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Recuerdo que en este punto me levanté y golpeé de nuevo la puerta con la palma de mi mano izquierda. Iba a volver a gritar, pero decidí tomar ejemplo del mayordomo, que hablaba con mucha calma, como si estuviéramos del otro lado del ascensor, esperándolo. Me quedé de pie, como él, y le pregunté:

– ¿Y de qué conversan?

Dijo el mayordomo:

– Oh, me hace algún comentario sobre algo que ha leído en una revista o sobre algún concurso que ha visto en la televisión, está loca por uno que hay todas las tardes a las siete y media, justo antes de que vuelva el señor, está loca por Family Feud , hace que todo se pare a las siete y media para verlo con extremada atención. Apaga las luces, descuelga el teléfono, durante la media hora que dura Family Feud nosotxos podríamos hacer cualquier cosa en la casa, prenderle fuego, no se enteraría; podríamos entrar en su dormitorio, donde ella lo ve, y quemar la cama a sus espaldas, no se enteraría. En esos momentos sólo existe la pantalla de televisión, sólo he visto esa capacidad de abstraerse en los niños, ella es un poco infantil. Mientras ella ve Family Feud yo podría cometer un asesinato a sus espaldas, podría degollar alguna de nuestras gallinas y esparcir las plumas y derramar la sangre sobre sus sábanas, ella no se enteraría. Al cabo de su media hora se levantaría, miraría a su alrededor y pondría el grito en el cielo, ¿de dónde ha salido esta sangre, de dónde estas plumas, qué ha sucedido aquí? En modo alguno me habría visto degollar a la gallina. Podríamos robar, cuadros, muebles, alhajas, podríamos traer a nuestras amigas o amigos y celebrar una orgía en su propia cama, mientras ella mira Family Feud . Claro está que no lo hacemos, porque es también la cama del señor, al que todos queremos y respetamos. Pero imagínese, y no exagero, mientras ella ve Family Feud podríamos violarla y no se enteraría. Hasta que no descubrí esto tuve que buscar ocasiones propicias, como ya le he explicado, para cortarle un mechón de pelo o sustraerle una prenda, íntima o no, un pañuelo o unas medias. Si ahora quisiera más objetos personales suyos, sólo tendría que esperar a las siete y media de lunes a viernes y sustraérselos mientras ve su programa. Le confesaré una cosa, vea que no exagero: en una ocasión hice la prueba, por eso le digo que podríamos violarla sin que se diera cuenta. En una ocasión me acerqué a ella por detrás mientras miraba Family Feud , ella lo ve muy de cerca, muy erguida, sin duda buscando la incomodidad para mantener mejor la atención, sentada en una especie de taburete bajo. Una tarde me acerqué a ella por la espalda y le toqué un hombro con mi mano enguantada, como si fuera a advertirle algo. Me obliga a ir siempre con guantes, ¿sabe?, la librea sólo tengo que ponérmela cuando hay invitados a cenar, pero ella quiere que lleve siempre mis guantes blancos de seda, ya sabe, la idea es que el mayordomo vaya pasando los dedos por todas partes, por muebles y barandillas, para ver si hay polvo, si lo hay los guantes blancos se manchan inmediatamente, siempre llevo mis guantes, muy finos, al tacto es como si no llevara nada en las manos. Así, le toqué el hombro con mis dedos sensibles, y al ver que no los notaba, dejé la mano posada durante bastantes segundos y fui haciendo presión poco a poco. Hasta ahí habría tenido excusa. Ella no se volvió, ni se movió, nada. Entonces hice avanzar la mano, yo estaba de pie, acariciándole los hombros y las clavículas, más que presionando, y ella permanecía inmutable. Empecé a preguntarme si acaso estaba invitándome a que avanzara, y reconozco que esa duda todavía no la he despejado del todo; pero yo creo que no, que estaba tan absorta en la contemplación deFamily Feud que no se percató de nada. De modo que hice que mi mano se deslizara cautelosamente (siempre enguantada) por su escote, ella va siempre demasiado escotada para mi gusto, al señor, en cambio, le agrada eso, se lo he oído decir. Toqué su sostén, un poco áspero francamente, y fue eso, más que mi propio deseo, lo que me convenció para sortearlo o, digamos, hacer que por lo menos la aspereza de la tela rozara sólo contra el envés de la mano, menos sensible que la palma, aunque llevaba mis guantes. No crea que las mujeres me dicen gran cosa, apenas si tengo trato con ellas, pero una piel es una piel, una carne una carne. De modo que le acaricié durante largos minutos un pecho y otro, izquierdo y derecho, muy agradables, pezón y pecho, ella no se movió ni dijo nada, ni siquiera cambió de postura mientras veía su programa. Yo creo que podría haberme eternizado allí si Family Feud hubiera durado más tiempo, pero de pronto vi que el presentador estaba ya despidiéndose y retiré la mano. Aún pude salir de la habitación antes de que terminara su trance, andando de puntillas, de espaldas. El señor llegó a las ocho en punto, todavía sonaba en la televisión la música final del programa.

