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Portento, maldición

I

La primera impresión, claro está, ha sido desastrosa. Cierto que ya me habían advertido, pero no esperaba encontrarme con semejante exageración; y además, de su carácter, que por desgracia adivino, nada se me había dicho, ignoraba que se tratase de un fatuo. Lo veo, es algo manifiesto que me va a hacer la vida imposible, y no porque no pueda evitarlo, porque esté implicado (que lo está) en su sola existencia, sino porque sin ningún género de dudas lleva esas intenciones dentro de su cabecita; ese braquicéfalo, capaz de pensar pese a todo; de ideas luminosas: de eso es de lo que, con certeza, está poblada. Luminosas, resplandecientes, exigentes, un prodigio y un hallazgo. Y además es presumido: si fuera mujer, se tendría por una beldad, y he de decir que aun con todos los sinsabores que semejante condición me podría acarrear en el futuro, lo preferiría. ¿Quién lo habrá engañado? ¿O es que acaso es dueño de una voluntad omnipotente capaz de convertirlo todo en sentido, en convicción, en ley? Así ha de ser, de otra manera ya habría puesto fin a su vida; pero debería comprender que se sale de lo corriente y optar por el término medio, moverse en ese terreno donde todo es cuestión de vocabulario, donde no es difícil pasar inadvertido y donde, desde luego, las maldiciones son mucho más llevaderas. Ni siquiera me acuerdo muy bien de cómo se llama. ¿Y para qué? Tendré que ponerle algún apodo, es lo que se merece. De esa forma irá aprendiendo y sabrá quién toma las decisiones. Pero, aun con todo, me va a hacer la vida imposible, de eso estoy completamente seguro. Lo lleva en la sangre, esos ojitos que sin oposición ni lamento se dejan invadir por los párpados y las mejillas me lo han dicho con franqueza, a pesar de que miraban amistosamente y con un poco de coquetería. Debe de tener bien aprendida la lección, sabe a lo que se expone, no carece de experiencia. Esquivar, esquivar, en eso consiste su estrategia y su carácter: preocupante no es, no es esa la palabra justa, aquí no hay cabida para las medias tintas y matices: es un fenómeno, un energúmeno; y además es un traidor, la sonrisa así lo proclama; y no por ser desenfadada es menos ostentósa. Poco podía yo imaginar esto ante la pila, cuando fui su padrino. A las primeras de cambio, en cuanto me descuide, me quemará los papeles, roerá las puntas de los visillos, aserrará tres patas a una mesa, me hará tropezar para reírse de mí. ¿Qué puedo hacer?

II

Hoy le he visto saltando a la comba en el jardín. Lo hacía excesivamente mal, más que otra cosa provocaba hilaridad, y en vista de que en esos momentos su situación con respecto a mí era de absoluta desventaja y nada podía temer de sus desplantes (ni de sus impertinencias y sarcasmos, que nunca utiliza para defenderse, sólo para atacar), me he atrevido a interpelarle y me ha contestado, con aplomo y sin titubeos, que quiere ser boxeador. Al parecer, entre sus cosas, que en su mayoría están aún por llegar, hay un punching bag. Le he preguntado si no le cansaba hacer tanto ejercicio y me ha respondido que no, y que además así adelgaza. Por lo menos sabe (y lo que es más importante, no lo niega ni se hace el loco al respecto) que es gordo y no se ofenderá tal vez si le hago bromas acerca de su disparatado volumen; estas alegrías son las únicas que hoy por hoy me pueden distraer de mi condena. También he observado que bebe grandes cantidades de líquido, pero en cambio, en contra de lo que había supuesto, no le gustan los dulces. Su grasa debe de tener un origen endocrino; pobre, al pensarlo, mi firmeza se tambalea: a lo mejor, después de todo, él no tiene la culpa. Pero me indigna verlo así, me dan ganas de zarandearlo, de abofetearlo, incluso de darle patadas en los muslos. Los tiene tan anchos que al andar se rozan entre sí y producen un ruido semejante al del frotamiento rítmico de dos telas bastas. Más le valdría llevar pantalones largos. Lo que sucede es que tendría que acompañarle yo a comprárselos y me da vergüenza salir a la calle con él; aunque algún día me veré obligado a hacerlo, no puedo confinarlo a la casa y al jardín. Y de una vez por todas he de hacerme a la idea de que esta situación no es temporal, no se trata de algo pasajero, ¡helas!: lo voy a tener siempre conmigo, soy lo único que le queda en todo el mundo. He de reconocerlo: él tiene la totalidad de sus esperanzas depositadas en mí.

