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– He trabajado un poco la lista -dijo-. Tengo algunas direcciones que nos faltaban, y he charlado con un par de criaturitas, dos de esos de los que os dijo Margarethe. A ver. Ramón Velázquez Brea y Jorge Fernández Fernández. Dos chicos simpáticos, dos entrevistas francamente divertidas, si puedo confesar que me lo he pasado bien mientras cumplía con mi deber.

– No veo por qué no. ¿Y qué es lo que te ha divertido tanto?

– Bueno, supongo que Virgi también se lo sabe, lo habrá vivido alguna vez. Pero por mucho que se repita, no deja de hacerte gracia. Llegas al sitio, te sientas al lado del tronco, le entras y durante cinco o diez minutos charlas con él en plan de vacile, mientras al tipo se le caen los ojillos y así. En fin, ya sabes a lo que me refiero, a que se pone babosón y te habla sin dejar de mirarte a las tetas. Entonces abres el bolso, como si fueras a buscar la barra de labios para retocarte. Sacas la placa y le dices que eres guardia. Y casi oyes el ruido de los cataplines al rebotar en el suelo. Clin, clin, clin. A partir de ahí, el tío pierde toda la gracia, carraspea mucho y no se atreve a bajar la mirada de tu barbilla. Tampoco a subirla, lo que le hace poner unas caras bastante raras. Y culmina la metamorfosis. El satirillo travieso se convierte en un colegial aplicado que hace todas las tardes los deberes.

Miré de reojo a Chamorro. Observaba a Anglada, imperturbable.

– Ajá, veo que tienes estudiada la técnica -juzgué, sin énfasis.

– La verdad -dijo-, tampoco hay que estudiar tanto. Los pichones te lo ponen bastante fácil. Lo que no deja de sorprenderme es que resulte tan infalible. La fisiología masculina debe de ser un mecanismo implacable.

– No siempre, aunque tiende a funcionar, no voy a negártelo -concedí-. De todos modos, como de las miserias de mi sexo ya estoy suficientemente informado, y además de primera mano, lo que me interesaría saber es lo que te contaron esos dos hombres acerca del tema que nos ocupa.

Anglada disfrutó del instante. Le gustaba provocar. Por un lado, me resultaba incómoda. Por otro, y en la medida en que también albergo en mi interior un fondo frívolo, me distraía y eso me impedía llamarla al orden con más firmeza. De todos modos, me pareció que me las arreglaba para ponerla en su sitio y permanecer en el mío de forma razonable. A más no aspiraba. Tampoco me gusta ir de tirano, si no es imprescindible.

– Pues la verdad -dijo-, en cuanto a su testimonio, y dejando aparte las risas que me he podido echar gracias a ellos, me temo que va a decepcionarte. Los dos conocían a Iván, sí. Los dos, también, le tenían por drogata, lo que dicho sea de paso son ellos también, aunque ambos juran estar rehabilitados. No hay nada más increíble que un yonqui jurando que ya no se pone. En cuanto a las cuestiones que nos interesan, ninguno de los dos me ha dicho que Iván pasara género, que ellos supieran. Les he apretado, y te aseguro que por lo menos el tal Jorge estaba dispuesto a cantar cualquier cosa de la que tuviera conocimiento. Tampoco le consta a ninguno de los dos que Iván le hubiera dejado a nadie ninguna cuenta pendiente. Y atento: de lo que ninguno dice saber nada, ni de lejos, es de la posible implicación de algún pez gordo en la muerte del chico. Si me admites una teoría, esta gente tiene más imaginación que la tía de Harry Potter. Son muchos años de mentir, lo hacen como respirar. Les llega una madre doliente y le sueltan cualquier patraña, sin mayores reparos, porque ya casi ni se dan cuenta, cuando cuentan una trola. Ahora bien, largarle el camelo a la autoridad es diferente.

– Yo tengo otra teoría -dijo Chamorro.

Me volví con curiosidad a mi compañera.

– ¿Cuál?

Chamorro arrugó la frente, y pasó a exponer su razonamiento:

– Supongamos que es verdad, que hay alguien poderoso metido en esto. Un político, un empresario, qué más da. Supongamos que esta gente, este par de yonquis tirados, lo sabe, ya sea de forma más o menos fundada o porque circula el rumor en el ambiente donde se mueven. Dato que tienen: dos años y pico después, el crimen sigue impune. Composición de lugar que se hacen: o la policía, o los jueces, o Dios sabe quiénes, están en el ajo; los han comprado, los pueden manejar y sabrán lo que ellos sepan. Conclusión: vamos a cuidarnos mucho de decir ni pío si nos interroga alguna autoridad, sea la que sea, no vaya a ser que se entere el que está tapando todo y nos pongamos en el punto de mira de quien ya le ha cortado el cuello a uno. Lo más que nos puede ofrecer la justicia es el régimen de testigo protegido. Que no es el sueño de nadie, si tiene la opción de mantenerse al margen.

Me volví a Anglada, que escuchaba con tensa atención.

– ¿Qué dices tú?

Anglada relajó el gesto.

– Coño, que por algo Virgi sacó tan buen número en la academia y fue la número uno en el curso de cabo. Sólo puedo aplaudir.

Me froté los ojos, mientras pensaba. Había mucha luz, y como suele pasarme cuando viajo sin el coche, me había olvidado en Madrid las gafas de sol. También tenía hambre, de pronto. Miré el reloj: las dos y cinco.

