– ¿Sientes que pierdes el tiempo conmigo?
Antes de responder, Chamorro se limpió cuidadosamente los labios con la servilleta. El superior, el inferior y ambas comisuras.
– No siempre.
Confieso mi irremediable debilidad ante una mujer que sabe decirte una frase escueta y enigmática clavándote los ojos sin pestañear. Aunque esa mujer sea mi subordinada y la teoría afirme que debo ser capaz en todo momento y situación de conservar mi autoridad sobre ella. Por suerte, siempre hay alguna trivialidad a la que recurrir en caso de apuro.
– Ya está anunciada la puerta de embarque -dije, señalando el monitor-. Vamos para allá, anda, no vaya a ocurrírseles despegar a la hora.
Naturalmente, no se les ocurrió. De hecho, nos embarcaron media hora tarde, luego nos hicieron bajar a todos del avión, alegando problemas técnicos, y volvieron a reembarcarnos en el mismo aparato tan sólo media hora después. El personal de tierra y las azafatas se ocuparon, como de costumbre, de encajar estoicamente las protestas de los clientes exigentes. Algún pasajero marisabidillo, siempre los hay, objetaba, suspicaz:
– Es imposible que en media hora hayan arreglado nada.
Pero la mayoría del pasaje, Chamorro y yo incluidos, se dejó manejar con esa admirable docilidad ovina que desarrollan los humanos cuando se hallan en un contexto aeroportuario. Llegado el momento, todo el mundo se abrochó el cinturón, se cercioró de que la mesita estuviera plegada y el teléfono móvil apagado y se encomendó a la presunta pericia del piloto, pese a que su voz gangosa y atiplada, y sus confusas explicaciones bilingües sobre la causa del retraso, no movían en modo alguno a la confianza. Es curioso constatar cómo el personal se pasa la vida midiendo al milímetro actos nimios y luego, de pronto, se lo juega todo a una carta dudosa y desconocida. Alguno pareció escuchar con especial atención el rugido de las turbinas durante el despegue, por si notaba algo raro, pero los más se abstraían en sus periódicos o revistas intentando no pensar en que iban a bordo de un montón de chatarra en potencia que se separaba imprudentemente del suelo. Chamorro se había sumergido ya en el expediente, dispuesta a recuperar el retraso que le había afeado antes. Por mi parte debo reconocer, aunque el detalle me desacredite, que era de los que estaban pendientes del bramido de los motores. Sonaban bien, no obstante, y nos colgaron del aire rápida y eficazmente.
Durante el vuelo no sucedió nada digno de mención. Chamorro siguió absorta en su tarea y yo me distraje con mi libro. Me alegré de llevarlo. Había pasajes de veras ocurrentes, y desde chico poseo la mala costumbre de reírme cuando leo algo que me hace gracia. En un par de ocasiones, mi compañera se interesó por la causa de mi regocijo. Le leí en voz alta:
– «He visto gusanos exultantes saltando como palomitas de maíz sobre los restos en descomposición de un cuerpo humano, bullendo en alegres miríadas, brincando hasta medio metro de altura para luego caer con un golpeteo suave, como una lluvia fina. Los gusanos no atacan al azar, sino de manera concertada, como bancos de pirañas hambrientas. Algunos gusanos atacan con tanto brío a los cadáveres que, en el transcurso de unas pocas horas, son capaces de arrancarle la dentadura postiza a un hombre muerto.»
Chamorro me observó, seria. No creí que la lectura le revolviera el estómago. La había visto soportar sin el auxilio de los remedios habituales (el Vicks Vaporub untado en la nariz, o el puro que llevábamos siempre para ofrecer a los jueces novatos) el hedor de cadáveres severamente descompuestos. Pero el pasaje le producía un ostensible disgusto.
– ¿Y qué tiene eso de gracioso? -me reprendió.
– La vida es graciosa, Virginia. Y la muerte. Nada es en sí bueno o malo, depende del lugar desde donde lo miras. Para los parientes, la muerte del ser querido es atroz. Para los gusanos, en cambio, ya ves: Disneylandia. En realidad, todo es una cuestión de perspectiva. Imagínate si la historia la escribieran los gusanos. Todo funcionaría al revés. Cada enfermo salvado por los médicos, una decepción. Cada hombre ilustre que la diña, una orgía.
Chamorro meneó la cabeza.
– No has debido tomarte el zumo. Vete a saber qué era en realidad.
No volvió a preguntarme las siguientes veces que me oyó reír, salvo la última. La verdad es que fui más bien aparatoso. El caso lo merecía.
– ¿Y ahora, qué marranada macabra acabas de leer? -me espetó.
– Ésta te va a gustar -aseguré.
– A ver.
– «Otro pobre desgraciado» -leí-, «para quien el placer y el dolor estaban muy próximos, se ponía el transformador de un tren eléctrico en el pene, sujetándolo con unas pinzas, y se aplicaba débiles descargas en los genitales.
Por desgracia, en una ocasión (la última), el transformador provocó un cortocircuito y el hombre recibió una descarga de 110 voltios, quedando instantánea e ignominiosamente electrocutado. Los padres escondieron el transformador antes de que llegase la policía. Pero las pinzas eléctricas dejan marcas muy características y muy fáciles de identificar en una autopsia. Tras unas pocas y discretas preguntas por parte de los investigadores, la infeliz pareja se derrumbó y contó la triste verdad de lo sucedido».
– Desde luego, los hombres sois unos capullos -observó Chamorro.
