Todavía no salgo de mi asombro pese a que después de tantos años nada debería haberme sorprendido, menos aún después de haber comprobado que su estado habitual es el de enajenación. Bien es verdad que la posibilidad de un enfrentamien-to explícito y directo no escapaba al círculo de mis conjeturas, pero tampoco es menos cierto que la tenía por la más remota de todas ellas: los prolongados años de taciturnidad, la convivencia (de manera inexpresa, pero) ya estatuida sobre la base del supuesto mutuo y de la arbitraría predicción que descarta lo predicho, la delimitación de los terrenos no por impuesta menos inviolable, la habían relegado al último lugar. Si hubiera seguido al pie de la letra los preceptos que rigen el futuro, no otra cosa se me habría aparecido más probable, semejante posibilidad habría pasado a ocupar el primer término, se habría convertido en la certidumbre inapelable de lo que me aguardaba; pero, ¿cómo seguir esos preceptos infalibles sin con ello invalidar su contenido? Lo que más me duele es no haber sabido responder, enmudecido por la incredulidad, a su mendacidad y a su impudencia. Diríase falta de experiencia, más bien fue estupefacción desprevenida, disculpable en toda circunstancia, ¿no es así? Me comunicó, con un día de antelación, que deseaba hablar conmigo, tener unas palabras, pero se negó a especificar el tema hasta, según su propia expresión, haber meditado cabalmente lo que tenía que decirme. Veinticuatro horas más tarde comprendí que lo que había hecho durante ese tiempo no era meditar, sino memorizar: con el aspecto reluciente de quien se dispone a asistir a su primera fiesta, tan bien peinado, arreglado y compuesto como no lo había visto jamás, se presentó en mi despacho a la hora convenida y a mi provocador y bien?, contestó sin ningún preámbulo con un discurso resoluto, desafiante, audaz, perfectamente elaborado, en el que se adivinaba la académica puntuación de la escritura y en el que, a lo largo de los quince minutos que duró, no cesó de acusarme, con la pedantería que los mismos términos proclaman, de iniquidad, contumacia, protervia y prevaricación. De esas cuatro cosas precisamente, esos fueron los sustantivos que utilizó. Expuso los motivos que le habían impulsado a aventurarse de aquella manera y se quejó de mi inaccesibilidad a sus prodigados detalles y a su evidente voluntad de acabar con los recelos y tensiones que ya hacían insufrible la enemistad. El texto recitado, salpicado aquí y allá de metáforas inútiles por su transparencia, era, sin embargo, arrogante y duro, estaba enteramente desprovisto de los tonos de la súplica, lo dictaba la exigencia. Las razones se sucedían ordenadamente y no faltó algún que otro silogismo de baja factura. Sus quejas, dentro de una exageración que lindaba con la falacia, no eran injustas ni disparatadas desde su posición; pero él ignora que desde la mía sólo son improcedentes y una desfachatez: aún no está en edad de comprender que me ha hecho la vida imposible, que su mera presencia es un tormento, que ha arruinado mi fulgurante y prometedora carrera, que además, con su alegato, no ha hecho más que agravar todo el asunto, que ahora ya es irremediable que acabe con él cuando llegue el momento, que por su culpa he sido víctima de la mediocridad y del desánimo, que sé muy bien que tras de su corrección se ocultan la perfidia y el rencor. No se da cuenta tampoco de que con su denuncia es ahora más endeble y vulnerable, que a mis ojos su prestigio se ha perdido para siempre; más que de prestigio habría que hablar de avasallamiento y tiranía, de inexpugnabilidad, de despotismo, de terquedad, de inmundicia y de impiedad. ¡Ah, el día que yo pueda hacer caer sobre ti todo el peso de la ley no escrita, ese día te arrastrarás jadeante ante mis pies y lamentarás cada palabra pronunciada en medio de tu locura precoz!
