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Lo que dijo el mayordomo

Para Domitilla Cavalletti

[«Durante una reciente y breve estancia en Nueva York me sucedió una de las dos cosas que los europeos más tememos en esa ciudad: quedé atrapado por espacio de media hora en el ascensor de un rascacielos, entre el piso 25 y el 26. Pero no quiero hablar del miedo quépase ni de la justificadísima sensación de claustrofobia que me hizo chillar (lo confieso) cada pocos minutos, sino del individuo que viajaba conmigo cuando el ascensor se paró y con quien compartí esa media hora de confidencia y temor. Era un hombre de aspecto atildado y circunspección extrema (en situación tan apurada, él sólo gritó una vez, y cesó en cuanto supo que habíamos sido oídos y localizados). Parecía un mayordomo de película y resultó ser un mayordomo de la vida real. A cambio de alguna información incoherente y dispersa acerca de mi país, él me contó lo siguiente mientras esperábamos en el amplio ataúd vertical: trabajaba para un adinerado matrimonio joven compuesto por el presidente de una de las más famosas e importantes compañías americanas de cosméticos y su recién adquirida mujer europea. Vivían en una mansión de cinco pisos; se desplazaban por la ciudad en una limousine de ocho puertas y cristales velados (como la del difunto presidente Kennedy, puntualizó), y él, el mayordomo, era uno de los cuatro criados a su servicio (todos de raza blanca, puntualizó). La afición favorita de aquel individuo era la magia negra, y ya había logrado hacerse con un mechón del cabello de su joven señora, cortado mientras ella sesteaba en un sillón una tarde de sumo vera-noy sumo sopor. Todo esto lo contaba con gran naturalidad, y mi propio pánico me hizo escucharlo con relativa naturalidad también. Le pregunté por qué había cortado cruelmente aquel mechón, si es que ella lo trataba muy mal.

"Aún no ", respondió, "pero antes o después lo hará. Es una medida de precaución. Además, si algo sucede, ¿de qué otro modo podría vengarme? ¿Cómo puede vengarse un hombre hoy en día? Por otra parte, la práctica de la magia negra está muy de moda (Is very fashionable, dijo) en este país. ¿En Europa no?" Le dije que creía que no, con la excepción de Turín, y le pregunté si no podía hacer algo con su magia negra para que saliéramos del ascensor. "Lo que yo practico sirve sólo para vengarse. ¿De quién quiere usted que nos venguemos, de la compañía constructora de ascensores, del arquitecto del edificio, del alcalde Koch? Puede que lo lográramos, pero eso no nos haría salir de aquí. No tardarán. " No tardaron, en efecto, y una vez recuperado el movimiento y una vez llegados a la planta baja, el mayordomo me deseó buena estancia en su ciudad y desapareció como si la media hora que nos había unido no hubiera existido jamás.»

Así empezaba un artículo que, con el título de "La venganza y el mayordomo ", publiqué en el diario El País el lunes 21 de diciembre de 1987. A continuación el texto perdía de vista a este mayordomo y pasaba a ocuparse sólo de la venganza. No era, por tanto, el lugar adecuado para transcribir con detalle la totalidad de las palabras de mi compañero de viaje, y además en aquella ocasión me permití alterar alguno de los datos que me confió y en realidad silenciar la mayoría. Quizá me llevó a ello el hecho de que la nacionalidad de la reina de los cosméticos fuera la misma que la mía. Pensé que no era imposible que esa persona leyera el periódico, bien por sí misma o porque algún conocido de España la reconociera si me atenía demasiado fielmente a las circunstancias y le hiciera llegar mi escrito. Admito que me guió más el deseo de no poner en un aprieto a mi mayordomo que, por el contrario, el de poner en guardia a la reina en peligro. Ahora es quizá el momento, cuando mi gratitud hacia el primero es más difusa, aunque las probabilidades de que este otro texto llegue a los ojos de la segunda son infinitamente más escasas. No tengo, sin embargo, otro modo de advertirla, al menos un modo no excesivamente aparatoso. Si esa señora puede leer periódicos, no creo en cambio que lea libros, menos aún cuentos de un compatriota suyo. Pero eso no será culpa mía: los libros que no leemos están llenos de advertencias; nunca las conoceremos, o llegarán demasiado tarde. En todo caso mi conciencia estará más tranquila si le brindo la posibilidad, por remota que sea, de precaverse, sin por ello sentirme tampoco como un delator hacia la persona del mayordomo que tanto contribuyó a apaciguarme y a aligerar mi espera dentro del ascensor. El dato alterado en aquel artículo era que el matrimonio no era tan reciente como allí se afirmaba y que por consiguiente el mayordomo no esperaba, como le hice decir, futuros agravios de su señora, sino que, según él, ya los padecía continuamente. Estas fueron sus palabras, en la medida en que las recuerdo y sé transcribirlas; en todo caso sin mucho orden, ya que no me siento capaz de reproducir una conversación en regla, sino sólo de rememorar algunas de las cosas que él dijo entonces. J M]

Dijo el mayordomo:

– No sé si todas las mujeres son iguales en España, pero la muestra con la que me ha tocado coincidir en la vida es horrible. Vanidosa, poco inteligente, malcriada, cruel, y usted me perdonará que hable así de una mujer de su tierra.

– Adelante, no se preocupe por eso, diga lo que quiera -respondí yo generosamente, sin prestar aún demasiada atención.

