Hoy ha regresado del veraneo; viene muy tostado por el sol del sur y con ropa de colores claros que, al parecer, le han regalado, como a los demás, los responsables del coro, sus amigos y protectores. Me ha traído un fósil envuelto en un pañuelo de carísimo madapolán, y lo único que se me ha ocurrido ha sido ponerlo encima de mi mesa de trabajo a guisa de pisapapeles. Antes de la cena he ido a su cuarto para devolverle el pañuelo y, tras decirme que no tenía apetito y que hiciera el favor de no esperarle, se me ha quedado mirando torvamente: no quiero pensar, por su propio bien, que con desprecio. No debe de haberle gustado la misión que le he encomendado a su piedra, pero, ¿qué quería que hiciese con ella? ¿Para qué necesito yo un fósil? Y, además, ¿por qué me tiene que hacer regalos? ¿Acaso le he hecho yo alguno? Jamás. Yo nunca le he dado nada que no fuera imprescindible, que no entrara en mis obligaciones; ahora supongo que estoy en deuda con él y tendré que hacerle un obsequio. Ya está: le regalaré una biografía de Ponce de León; o si no, un estuche con compás, tiralíneas y bigoteras, para que se distraiga con provecho. ¿O quizá un disco de 33? ¿Una caja de insectos? ¿Un uniforme? ¿Un disfraz de torero? ¿O tal vez algo más útil, por ejemplo un albornoz? Lo más probable es que, por provenir de mí, nada de lo que le lleve sea de su agrado. Intuyo que hasta sería capaz de (a escondidas y después de recibir el presente con indiferencia) salir a la calle y comprárselo de nuevo para más tarde, cuando la devolución fuera ya infactible, comunicarme que había olvidado que desde hacía tiempo tenía uno igual; tanto tiempo que lo había olvidado. Este temor me fuerza a devanarme los sesos sin justificación y a pensar en algo único que sus múltiples recursos no sepan imitar ni repetir.
Ya sabía yo que un día de estos iba a depararme alguna sorpresa; llevaba cerca de una semana inquieto y desasosegado, evitando encontrarse conmigo para así no exponerse a caer en la tentación de formular verbalmente el ruego que me tenía reservado; aplazando el momento de dar un primer paso, de hacer su petición y de, con ello, reconocer final y abiertamente que aunque las apariencias estén muy lejos de subrayarlo, se halla a merced de mis designios y mis órdenes. Hoy ya no ha podido eludir el compromiso, tal vez porque desde el exterior le han presionado, impacientados por la demora injustificada, por el incumplimiento de lo prometido. Parece que, en contra de mis previsiones, incluso de mis vaticinios y deseos, no se ve rehuido en demasía: puede que posea algún encanto o aliciente que yo he sido incapaz de apreciar o descifrar, pues para encontrárselo hace falta sin duda una concepción en cierto modo matemática del mundo, habilitada para convertirlo todo en módulos y en congruencia. Debe de cumplir con unos requisitos muy difíciles de reunir, pero ignoro cuál podrá ser la combinación deseada para que él, precisamente él, haya logrado proporcionarla. Le he dado permiso y calculo que he hecho bien: así me estará agradecido por mi magnanimidad y se verá en la obligación moral de demostrarme su gratitud de alguna manera que yo mismo me encargaré de sugerirle y que tal vez consiga devolverme parte, al menos, de mis energías. Sí, parecerá un contrasentido, pero le he concedido lo que anhelaba. Y además, lo he hecho con gran astucia y no poca elegancia, como si en realidad me extrañara sobremanera que me pidiese permiso para semejante bagatela. Y sin embargo, ¡ay de él si no me lo hubiera pedido!
Hacía casi tres años, desde que él llegó prácticamente, que nadie entraba por la puerta de esta casa. La desbandada fue general y no hubo gratificantes excepciones. Han llegado todos juntos, debían de haberse citado previamente en una esquina o (quién sabe) en un café; han pulsado el timbre con más fuerza de la indispensable y yo me he apresurado a ir a abrir para echarles una ojeada, aprovechándome de una caída del energúmeno, que ya se precipitaba hacia la entrada con gran alborozo. He hecho bien, porque luego me ha resultado imposible atisbar ni oír nada. Y además he de confesar que, pese a estar al acecho, tampoco me he enterado de en qué momento se han marchado, tan sigilosos han sido. Eran tres y parecían normales; su aspecto era un poco desaliñado, pero normal dentro de todo, consecuencia de su ingrata edad. Uno de ellos, en eso me he fijado, lucía bigote, y los tres llevaban cajas bajo el brazo, aunque no he conseguido ver qué clase de cajas eran ni qué forma exacta tenían. Al principio pensé que tal vez fueran instrumentos musicales y que venían dispuestos a acompañarle en sus ensayos, pero no, en toda la casa no ha sonado una sola nota; en consecuencia no sé qué es lo que habrán estado haciendo. Y me muero de ganas de saberlo. Esta noche, durante la cena, se lo preguntaré, y como me debe el favor no osará negarse a contestarme. Y si se niega, tomaré medidas muy severas y esta vez ya me cuidaré yo de que no pueda esquivarlas. Pensándolo bien, el castigo se lo tiene ya más que merecido: debería… ¡sí, debería haberme presentado!
