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– ¿No deberías secarte? Me estás mojando el abrigo y el pantalón.

– Te voy a mojar entero -dijo ella, y no llevaba nada debajo del albornoz. Nos iluminaba la luz del baño, a lo lejos.

Aquella noche fui feliz porque mi mujer, Marta, fue lasciva e imaginativa, me dijo cosas bonitas y no bostezó, y me bastó con ella. Eso nunca lo olvidaré. No se ha vuelto a repetir. Fue una noche de amor. No se ha vuelto a repetir.

Unos días después recibí la cuarta carta tanto tiempo esperada. Todavía no me he atrevido a abrirla, y a veces tengo la tentación de romperla sin más, de no leerla jamás. En parte es porque creo saber y temo lo que dirá esa carta, que, a diferencia de las tres que me dirigió Mercedes con anterioridad, tiene olor, huele un poco a colonia, a una colonia que no he olvidado o que conozco bien. No he vuelto a tener una noche de amor, y por eso, porque no se ha vuelto a repetir, tengo a veces la extraña sensación, cuando la rememoro con añoranza e intensidad, de que aquella noche traicioné a mi padre, o de que mi mujer, Marta, me traicionó a mí con él (quizá porque nos dimos apelativos ficticios o nos creamos existencias que no eran las nuestras), aunque no cabe duda de que aquella noche, en la casa, en la oscuridad, sobre el albornoz, sólo estábamos Marta y yo. Como siempre Marta y yo.

No he vuelto a tener una noche de amor ni me ha vuelto a bastar con ella, y por eso también sigo yendo de putas, cada vez más caras y más aprensivas, no sé si probar con los travestidos. Pero todo eso me interesa poco, no me preocupa y es pasajero, aunque haya de durar aún. A veces me sorprendo pensando que en su momento lo más fácil y deseable sería que Marta muriera antes, porque así podría enterrarla en el sitio del panteón que quedó vacante. De este modo no tendría que darle explicaciones sobre mi cambio de parecer, pues ahora deseo que se me incinere y no se me entierre, en modo alguno que se me entierre. Sin embargo no sé si ganaría algo con eso -me sorprendo pensando-, pues mi padre debe de estar ocupando su puesto junto a Mercedes, mi puesto, por toda la eternidad. Una vez incinerado, así pues -me sorprendo pensando-, tendría que acabar con mi padre, pero no sé cómo puede acabarse con alguien que ya está muerto. Pienso a veces si esa carta que aún no he abierto no dirá algo distinto de lo que imagino y temo, si no me daría ella la solución, si no me preferirá. Luego pienso: «Qué absurdo. Ni siquiera nos hemos visto.» Luego miro la carta y la huelo y le doy vueltas entre mis manos, y al final acabo escondiéndola siempre, sin abrirla aún.

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