Dijo el mayordomo:

– Comprendo que lo que yo diga aquí no tiene mucha autoridad ni mucho valor, y puede entenderse como un desahogo. Me gustaría que el mundo fuera de tal manera que no resultara imposible una confrontación directa entre ella y yo, entre mis acusaciones y las suyas, o entre mis acusaciones y su defensa, sin que ello tuviera consecuencias graves para mí, me refiero a un despido. No crea que en la actualidad hay tantas familias que puedan dar empleo a un mayordomo, ni siquiera en la ciudad de Nueva York, no nos sobra el trabajo, poca gente puede permitirse tener uno, no digamos cuatro criados, como tienen ellos. Todo era bastante perfecto hasta que ella llegó, el señor es muy agradable y casi nunca está en casa, había sido soltero desde que yo entré a su servicio, hace cinco años. Bueno, se había divorciado, y esa es la mayor esperanza, que acabe divorciándose también de ella, antes o después. Pero puede ser después, y hay que estar prevenido. Ahora ya he completado mis cursos de magia negra, primero por correo, luego algunas lecciones prácticas, tengo el título. Todavía no he hecho gran cosa, esa es la verdad. Nos reunimos a veces a matar alguna gallina, ya sabe usted, es muy desagradable, nos llenamos de plumas, el animal pelea lo suyo, pero hay que hacerlo de vez en cuando, si no nuestra organización carecería de todo prestigio.

Recuerdo que aquel comentario me preocupó momentáneamente y me hizo prestar más atención, y por eso, para que mi temor se viera disipado por el otro temor, más fuerte, golpeé la puerta del ascensor una vez más, apreté insistentemente el botón de alarma y los de todos los pisos y chillé varias veces: «¡Eh! ¡Eh! ¡Oigan! ¡Eh! ¡Seguimos aquí encerrados! ¡Seguimos aquí!»

Dijo el mayordomo:

– Tómeselo con calma, no nos ocurrirá nada. Este ascensor es muy espacioso, hay mucho que respirar, y ellos ya saben que estamos aquí. La gente es desaprensiva, pero no tanto como para olvidarse de dos personas encerradas en un ascensor, y además necesitarán que funcione. Mi señora, su compatriota, es desaprensiva, nos maltrata a todos, o lo que es aún peor, hace caso omiso. Tiene la capacidad, que quizá se da más en Europa que en los Estados Unidos, de hablar con nosotros como si no estuviéramos delante, sin mirarnos, sin hacernos caso, nos habla sin dirigirnos la palabra, exactamente como podría hacerlo si, en vez de con nosotros, estuviera hablando con una amiga sobre nosotros. Hace poco estuvo aquí una amiga suya italiana, y aunque hablaban sus lenguas que yo no entiendo, sé que buena parte de sus charlas versaron sobre nosotros, sobre mí en particular, soy el más antiguo, una especie de responsable o jefe de todo el servicio. Ella sabe bien cómo decir algo sobre mí en mi presencia sin que nada en absoluto dé a entender que habla de mí, pero no su amiga, ella no podía evitar que sus ojos verdes me lanzaran alguna mirada de soslayo en medio de su chachara en lengua latina, cualquiera que fuese. Con todo, durante las semanas que su amiga permaneció en la casa ella estuvo más distraída y se ocupó menos de mí. Usted comprenderá, ella lleva ya aquí tres años, todavía habla muy mal el inglés, con fuerte acento, a veces me cuesta entenderla y eso la irrita, cree que lo hago a propósito para ofenderla; en parte es así, pero le aseguro que me limito a no hacer el esfuerzo que tendría que hacer siempre para entenderla, un esfuerzo de comprensión y de oído, de adivinación. Lo cierto es que tras tres años de estancia, hasta una ciudad como Nueva York cansa y aburre si no se tiene nada que hacer en ella. El señor sale todas las mañanas a trabajar y no regresa hasta tarde, hasta la hora española de cenar, ella la ha impuesto. Usted quizá no lo sepa, pero los cosméticos llevan mucho trabajo, son como la medicina, hay que investigar y perfeccionar, uno no puede quedarse estancado con una gama de productos fija. Hay adelantos increíbles cada año, cada mes, y hay que estar al tanto, exactamente como en la medicina, lo dice el señor. El señor sale, trabaja durante doce horas o más, sólo está en casa por la noche y los fines de semana, poco más. Ella se aburre bastante, como es natural, ya hizo todas las compras que podía hacer para la casa, aunque sigue viviendo a la espera de las novedades de toda índole: un nuevo producto, un nuevo aparato, un nuevo invento, una nueva moda, una nueva representación en Broadway, una nueva exposición, una nueva película importante, cualquier novedad la consume al instante, en el acto, más rápidamente de lo que incluso una ciudad como esta puede ofrecer.

Yo me había sentado en el suelo del ascensor. Él, en cambio, tan atildado y circunspecto, permanecía de pie con el abrigo y los guantes puestos, una mano apoyada en la pared y un pie graciosamente cruzado sobre el otro. Los zapatos le brillaban más de lo que es normal.

Dijo el mayordomo:

– Así, por lo general está en casa, sin nada que hacer, viendo la televisión y poniendo conferencias a sus amigas de España, invitándolas a venir, no vienen mucho, no es de extrañar. Cuando ya no puede hablar más, cuando le duele la lengua de tanto hablar y le duelen los ojos de ver tanta televisión, entonces no tiene más remedio que fijarse en mí, soy yo quien está siempre en casa, o casi siempre, soy yo quien sabe dónde están las cosas o dónde pueden conseguirse si hay que hacerlas traer. Se fija en mí, ¿comprende?, y no hay nada peor que ser la fuente de distracción de alguien. Algunas veces se traiciona a sí misma, quiero decir a su espíritu despreciativo: sin darse cuenta, se encuentra con que durante unos minutos no ha estado dándome órdenes ni haciéndome preguntas útiles, sino conversando conmigo, imagínese, conversando.

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