– Bueno, creo que todo esto me lleva a una conclusión, Ruth -volví a decir, esta vez a conciencia, su nombre de pila-. Me temo que vas a tener que renunciar al pasatiempo de asustar a los parroquianos con la placa. Incluso estoy considerando si conviene que interrogues a alguno más, de momento. Se me ocurre que no podemos descartar que alguno te recuerde de cuando estabas destinada aquí, y creo que lo que dice Virginia tiene mucho sentido. Para hablar con cierta gente, va a ser mejor abordarlos de incógnito.

A Anglada no le gustó nada oír aquello.

– Ya, mi sargento -dijo, buscando con manifiesto esfuerzo las palabras-. Entiendo lo que quieres decir, eso vaya por delante. Pero no sé entonces qué puedo aportar a esta investigación. A lo mejor, se me ocurre, deberías hablar con el teniente para que te asigne a otra persona. No quiero ser un estorbo.

La miré, beneficiándome por una vez (aunque no me parece una actitud en absoluto encomiable) de esa fácil superioridad que te otorga sobre otro el poder decirle lo que ha de hacer y saber que tendrá que obedecerte.

– No te lo tomes así, mujer -le dije-. Eres una buena ayuda y veo que trabajas mucho y con decisión. Sólo se trata de saber en qué puedes ser más eficaz, y de no malgastarte en lo que quizá no convenga que hagas tú.

– Pues no veo qué me queda, mi sargento.

Las observé, a las dos. La verdad era que no tenía hábito. Nunca había trabajado con dos mujeres a mis órdenes. Dos mujeres listas y con carácter, además, y a las que, por razones más o menos dispares, me costaba mirar con indiferencia. Por un lado, formaban un equipo potente, pero por otro se mascaban los problemas que aquella conjunción podía plantearme. Por una vez, le pedí a mi negligente cerebro que trabajase rápido y, a ser posible, bien. Y respondió a mi petición. Cuando volví a tomar la palabra, rompiendo el silencio un tanto inhóspito que se había creado, lo hice con la seguridad y la claridad de ideas que cabe exigirle a un líder, aunque se tratase de uno tan subalterno y coyuntural como el que yo era allí.

– Vamos a ver -dije-. En primer lugar, y dada la hora, busquemos un lugar donde nos puedan dar de comer. En segundo lugar, organicemos el trabajo de la tarde. Vamos a volver a dividirnos, pero esta vez lo haremos de otro modo. Anglada: tú y yo vamos a conversar con esos confidentes, los que decía ayer el sargento primero. Con ellos no hacen falta mayores precauciones. Y a ti, Chamorro, te toca machacarte la lista de Margarethe, sin sacar la placa a menos que alguno amenace tu integridad física o tu honra.

– Vaya por Dios, qué suerte tengo -dijo Chamorro.

– Prefiero que lo hagas tú -me justifiqué-. Seguro que averiguas más que yo. Aunque sólo sea porque la mayoría de los nombres corresponde a varones y por lo que decía antes Anglada de la fisiología masculina.

– Tendré que inventarme un cuento -advirtió mi compañera-. Ni tengo acento de aquí ni me va a dar tiempo a caracterizarme como drogadicta.

– Lo dejo a tu criterio.

– Ya sabes cuál es el más socorrido -sugirió.

– Me parece bien.

– ¿Y de qué periódico soy?

– El que más rabia te dé. Aunque quizá sea mejor una revista morbosa.

– Vale, ya sé cuál dices. Aunque espero que apuntes en la lista de méritos las insinuaciones que voy a tener que sufrir por tu culpa.

– Por el servicio, Chamorro, por el servicio.

Luego le pedí a Anglada que le entregara a Chamorro las direcciones que había conseguido, aparte de las que nos había dado Margarethe. Ruth obedeció sin rechistar. Aunque no podía saber lo que estaba pasando por su mente, me pareció que había zanjado la crisis con cierta solvencia. Con su actitud habitual, desenvuelta y siempre un punto sardónica, nos condujo en el Opel Corsa hasta una casa de comidas situada en las afueras. De todos modos, el trayecto hasta allí no nos llevó más allá de un cuarto de hora.

– Esto está lo bastante retirado -dijo, cuando llegamos-. Me he permitido suponer, mi sargento, que es mejor que no vean mucho a Virginia conmigo por la calle. Para no arruinarle el disfraz de periodista, me refiero.

– Estamos de acuerdo -asentí-. Al menos por ahora.

La comida nos salió barata y nos permitió saborear productos locales, siguiendo el consejo de Anglada, a quien el dueño del local conocía y trataba con gran deferencia. No llevó la atención, sin embargo, hasta el extremo de darse más prisa en servirnos de lo que allí era costumbre, por lo que el almuerzo nos ocupó casi dos horas, un poco más de lo que nos convenía con la intensa tarde de trabajo que teníamos por delante. Sobre todo Chamorro. En el camino de vuelta, antes de quedarse sola para enfrentar la tarea que le había encomendado, le asaltó una duda que quiso consultarme:

– ¿Quieres que vea también a los dos con los que habló Ruth esta mañana?

Con la pesadez de la comida en el estómago, tardé un poco en resolver.

– Sí -le dije-. Pero a ser posible déjalos para el final. Y cuida especialmente con ellos el cuento. Aunque sospecharán, eso es inevitable.

– Los dejaré para mañana, entonces. Bastante tengo con el resto hoy.

– En todo caso, estamos en contacto con el teléfono -dije-. Nos vas llamando y así sabemos cómo vas y por dónde andas.

Dejamos a Chamorro cerca del domicilio de uno de los testigos potenciales, con la misión de presentarse ante él y persuadirlo de que era una periodista de la que se podía fiar, porque por nada del mundo revelaría su fuente. Anglada condujo después hacia la parte alta. Durante el trayecto, trató de recuperar un poco del terreno que acaso, sospeché, creía perdido.

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