de dejar el coche en el aparcamiento del hotel, y mientras caminábamos hacia la recepción, Anglada dijo de pronto, insinuante:

– Supongo que si te invito a una copa en el bar no vas a aceptarla.

No quise mirarla, pero la miré. Pese al vino que me nublaba la vista y la oscuridad de la noche, o quizá con su ayuda, vi en aquella mujer una firme y tentadora promesa de perdición. No sé si ella había bebido tanto como yo, pero pensé que acaso era el alcohol lo que me la ponía al alcance. Aunque a lo largo de mi vida he podido atraer a alguna mujer sin necesidad de emborracharla, tampoco las he visto nunca desmayarse a mi paso, así que tiendo a desconfiar cuando me parece que alguna me resulta asequible.

Sin embargo, no me resistí por el escrúpulo de no aprovecharme de alguna debilidad momentánea. A Anglada se la veía bien entera, además de tan deseable como pudiera querer mostrarse. Me resistí porque una ráfaga de lucidez me puso ante los ojos los inconvenientes prácticos que dejarme llevar iba a acarrearme, y porque, simultáneamente, un espasmo desde el fondo de mis tripas me devolvió el sabor áspero de antiguos remordimientos.

– Gracias, Ruth -dije-. Creo que por hoy ya he bebido bastante.

Acogió mi negativa con una sonrisa.

– Es una pena que seas tan decente, mi sargento -lamentó.

– Quizá lo que es una pena es que sea tu sargento.

– Quizá.

Lo dejamos ahí, en la conjetura. Y no fue fácil, al menos para mí.

Atravesamos en silencio los patios desiertos. Nuestras habitaciones estaban en el mismo pasillo. La suya, dos puertas antes que la mía. Mientras introducía la llave en la cerradura, se volvió para consultarme:

– Mañana a qué hora.

– No hace falta que madruguemos. Aprovecha para dormir. Ya te llamo.

– Pues que duermas tú también -deseó-. Buenas noches.

– Buenas noches. Gracias por todo.

– De nada, mi sargento.

No me dormí en seguida, ni mucho menos. De hecho me di cuenta, antes de llegar a meterme en la cama, de que la coyuntura era propicia para desvelarme. De pronto estaba despejado, y me costaba detener el curso de mis pensamientos. Me conozco, y sé que en esas ocasiones es mejor no presentar batalla. Así que fui a la maleta y saqué de ella la caja en la que guardaba los pinceles, las pinturas y el soldado de plomo en el que estaba trabajando. Tras abrir la caja, me quedé mirando su interior. Aquél era el equipo de viaje, el que me llevaba siempre que salía de casa más de un par de días; para tener, justamente, una manera de enfrentar momentos como aquél. La pieza que había traído, y que me observaba desde el departamento de la caja donde yacía, sobre un lecho de algodón, era hermosa y singular. Un muchacho del Volkssturm, las milicias de adolescentes y viejos que reclutaron en 1945 para defender una Alemania ya vencida. Era de complexión delgada, casi frágil, y sujetaba el subfusil como quien no tiene hábito de hacerlo.

Cada uno enfrenta como puede sus fantasmas. Yo hago soldados de plomo de ejércitos derrotados. Me relaja, porque exige atención y destreza manual, lo que ayuda a desconectar las zonas nocivas del cerebro. Además, es una forma de encontrarme con los míos. He caído derrotado a menudo.

Aquella noche, también caí. Cuando al fin apoyé la cabeza sobre la almohada y cerré los ojos, ya no pude impedirlo. Soñé con ella.

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