Ya no sé qué hacer. Cada vez hay más fiestas, se suceden sin apenas interrupción, mi vida en la actualidad transcurre en medio de una fiesta a la que por lo demás no se me ha invitado; aunque sería más propio decir junto a una fiesta; me sientí) como el inquilino del piso contiguo al del insaciable anfitrión, como ese inquilino que sufre tanto de insomnio como de envidia; aveces, lo más, como un vecino que no tanto a causa de sus méritos o encantos personales cuanto de su proximidad, ha ido a parar por accidente al vestíbulo, ha llegado hasta la antesala de la fiesta probablemente animado a pasar en el momento culminante por algún personaje que de manera indebida se ha arrogado el derecho a convidarle de una forma verbal e improvisada, sobre la marcha; como ese vecino que, sin embargo, no se atreve a acceder: remolonea en el umbral especulando con su suerte, aguardando una insistencia que en aquel ámbito le dote de identidad para, finalmente, rehusar. Y lo más indignante es que las fiestas, bien mirado, no son tales a pesar de los inequívocos preparativos; quiero decir que en ellas (o junto a ellas) no se puede pasar inadvertido; las conversaciones, escasas e infrecuentes, se celebran en voz muy baja y nunca entre más de dos personas a la vez. Si alguien habla, los demás prestan atención y no intervienen hasta que un nuevo tema se ha propuesto y se ha efectuado el reparto de papeles. Se diría un seminario. Todo esto lo infiero del tono de las reuniones, lo único que puedo percibir: la puerta permanece invariablemente cerrada con pestillo y, cuando llamo, el silencio se va haciendo de manera acompasada: el diálogo o el discurso quedan al instante interrumpidos y dan paso a unos murmullos que yo calificaría de deliberatorios para que, finalmente, sólo su voz se eleve (de un modo que delata el carraspeo previo, la artificialidad) y pregunte: ¿quién es?, sabiendo a la perfección que sólo se puede tratar de mí. El otro día, en lugar de dar la consabida respuesta y agregar un requerimiento o una petición superflua y rebuscada que nunca logran sus propósitos de justificar mi acción, me quedé callado y volví a golpear la puerta con los nudillos para forzarle a abrir. Así lo hizo, pero con tanta cautela y avaricia que únicamente me fue permitido ver uno de sus ojos color sepia y un considerable volumen de carne que debía de pertenecer a su mejilla derecha. Sin embargo, algo saqué en limpio: su mirada, dentro de la inexpresividad habitual, denotaba por una parte soberbia y por otra temor. Este último sentimiento es lo único que todavía puede salvarme, y yo, víctima del escepticismo, había descartado su existencia.
Si sólo se trata de un problema de cotidianeidad, entonces estoy irremisiblemente perdido, pues nada se puede hacer para solucionarlo; mi esperanza es que, por el contrario, sólo pueda resolverse desde las alturas más sublimes, mediante un gran salto (en el vacío, sí, pero matemáticamente calculado) que me haga estar donde está él y le obligue, al ver invadido su propio espacio de terreno y ser él un personaje que no puede admitir más que su opuesto, a trasladarse al único-otro lugar donde aún sería capaz de sostenerse en pie, donde todavía podría seguir vistiendo sus galas y satisfaciendo sus pruritos como si nada hubiera sucedido. Pero si una vez en ese lugar, el que yo ocupo y me corresponde según la ley y la tradición, todo efectivamente continuara como si nada hubiera sucedido, ¿habría sucedido algo en realidad? ¿Habría servido de algo el trabajoso y aventurado intercambio habida cuenta de que ignoro, aún hoy, quién goza de la posición más favorable, de privilegio? ¿De que no sé si su malestar, por no decir inaudito tormento, es superior o quizá inferior al mío? ¿Y de que él, en tanto que morador de mi morada, podría verse tentado (aún es más: obligado) a llevar a cabo la misma, idéntica operación más adelante, anulando así los siempre dudosos efectos de mi arriesgada maniobra? Todos estos interrogantes llevan implícita la respuesta en su propia formulación; todo este desconocimiento de las circunstancias sólo tiene de ello la apariencia, con la que yo trato de revestir de ignorancia algo que, precisamente al poder constatarse como tal, ha dejado ya de serlo. Estos párrafos, por tanto, huelgan.