– ¿Está usted seguro de que nos van a sacar de aquí? Empieza a parecerme que tardan demasiado -dije yo por toda respuesta, y volví a gritar y a golpear la puerta metálica-. ¡Eh! ¡Eh! ¡Pam, pam!

Dijo el mayordomo:

– No tardarán, ya se lo he dicho. A nosotros nos parece que cada minuto dura una hora, pero un minuto dura siempre un minuto en realidad. No llevamos aquí tanto tiempo como usted cree, tómeselo con calma.

Me deslicé de nuevo hasta el suelo apoyándome en la pared (me había quitado el abrigo y lo llevaba colgado del brazo) y me quedé allí sentado.

– ¿No ha vuelto a tocarla? -le pregunté.

Dijo el mayordomo:

– No. Eso fue antes de la muerte de la niña, a partir de entonces le tengo demasiado asco, no podría volver a acariciarle ni un dedo. Hace doce meses ella se quedó embarazada, el señor no había tenido hijos en su anterior matrimonio, así que sería el primero. Ya puede usted imaginarse cómo fue el embarazo, una pesadilla para mí, se me duplicó el trabajo y se duplicó la atención que ella me presta siempre, me llamaba de continuo para pedirme las cosas más inútiles y más idiotas. Pensé en despedirme, pero ya le digo, escasea el trabajo. Cuando dio a luz me alegré, no sólo por el señor, también porque la niña sería ahora su fuente de distracción principal y me aliviaría. Pero la niña nació muy mal, con un defecto grave que habría de matarla a los pocos meses, no me haga hablar de ello. En seguida se supo que la niña estaba condenada, que no podría durar más que eso, unos meses, tres, cuatro, seis a lo sumo, inverosímilmente un año. Yo entiendo que eso es muy duro, entiendo que, sabiéndolo, una madre no quiera encariñarse con su criatura, pero también es cierto que esa criatura, mientras dure, debe recibir cuidados y un poco de afecto, ¿no le parece? Al fin y al cabo, en lo único que esa niña se diferenciaba de nosotros, de los demás, era en que se sabía su fecha de cancelación, porque nos cancelarán a todos, cierto. Ella no quiso saber nada en cuanto se enteró de lo que iba a pasar. Prácticamente se puede decir que nos entregó la niña a nosotros, a los criados, hizo venir a una mujer que la alimentara y le cambiara los pañales, hemos sido cinco en la casa durante estos meses, ahora seremos cuatro otra vez. El señor tampoco se ocupaba mucho, pero su caso es distinto, él trabaja demasiadas horas, nunca habría tenido tiempo de nada, aunque la niña hubiera estado sana. Ella, en cambio, estaba mucho en la casa, como siempre, más de lo que le gustaría, y sin embargo jamás entraba en la habitación de la niña, muchas noches ni siquiera entraba con el señor a despedirse de ella, casi nunca. El señor sí entraba por las noches, antes de acostarse, solo. Yo le acompañaba y me quedaba en el umbral con la puerta entornada, mi mano blanca sujetándola para que hubiera algo de luz, la que venía de fuera, el señor no se atrevía a encender la de la habitación, seguramente para no despertarla pero también, yo creo, para no verla más que en penumbra. Pero la veía al menos. El señor se acercaba a la cuna, no demasiado, siempre se quedaba a un par de yardas y desde allí la miraba y la oía respirar, poco rato, un minuto o menos, lo suficiente para despedirse. Cuando él salía yo me hacía a un lado, le abría la puerta con mi mano enguantada y le acompañaba con mi mirada, le veía encaminarse hacia su dormitorio, donde le esperaba ella. Yo sí entraba en la habitación de la niña y a veces me quedaba junto a ella largo rato. Le hablaba. No tengo hijos, pero vea usted, me salía hablarle, aunque ella no fuera a entenderme ni yo tuviera la excusa de que aquella niña debía acostumbrarse a la voz humana. Lo grave del caso es que no tenía por qué acostumbrarse a nada, no tenía porvenir y nada la esperaba, no había que acostumbrarla a nada, era tiempo perdido. En la casa no se hablaba de ella, no se la mencionaba, como si ya hubiera dejado de existir antes de que muriera, son los inconvenientes de saber el futuro. Tampoco entre nosotros, quiero decir los criados, hablábamos de ella, pero la mayoría íbamos a visitarla, a solas, como quien entra en un santuario. Mi magia negra, por supuesto, no servía para curarla, sólo sirve para vengarse, ya se lo he dicho. Ella, la madre, seguía haciendo su vida, llamando a Madrid, a Sevilla, ella es de Sevilla, charlando con su amiga cuando estuvo aquí, saliendo a hacer compras y yendo al teatro, viendo la televisión y Family Feud ác lunes a viernes, a las siete y media. No sé cómo decirle, después de aquella ocasión en que la toqué sin que se diera cuenta le había tomado un poco de afecto, el contacto trae el afecto, un poco, aunque sea un contacto mínimo, quizá esté usted de acuerdo en esto.