Insospechadamente se me ha afeado mi conducta; sólo ha sido una tímida insinuación no exenta de respeto, pero ha bastado para que el pálido y exiguo velo del disimulo cayera hecho jirones, dejando al descubierto su recóndito afán; se me ha afeado mi conducta para con él, y ese es el resultado de haber permitido que una desconocida al fin y al cabo penetrara en mi casa y en mi intimidad y gozara de una confianza otorgada sin cortapisas ni recelo que ahora me veré obligado a retirarle: haciendo caso omiso de los atenuantes, de sus invocaciones a un ayer que ya carece de memoria, y a pesar de su bisoñería. No puedo ser condescendiente con ella, y sus visitas deben cesar inmediatamente, tocar a su fin definitivo antes de que sus descabelladas proposiciones lleguen a oídos de él y encuentren un eco no por mitigado enteramente inocuo. No hay mayor peligro que el de la connivencia. Yo, al hacerle mi narración, no le pedía ni su interpretación ni su opinión, ni tan siquiera comprensión: sólo, si acaso, solicitaba un interés por mi persona que, por otra parte, parecía ya haber manifestado en algunos campos de manera bien sobrada; fue eso, su tenacidad y no otra cosa, lo que en verdad le despejó el camino hasta mi alcoba, que llenó (y se lo agradezco) de fragancia y esplendor. Pero a todo bienestar le corresponde un exceso que lo troca en malestar, y para delimitar sin riesgo y con precisión la longitud del trayecto que se puede recorrer en uno y otro sentido indistintamente antes de hollar el enfangado terreno donde ceden los rieles, se requieren grandes dosis de talento y tacto, mucho mayores de las que (y lo lamento) mi preciosa admiradora parece haber conseguido reunir a lo largo de su breve y lozana existencia. Lo que aún no sé es cómo decírselo: comunicarle que nuestras entrevistas van a quedar no interrumpidas, ni espaciadas (mal menor), sino para siempre canceladas, es tarea delicada, y pienso si no sería más prudente no dar (sí, injustamente) ni aviso ni explicación de mi brusca decisión: aun a expensas de tener que soportar un asedio tanto más insulso cuanto que estaría guiado por la miopía del desconcierto. Si yo fuera capaz de desterrar todo afecto y sentimiento y entregarme a la irrisión, el proceso, sin embargo, podría resultarme divertido: ya la veo haciendo llamadas telefónicas que el energúmeno, provisto de órdenes tajantes, se encargaría de contestar con enorme ambigüedad; enviando billets-doux que tal vez, si estuviera dispuesto (cosa que dudo) a participar en la comedia, le mostraría a él para compartir mi regocijo y mi hilaridad; aporreando la puerta incansablemente con el cabello alborotado: la combinación, mal puesta expresamente, estoy seguro de que le asomaría por debajo de la falda. Más tarde, la actitud contraria: amenazas de abandono definitivo, ignorando (o haciendo como que ignora, engañándose a sí misma, perdida ya por la ilusión) que es ella quien ya lo está; imprecaciones abstru-sas que acabarían por erigirse en disparates, por alcanzar tan graciosa dimensión; tremendos esfuerzos y complicados arabescos para lograr que yo esté al tanto de sus inofensivas aventuras, no dictadas por el gusto sino por la estrategia; y a todo ello yo respondería siempre con el silencio, ¡con el silencio, que ella vería al principio como espejismo de claudicación! Hasta tal punto sería cruel que al final, harta y aburrida y deseosa de variación, se retiraría del escenario con alivio; pero también con la eterna amargura del desconocimiento, sin saber las causas ni las condiciones de mi abandono y con la certeza y el rubor de haber perdido tanto el tiempo como la dignidad. Demasiadas vejaciones para mi pacífico corazón. No me atrevería, no tendría el valor suficiente para llevar a cabo semejante felonía. No, no, no, ni hablar del peluquín.