La brillantez con que ha ganado el concurso me da que pensar. No es que dudara de sus condiciones, menos aún de su buena y concienzuda preparación; de hecho tengo que reconocer que aun cuando no estaría en modo alguno dispuesto a concederle el adjetivo de excelente, su voz no es mala. Considerando los términos y la índole de nuestra relación, lo consecuente habría sido que me hubiera resultado imposible soportar sus afanosos ensayos, plenos de tenacidad, que se prolongan monótonamente a lo largo del día sin apenas pausa ni cesación; y sin embargo, puedo afirmar que si bien tampoco me llaman lo suficiente la atención como para prestarles oído, han llegado a formar parte de los sonidos naturales de la casa, como el tictac del reloj, los cambios de humor de la nevera o los timbres de las bicicletas que circulan por la vecindad; es decir, me pasan inadvertidos. Sólo cuando practica el tremolo o el vibrato con excesivos denuedo y rigor logra que mis pensamientos, alarmados por los alaridos, se distraigan y confundan. Esta tolerancia para con sus ensayos, tan sesudos, se vio no obstante disminuida tras tener ocasión de contemplarle un día, de manera absolutamente accidental, en medio de su conmoción. Deambulaba yo de un lado a otro del jardín aprovechando el magnífico sol para examinar un documento al aire libre cuando, al pasar junto a la ventana de su habitación, su voz, que hasta aquel momento había desatendido como de costumbre pese a su insistencia en hacerse notar, produjo una fuerte vibración en los cristales, sobresaltándome. Me detuve y, a escondidas, atisbé el interior del cuarto: lo primero que vi fue un gran desorden; los libros yacían amontonados en pilas de gran altura, algunos desparramados por el suelo; una silla estaba caída y todos los cuadros ladeados; algunas gotas de leche se habían vertido sobre la alfombra. Y allí estaba él, enorme, provocador, inmerso en los dominios de la vanagloria y probando el alcance de sus facultades: semidesnudo, con tan sólo una camiseta que a duras penas le llegaba a la cintura, tenía los brazos extendidos hacia adelante, las cortas manos carnosas insuficientes para expresar toda la turbación de su despliegue; con una rodilla apoyada en la alfombra, su pasión contrastaba con los innecesarios e inverosímiles esfuerzos que se veía obligado a hacer para, desde su encogida posición, pasar las hojas de la partitura sin perder el equilibrio (el atril se encontraba a la altura del pecho de una persona que está de pie). Su cuerpo, amarillento y rebosante, se tambaleaba de un lado a otro con pesadez acompañando la intensidad de las sucesivas notas, proferidas con inagotable sentimiento pero privadas de toda razón. Era la imagen de la desmesura y el derroche, de la enajenación y el pavor. Sudoroso, desgafiitándose sin que nada le importara o concerniera, sin duda se había olvidado hasta de su propia existencia en aras no tanto de la música que interpretaba cuanto de la dificultad que, por su propia voluntad, entrañaba la escenificación. La voz (hasta entonces siempre mediada y velada por pasillos, puertas y salones), de una potencia que escapaba a mi comprensión, no parecía provenir de su garganta, invitaba a suponer un fraude; pero la certeza de que efectivamente era suya me hacía penetrar en el reino de la incoherencia y me golpeaba la cabeza como un mazo empuñado por la sinrazón. Sus carnes blandas, llanas, incapaces de alcanzar el retorcimiento a que aspiraban, se conformaban con el suave balanceo que como único resultado daban sus pretensiones de agitación. Así, el encrespamiento de la voz no se dejaba asociar a la molicie de la figura, gruesa y extraña, sin edad ni género, en verdad ajena al entendimiento. Si en aquellos momentos él hubiera reparado en mi presencia, si tan sólo la hubiera adivinado o intuido, no sé qué habría sido de mí. Tal vez, sumido en el trance, mi persona habría resultado inasequible a su percepción, y en el mejor de los casos sólo habría atinado, tras vislumbrarme, a desvanecerse, acongojado por la revelación de una objetividad inopinada con la que no había contado. Tal vez no, tal vez se habría abalanzado sobre mí y me habría destrozado sin por ello interrumpir el canto: sí, sus movimientos demoledores se habrían acoplado a la melodía y yo habría pasado a formar parte de la representación, único ámbito en el que podría habérseme dotado de sentido. Tras esta visión, lo natural, en efecto, habría sido que desde entonces ya no hubiera podido soportar sus estentóreos y vertiginosos vibratos: que me hubieran traído a la memoria la imagen de su espantosa transformación. Si no es así, ello es debido a que la escena sufrió una alteración y obtuvo un desenlace que cambiaron su signo en mi recuerdo, confiriéndole un carácter más benigno: en medio de la jactanciosa dilación de su crescendo, cuando todavía el punto culminante estaba lejos, su rodilla flaqueó como la navaja mal clavada en la madera y cayó en tromba arrastrando el atril, la partitura, una silla y el colchón. Quedó tendido en el suelo, estupefacto; la cabeza, levantada, trataba de formar ángulo recto con el tronco en su vano intento de descubrir alguna causa externa que hubiera precipitado su aparatoso derrumbamiento, inesperado a todas luces esta vez. La partitura se había cerrado al caer. Entonces se levantó poseído de un rencor sin destinatario y, tras asumir el desbarajuste del contorno, inició de nuevo el despliegue aspaventoso y amenazador, no por hacerlo iracundo y ya sin fe con menos vigor, arrojo y exactitud.