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Una noche de amor

Mi vida sexual con mi mujer, Marta, es muy insatisfactoria. Mi mujer es poco lasciva y poco imaginativa, no me dice cosas bonitas y bosteza en cuanto me ve galante. Por eso a veces voy de putas. Pero cada vez son más aprensivas y están más caras, y además son rutinarias. Poco entusiastas. Preferiría que mi mujer, Marta, fuera más lasciva e imaginativa y que me bastara con ella. Fui feliz una noche en que me bastó con ella.

Entre las cosas que me legó mi padre al morir, hay un paquete de cartas que todavía despiden un poco de olor a colonia. No creo que el remitente las perfumara, sino más bien que en algún momento de su vida mi padre las guardó cerca de un frasco y éste se derramó sobre ellas. Aún se ve la mancha, y por tanto el olor es sin duda el de la colonia que usaba y no usó mi padre (puesto que se derramó), y no el de la mujer que se las fue mandando. Este olor, además, es el característico de él, que yo conocí muy bien y era invariable y no he olvidado, siempre el mismo durante mi infancia y durante mi adolescencia y durante buena parte de mi juventud, en la que estoy aún instalado o que aún no he abandonado. Por eso, antes de que la edad pudiera inhibir mi interés por estas cosas -lo galante o lo pasional-, decidí mirar el paquete de cartas que me legó y que hasta entonces no había tenido curiosidad por mirar.

Esas cartas las escribió una mujer que se llamaba o aún se llama Mercedes. Utilizaba un papel azulado y tinta negra. Su letra era grande y maternal, de trazo rápido, como si con ella no aspirara ya a causar impresión, sin duda porque sabía que ya la había causado hasta la eternidad. Pues las cartas están escritas como por alguien que hubiera muerto ya cuando las escribía, se pretenden mensajes de la ultratumba. No puedo por menos de pensar que se trataba de un juego, uno de esos juegos a los que son tan aficionados los niños y los amantes, y que consisten esencialmente en hacerse pasar por quien no se es, o, dicho de otro modo, en darse apelativos ficticios y crearse existencias ficticias, seguramente por el temor (no los niños, pero sí los amantes) de que sus sentimientos demasiado fuertes acaben con ellos si admiten que son ellos, con sus verdaderas existencias y nombres, quienes sufren las experiencias. Es una manera de amortiguar lo más pasional y lo más intenso, hacer como que le pasa a otro, y es también la mejor manera de observarlo, de ser también espectador y darse cuenta de ello. Además de vivirlo, darse cuenta de ello.

Esa mujer que firmaba Mercedes había optado por la ficción de enviarle su amor a mi padre desde después de la muerte, y tan convencida parecía del lugar o momento eterno que ocupaba mientras escribía (o tan segura de la aceptación de aquella convención por parte del destinatario) que poco o nada parecía importarle el hecho de confiar sus sobres al correo ni de que éstos llevaran sellos normales y matasellos de la ciudad de Gijón. Iban fechadas, y lo único que no llevaban era remite, pero esto, en una relación semiclandestina (las cartas pertenecen todas al periodo de viudez de mi padre, pero él jamás me habló de esta pasión tardía), es poco menos que obligado. Tampoco tendría nada de particular la existencia de esta correspondencia a la que ignoro si mi padre contestaría o no por la vía ordinaria, pues nada más frecuente que el sometimiento sexual de los viudos a mujeres intrépidas y fogosas (o desengañadas). Por otra parte, las declaraciones, promesas, exigencias, rememoraciones, vehemencias, protestas, encendimientos y obscenidades de que se nutren estas cartas (sobre todo de obscenidades) son convencionales y destacan menos por su estilo que por su atrevimiento. Nada de esto tendría nada de particular, digo, si no fuera porque a los pocos días de decidirme a abrir el paquete y pasar mi vista por las hojas azuladas con más ecuanimidad que escándalo, yo mismo recibí una carta de la mujer llamada Mercedes, de la que no puedo añadir que aún vive, puesto que más bien parecía estar muerta desde el principio.

La carta de Mercedes dirigida a mi nombre era muy correcta, no se tomaba confianzas por el hecho de haber tenido intimidad con mi progenitor ni tampoco incurría en la vulgaridad de trasladar su amor por el padre, ahora que éste había muerto, a un enfermizo amor por el hijo, que seguía y sigue vivo y era y soy yo. Con escasa vergüenza por saberme enterado de su relación, se limitaba a exponerme una preocupación y una queja y a reclamar la presencia del amante, quien, en contra de lo prometido tantas y tantas veces, aún no había llegado a su lado seis meses después de su muerte: no se había reunido con ella allí donde habían acordado, o quizá sería mejor decir cuando. A su modo de ver, aquello sólo podía deberse a dos posibles causas: a un repentino y postrer desamor en el momento de la expiración que habría hecho incumplir su palabra al difunto, o a que, en contra de lo dispuesto por él, su cuerpo hubiera sido enterrado y no incinerado, lo que -según Mercedes, que lo comentaba con naturalidad- podría, si no imposibilitar, sí dificultar el escatológico encuentro o reencuentro.

Era cierto que mi padre había solicitado su cremación, aunque sin demasiada insistencia (tal vez porque fue sólo al final, con la voluntad minada), y que sin embargo había sido enterrado junto a mi madre, ya que aún quedaba un sitio en el panteón familiar. Marta y yo lo juzgamos más propio y sensato y más cómodo. La broma me pareció de mal gusto. Arrojé la nueva misiva de Mercedes a la papelera y aún estuve tentado de hacer lo mismo con el paquete antiguo. El nuevo sobre llevaba sellos vigentes y matasellos también de Gijón. No olía a nada. No estaba dispuesto a exhumar los restos para luego prenderles fuego.