El mayordomo hizo una pausa lo bastante larga para que este último comentario suyo no pareciera retórico, así que me incorporé y le respondí:

– Sí, estoy de acuerdo en eso, y por eso hay que tener cuidado con a quién se toca.

Dijo el mayordomo:

– Es cierto, uno no tiene buena opinión de alguien o incluso la tiene muy mala, y de repente un día, por azar, o capricho, o debilidad, o soledad, o aprensión, o borrachera, un día se descubre uno acariciando a esa persona de la que se tenía tan mala opinión. No es que se cambie de idea por eso, pero se cobra un afecto por lo que se ha acariciado y se ha dejado acariciar. Yo le había cobrado un poco de ese afecto elemental a ella, después de haberle acariciado los pechos con mis guantes blancos mientras ella veía Family Feud . Pero eso fue al comienzo de su embarazo, durante el cual, por ese afecto que le había tomado, fui más paciente de lo que solía ser y le procuré cuanto me pedía sin malos gestos. Luego le perdí ese afecto, desde el nacimiento de la niña en realidad. Pero lo que me ha hecho perdérselo definitivamente y tomarle asco ha sido la muerte de la niña, que duró incluso menos de lo pronosticado, dos meses y medio, no han llegado a tres. El señor estaba de viaje, aún está de viaje, yo le comuniqué la muerte ayer mismo por teléfono, no dijo nada, sólo dijo: «Ah, ya ha sucedido.» Luego me pidió que me encargara de todo, de la incineración o el entierro, lo dejó a mi elección, quizá porque se daba cuenta de que en realidad yo era la persona más cercana a la niña, pese a todo. Fui yo quien la sacó de su cuna y llamó al médico, fui yo quien esta mañana se ocupó de retirar sus sábanas y su almohada, se hacen sábanas minúsculas para los recién nacidos, no sé si lo sabe, almohadas minúsculas. Yo le dije esta mañana a ella, a la madre, que iba a traer a la niña aquí, para incinerarla, en la planta 32, hay un servicio de muy alta calidad, uno de los mejores de la ciudad de Nueva York, conocen su trabajo, ocupan la planta entera del edificio. Se lo dije esta mañana, ¿y sabe lo que me contestó? Me contestó: «No quiero saber nada de eso.» «Se me había ocurrido que a lo mejor querría usted acompañarme, acompañarla a ella en su último viaje», le dije yo. ¿Y sabe lo que me contestó? Me contestó: «No digas estupideces.» Luego me encargó que ya que venía por esta zona le sacara entradas para la ópera para unos amigos que vienen dentro de un mes, ella tiene su abono. Ella tiene futuro, a diferencia de la niña, ¿comprende? Así que me he venido solo con el cuerpo de la niña metido en un ataúd diminuto, blanco como mis guantes de seda, podría haberlo llevado en mis propias manos, blanco sobre blanco, mis guantes sobre el ataúd. Pero no ha hecho falta, este servicio tan competente de la planta 32 lo tiene todo previsto, y nos han recogido a la niña y a mí esta mañana en un coche fúnebre y nos han traído hasta aquí. Ella, la madre, se asomó a la escalera, arriba, en el cuarto piso, justo en el momento en que yo me disponía a salir con la niña, abajo, con el ataúd, estaba ya junto a la puerta de entrada con el abrigo y los guantes puestos. ¿Y sabe cuáles fueron sus últimas palabras? Me gritó desde lo alto de la escalera, con su acento español: «¡Que no dejen de poner claveles, que haya muchos claveles, y flores de azahar!» Esa ha sido su única indicación. Ahora vuelvo con las manos vacías, la incineración acaba de tener lugar. -El mayordomo miró el reloj por primera vez desde que nos habíamos detenido y añadió-: Hará poco más de media hora.

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