III

Por fin (confesaré que tras largas reflexiones y vacilaciones, a cual de índole más penosa, sí) me he decidido a seguirle en sus paseos por los campos de los alrededores. Y ya sé por qué va siempre vestido de negro, gris o azul marino: se cae, ¡se cae^con muchísima frecuencia! Más o menos cada veinticinco pasos. Y la única solución para que la ropa no se le vea excesivamente sucia es llevarla de tonos muy oscuros. No me había dado cuenta en todo este tiempo, pues hasta ahora casi siempre lo había visto quieto, por lo general desplomado en un sofá y enfrascado en sus abominables lecturas. No sé qué le podrá suceder, pero a él no parece preocuparle en absoluto: ni me lo ha comentado ni me ha pedido que lo lleve a un médico. Cada vez que se caía el espectáculo era excelente; lo he observado con mucha atención, y no tropieza, ni siquiera con sus propios pies; simplemente se cae (o quizá se deja caer agotado por el esfuerzo de caminar, aunque esto, bien mirado, es imposible: de ser así no saldría a dar paseos; y en ningún momento parecía fatigado). Sí, se cae, y si el terreno presenta algún desnivel o inclinación, rueda un par de metros. No se levanta inmediatamente, como sería de esperar, sino que una vez en el suelo permanece allí desparramado como si comprobara con regocijo la infalibilidad de la regla o contemplara con serenidad la puesta en práctica de su sino; pero, transcurridos estos segundos iniciales, da comienzo a una serie de agónicos movimientos que nunca son los mismos. Visto el gran número de caídas que sufre, lo natural sería que ya hubiese hallado un método gracias al cual le resultara sencillo incorporarse y que lo empleara siempre; y sin embargo no es así, cada vez intenta levantarse de una manera distinta. En una ocasión ha tratado de hacerlo estando boca arriba y sin ayudarse de las manos, a la manera de los atletas; le ha costado mucho, pero, inexplicablemente, al final lo ha conseguido. En otra, ha pretendido girar sobre el suelo para, aprovechando el impulso de sus propias vueltas, alzarse impetuosamente con el rostro enrojecido, no sé si por el esfuerzo o por la emoción. Debería decirle que la manera más fácil es: poniéndose boca abajo y apoyando las manos en el suelo. Pero si lo hiciera se enteraría de que he estado espiándole y podría imaginarse que me intereso por él. Y ya es bastante vanidoso, ya es bastante vanidoso. No lo puede ser más.

IV

He descubierto que lee biografías. ¡Biografías! ¿Qué gusto les encontrará? Tiene la habitación literalmente atestada de biografías, algunas, además, noveladas; hay varias de Metternich, me ha parecido ver por lo menos dos o tres; y otras de personajes tan irrelevantes y secundarios que ni siquiera estoy muy seguro de saber quiénes son: el emperador Jacques I de Haití, Carmen Sylva, el barón Jomini… Tal vez no las lea y simplemente las coleccione; eso podría explicar su nauseabunda in-discriminación. También tiene algunos libros de teatro, pero son todos muy malos, y las ediciones tan arrastradas que no dejan de llamar un poco la atención. Debe de ser comprador de quioscos. Ayer, para probarle, le ofrecí un tomito de poesías de Querubin y otro de Valéry y me los desdeñó. Me dijo que no le interesaban en absoluto, y al preguntarle yo por qué, me dio la espalda y prosiguió su lectura sin contestarme. Durante unos segundos de estupor dudé entre derribarle al suelo, sobre la alfombra, y golpearle hasta hacerle vomitar una respuesta o marcharme sin hacer ningún comentario. Finalmente opté por lo segundo, y lo cierto es que estoy arrepentido de mi presurosa decisión: ahora se envalentonará y se permitirá no responderme siempre que se le antoje. La única manera de impedir que semejante actitud se convierta en un hábito es no hacerle más preguntas, no dirigirle la palabra, ignorarlo. Me atrevería a presumir que tal medida acabaría por destrozarle los nervios y llevarle a una conducta diametralmente opuesta si no fuera por que la soledad y el silencio no parecen afectarle demasiado: se las arregla bien a solas. Tiene la cabeza hueca, eso es lo que le ocurre, aunque las notas que todos los meses se molesta en enseñarme como si a mí me interesara verlas parecen decir justamente lo contrario; debe de ser muy aplicado. Y he de reconocer que jamás me pide ayuda para nada.

V

Lo peor son las comidas. Ahora son más insoportables aún si cabe. Ya se ha dado cuenta de que yo hago lo inimaginable por no sentarme a la mesa hasta que él ha terminado, y ahora, después del postre, desdobla un periódico y se pone a hojearlo con desinterés para no abandonarlo, empero, hasta que yo he puesto punto final a mi almuerzo y enciendo un cigarrillo (con la intención de ahumarle y ahuyentarle, no tolera el olor). Y así, mientras él come solo y durante ese acto sin duda trascendental para sus humores goza de intimidad y no se ve importunado por nadie, yo me veo obligado a soportar sus miradas opacas, tanto más irritantes cuanto que nada revelan. Está mucho más atento a mis movimientos que al diario que con enorme soltura maneja entre sus manitas de cera; lo sé muy bien porque a veces, cuando no me queda vino en la copa, acerca con disimulo la botella hasta mis dominios; o si he acabado el primer plato, empuja la bandeja del segundo hasta que ésta tropieza con mi codo. Y juega con mi servilletero. Parece que se impacientara, que estuviera deseoso de despejar la mesa para utilizarla él; pero no, cuando he terminado se limita a quitarla sin la menor diligencia, y a continuación se queda merodeando a mi alrededor completamente desocupado, como si no tuviera otra cosa que hacer que vigilar mi digestión. He de variar mis costumbres: de ahora en adelante volveré a comer al mismo tiempo que él, será mejor que me acompañe a pesar de su estúpida chachara banal. Al menos de esa manera estaremos en igualdad de condiciones y yo no me sentiré tan cohibido por su presencia, pues ciertamente la opinión que uno pueda merecerle al otro en esos momentos delicados de la alimentación no será tan severa como la que él debe de albergar acerca de mí en la actualidad: ambas, en cierto modo, quedarán suspendidas al verse amenazadas por el juicio del otro comensal. El diario que siempre lee es deportivo.

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