La siguiente carta no tardó en llegar, y en ella Mercedes, como si estuviera al tanto de mi reflexión, me suplicaba que incinerara a mi padre, pues no podía seguir viviendo (así decía, seguir viviendo) en aquella incertidumbre. Prefería saber que mi padre había determinado no reunirse finalmente con ella antes que seguir esperándole por toda la eternidad, quizá en vano. Aún me hablaba de usted. No puedo negar que aquella carta me conmovió fugazmente (esto es, mientras la leía y no luego), pero el conspicuo matasellos de Asturias era algo demasiado prosaico para que pudiera ver todo aquello como otra cosa que una broma macabra. La segunda carta fue también a la papelera. Mi mujer, Marta, me vio romperla, y preguntó:

– ¿Qué es eso que te ha irritado tanto? -Mi gesto debió ser violento.

– Nada, nada -dije yo, y cuidé de recoger los pedazos para que no pudiera recomponerla.

Esperaba una tercera carta, y justamente porque la esperaba tardó en llegar más de lo previsto o a mí la espera se me hizo más larga. Era muy distinta de las anteriores y se asemejaba a las que había recibido mi padre durante un tiempo: Mercedes me tuteaba y se me ofrecía en cuerpo, que no en alma. «Podrás hacer lo que quieras conmigo», me decía, «cuanto imaginas y cuanto no te atreves a imaginar que puede hacerse con un cuerpo ajeno, con el del otro. Si accedes a mi súplica de desenterrar e incinerar a tu padre, de permitir que se pueda reunir conmigo, no volverás a olvidarme en toda tu vida ni aun en tu muerte, porque te engulliré, y me engullirás.» Creo que al leer esto por vez primera me ruboricé, y durante una fracción de segundo cruzó por mi cabeza la idea de viajar a Gijón, para ponerme a tiro (me atrae lo insólito, soy sucio en el sexo). Pero en seguida pensé: «Qué absurdo. Ni siquiera sé su apellido.» Sin embargo esta tercera carta no fue a la papelera. Aún la escondo.

Fue entonces cuando Marta empezó a cambiar de actitud. No es que de un día para otro se convirtiera en una mujer ardiente y dejara de bostezar, pero fui advirtiendo un mayor interés y curiosidad por mí o por mi cuerpo ya no muy joven, como si intuyera una infidelidad por mi parte y estuviera alerta, o bien la hubiera cometido ella y quisiera averiguar si también conmigo era posible lo recién descubierto.

– Ven aquí -me decía a veces, y ella nunca me había solicitado. O bien hablaba un poco, decía por ejemplo-: Sí, sí, ahora sí.

Aquella tercera carta que prometía tanto me había dejado a la espera de una cuarta aún más que la segunda irritante a la espera de la tercera. Pero esa cuarta no llegaba, y me daba cuenta de que aguardaba el correo diario con cada vez mayor impaciencia. Noté que sentía un vuelco cada vez que un sobre no llevaba remite, y entonces mis ojos iban rápidamente hasta el matasellos, por ver si era de Gijón. Pero nadie escribe nunca desde Gijón.

Pasaron los meses, y el día de Difuntos Marta y yo fuimos a llevar flores a la tumba de mis padres, que es también la de mis abuelos y la de mi hermana.

– No sé qué pasará con nosotros -le dije a Marta mientras respirábamos el aire puro del cementerio sentados en un banco cercano a nuestro panteón. Yo fumaba un cigarrillo y ella se controlaba las uñas estirando los dedos a cierta distancia de sí, como quien impone calma a una multitud-. Quiero decir cuando nos muramos, aquí ya no queda sitio.

– En qué cosas piensas. Miré a lo lejos para adoptar un aire ensoñado que justificara lo que iba a decir y dije:

– A mí me gustaría ser enterrado. Da una idea de reposo que no da la incineración. Mi padre quiso que lo incineráramos, ¿recuerdas?, y no cumplimos su voluntad. Debimos seguirla, creo yo. A mí me molestaría que no se cumpliera la mía, de ser enterrado. ¿Qué te parece? Deberíamos desenterrarlo. Así, además, habría sitio para mí cuando muera, en el panteón. Tú podrías ir al de tus padres.

– Vamonos de aquí, me estás poniendo enferma.

Echamos a caminar por entre las tumbas,en busca de la salida. Hacía sol. Pero a los diezo doce pasos yo me detuve, miré la brasa de mi cigarrillo y dije:

– ¿No crees que deberíamos incinerarlo?

– Haz lo que quieras, pero vamonos ya de aquí.

Arrojé el cigarrillo al suelo y lo sepulté en la tierra, con el zapato.

Marta no estuvo interesada en asistir a la ceremonia, que careció de toda emoción y me tuvo a mí por solo testigo. Los restos de mi padre pasaron de ser vagamente reconocibles en un ataúd a ser irreconocibles en una urna. No pensé que hiciera falta esparcirlos, y además, hacer eso está prohibido.

Al regresar a casa, ya tarde, me sentí deprimido; me senté en el sillón sin quitarme el abrigo ni encender la luz y me quedé allí esperando, musitando, pensando, oyendo la ducha de Marta a lo lejos, quizá reponiéndome de la responsabilidad y el esfuerzo de haber hecho algo que estaba pendiente desde hacía tiempo, de haber cumplido un deseo (un deseo ajeno). Al cabo de un rato mi mujer, Marta, salió del cuarto de baño con el pelo aún mojado y envuelta en su albornoz, que es rosa pálido. La iluminaba la luz del baño, en el que había vaho. Se sentó en el suelo, a mis pies, y apoyó la cabeza húmeda en mis rodillas. Al cabo de unos segundos yo dije:

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