Él está arriba, en el escenario, vestido a la usanza del XVIII; lleva una larga nariz postiza, algo curvada, que le hace parecer un viejo gruñón. En este justo momento se la quita y saluda al público (que lo aclama) con una inclinación no desprovista de gracia a pesar de su obesidad. El público, ante el desenmascaramiento, intensifica la ovación. No es para tanto. Mira a su derecha, donde, un poco rezagada, se halla la jovencísima soprano que, como él, hace su debut oficial, y la coge de la mano para que salude al mismo tiempo: hasta ahora, cuando el uno subía el otro bajaba y viceversa. Es fea, pero desde la distancia a que me encuentro es imposible determinar en qué consiste su fealdad. Se ha quitado, ella también, la cofia y el delantal: se despoja del disfraz más accesorio y ahora deja enteramente al descubierto su vestido rojo de terciopelo, impropio de una criada (el atrezzo no ha sido de lo mejor); hace unas reverencias muy rápidas y seguidas, como si la estuvieran esperando fuera del teatro y tuviera prisa por terminar. El, mi ahijado, impide además que se la vea muy bien: llena la reducida escena con su descomunal figura, y gracias al colorido de su maquillaje, exagerado sin duda alguna para llamar más la atención (supongo que asimismo ese es el motivo por el que durante su última intervención apareció con una ridicula botarga en lugar de los tradicionales calzones que había llevado a lo largo de toda la obra), logra que todas las miradas se dirijan y fijen en él. A mi lado está su prometida, que aplaude con fervor; le brillan los ojos, llenos de admiración, y el orgullo la hace palmotear a un ritmo distinto del de la concurrencia. Se le cae un guante al suelo sin que lo advierta, y yo me agacho a recogérselo y se lo tiendo, pero ella, entusiasmada, arrebolada, sigue sin darse cuenta ni de la pérdida ni de mi movimiento de recuperación. Yo insisto con la mano derecha extendida, pero es inútil, su arrebato me está jugando una mala pasada: varias personas me miran de reojo y con censura al ver que no estoy aplaudiendo, de modo que finalmente me meto el guante debajo del brazo y reanudo mis aplausos al tiempo que lanzo un vítor que esclarezca mi posición. Estoy en la tercera fila del patio de butacas y tengo que volverme si quiero ver la expresión de los rostros del público. Se muestra jubiloso y satisfecho con la representación, aunque observo que los entendidos ya han dejado de aplaudir e intercambian impresiones entre sí. ¡Cómo me gustaría oírles! Cuando vuelvo de nuevo la vista hacia el escenario, los tres han desaparecido, pero al cabo de unos segundos salen otra vez, ahora ya sólo él y la soprano, sin el mudo; repiten varias veces más la operación mientras me pregunto si al final saldrá sólo uno de ellos o si siempre lo harán los dos, probando así sus deseos de equidad. Por fin obtengo la respuesta que en realidad ansiaba: aparece sólo él. Se ha quitado la peluca y ofrece su aspecto habitual, la cabeza bien rapada, con la raya a la derecha. Exultante, prodiga las reverencias en honor del auditorio, como todos los noveles envía besos a los palcos, y no dirige nunca, ni una vez, la mirada hacia el lugar donde estoy yo con su prometida; espero que ella también advierta el pormenor y entonces me haga algún comentario, me preste un poco de atención. Así tendré ocasión de entregarle el guante, que se me está arrugando debajo del brazo; pero no puedo sacarlo de ahí si quiero ser el último en dejar de aplaudir; tengo que hacerlo, o si no ella tal vez piense (no sé qué le habrá contado él acerca de mí, pero es obvio que no me profesa grandes simpatías) que la envidia ha hecho presa en mí y que me niego a reconocer y sancionar su triunfo desorbitado. Estoy convencido de que ni ella misma tenía excesiva confianza en el éxito. ¡Atiza! Me tefñp que va a dar un encoré. No, afortunadamente no estaba previsto: la ovación va menguando y él parece que se va a retirar ya. Aún le está estrechando la mano al director; ahora a los violines, al clavicordio, a los dos trompetas, que ya desaparecían por la puerta del fondo, y ha sido él quien los ha retenido para que saludaran todos juntos. Ahora ya sí, se ha quedado el último y, sin darle en ningún momento la espalda al auditorio, se encamina tanteando con los pies hacia la salida. ¡Cuidado, cuidado! ¡Lo veo venir! Se ha enganchado en un atril, tropieza, se ve en un aprieto, da un traspiés, se bambolea hacia atrás, intenta mantener el equilibrio apoyándose en los platillos que hay en un rincón, ¡cielos!, los va a arrastrar en su caída… ¡cae! El público, que ya se encaminaba hacia la calle, se vuelve sorprendido por el estruendo. Su prometida, alarmada, emite una ahogada exclamación y se lleva las manos a la cabeza: se le ha caído el otro guante.