– Oye, ¿a qué viene esa imputación colectiva? -protesté-. Y no me mires así. También las mujeres pueden morir de forma ridícula.
– No estaría de más hacer una campaña divulgativa. Seguro que hay alguno por aquí que se juega el pellejo de esa misma forma.
– Peor. Aquí la corriente va a 220 voltios, el doble. El latigazo debe de hacer que se te salten los ojos de las órbitas.
– Muy gráfico. Oye, si te atrae, ya sabes… Si no tienes trenecito eléctrico, puedes usar el transformador de tu scalextric.
– Chamorro, me parece de muy mal gusto que utilices mis confidencias sobre los juegos que comparto con mi hijo para asestarme ese bajonazo tan vil. Por otra parte, ¿es que acaso tengo aspecto de pervertido?
– ¿Y es que eso se lleva escrito en la cara?
Sostuve su mirada, afectadamente candorosa. A veces, he de reconocerlo, me estimulaba de forma indebida comprobar cómo mi compañera, con el tiempo, se había ido volviendo cada vez más maliciosa y cáustica.
– Muy bien, te dejo que imagines lo que te plazca -repuse al fin-. Pero me gustaría más que pusieras tu cerebro a trabajar sobre ese expediente que llevas un rato leyendo. ¿Algo interesante que quieras decirme al respecto?
Chamorro volvió la vista al expediente. Aún le quedaba cerca de una cuarta parte de los documentos por examinar. En su pequeño bloc había tomado una serie de notas con un rotulador de tinta violeta. La vi releerlas, sin poder evitar que me enterneciera un poco aquel color en el que había quedado plasmada sobre el papel cuadriculado su letra de niña aplicada.
– Pues, no sé qué decirte -contestó al fin-. Lo primero, que no me siento en condiciones de reprocharles nada a los compañeros.
– Mejor, no estamos aquí para juzgarlos. Ni nos ayudaría.
– Quiero decir que yo habría sacado la misma conclusión que sacaron ellos. Es verdad que no estaba amarrado del todo, pero… Bueno, más de una vez han condenado a gente con más cabos sueltos en la investigación, ¿no?
– Sin duda -asentí.
– Tengo una curiosidad, eso sí.
Había aprendido a valorar las cuestiones que despertaban la curiosidad de Chamorro. Era la persona menos entrometida que jamás había conocido.
– Desembucha, cabo.
– ¿Entra en tus planes considerar la hipótesis de que el concejal, aunque le hayan absuelto, sea el asesino?
Sonreí.
– Me defraudas horriblemente, Virginia.
Mi compañera dio un respingo.
– ¿Por qué?
Me tomé mi tiempo, para crear en ella la expectación adecuada. Plegué la mesita (ya no debía de faltar mucho para el aterrizaje) y coloqué el libro en la bolsa de tela del respaldo del asiento delantero, no sin antes marcar con la tarjeta de embarque la página en la que había interrumpido la lectura.
– Verás -dije-, resulta indudable, desde el punto de vista procesal, la dificultad de imputar a quien ya ha sido absuelto en un juicio previo. El procedimiento para ello es excepcional, farragoso y de sus pormenores no estoy al corriente porque no soy abogado ni las cuestiones abogaciles me parecen el mejor pasatiempo en el que empeñar mis menguantes neuronas.
Chamorro me observaba con reticencia.
– Sentado lo anterior -proseguí-, debo confesarte que, personalmente, los problemas procesales me traen al fresco. Lo que intento es encontrar la verdad, o algo que se parezca de forma coherente a la verdad. Luego el fiscal hará con ella lo que tenga que hacer, por el camino que tenga que seguir, fácil o difícil, eso es su problema. Y como ya sabes, tengo mis dudas de que al final de todo se haga eso que algunos, cándidamente, llaman justicia. Si las cárceles donde se almacena el desecho o los tribunales donde se lo etiqueta son máquinas de fabricar justicia, yo soy el hada Campanilla.
– Sí, eso ya te lo he oído antes -replicó Chamorro-. Y como siempre que te lo oigo, me pregunto por qué sigues haciendo este trabajo.
– Porque en el fondo me divierte.
– No trates de ser cínico, mi sargento. No se te da bien.
– Ya me conoces, Virginia. En realidad, soy un iluso. Sigo en esto, bueno, por si queda alguna esperanza de encontrar el modo de disuadir a la gente de que joda al prójimo. Y si no la hay, por completar el dibujo. Porque cuando alguien se cobra a un semejante, hay algo que exige que haya un perro dispuesto a cazar al cazador. Es un trabajo de mierda, pero alguien tiene que ocuparse. Alguien que no tenga nada mejor en lo que gastar su tiempo.
Chamorro me conocía ya un poco, en efecto, y sobre todo conocía mi retórica. Por eso, por la confianza, me explayaba así. Ella no se dejó impresionar.
– Yo no creo que sea un trabajo de mierda. Prestamos un servicio a la sociedad. Un servicio importante, o no menos importante que otros.
– En la vida, Virginia, hay dos clases de personas. Los que pueden estar completamente seguros de lo que hacen y los que no. Está claro dónde encaja cada uno de nosotros, para tu fortuna y para mi oprobio.
– Supongo que crees que voy a entrar al trapo. Pero ya no me picas, ni me despistas. Sé que serías incapaz de hacer otra cosa en la vida.
– ¿Y?
– Que estás tan seguro como el que más.
Me encogí de hombros.
– Bien, con esta interesante y asombrosa conclusión, creo que podemos dar por terminada mi sesión de psicoanálisis. Volviendo al asunto…