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Viana se interrumpió un momento, una interrupción muy breve, como si le hubiera rozado una mosca. Era de noche, los ojos acostumbrados a la oscuridad y a la luz del agua. Estábamos en una isla, no tenía reloj. Luisa dormía e Inés también dormiría, cada una en su cuarto, en camas de matrimonio cruzadas en diagonal porque ni Viana ni yo estábamos a su lado. Quizá nos echaban de menos dormidas. O tal vez no, y sentían alivio.

– Pero todo aquel esfuerzo ya está hecho, y no es lo grave. Lo grave es la adoración, mi adoración inmutable. Tan idéntica a sí misma desde hace dieciséis años que no confío en que vaya a cambiar en el futuro próximo. Y ay si cambiara. He vivido demasiado tiempo pendiente de ella, de su crecimiento, de su formación, no podría vivir de otro modo. Pero para ella es distinto, Ha cumplido su sueño de niña, su fijación de niña, hace cinco años era tan feliz o más feliz que yo, cuando se vino a vivir conmigo, mi casa estaba pensada para albergarla, allí no le falta nada. Pero su carácter no está del todo constituido, aún depende de la novedad, lo exterior la atrae, está vislumbrando lo que hay y la aguarda más allá de mí, yo creo que está un poco cansada. No sólo de mí; también de nuestra situación anómala y extraordinaria, echa de menos lo convencional, la buena relación con sus padres. No crea que no lo entiendo, es más, lo tengo previsto. Pero que yo lo entienda no ayuda en nada. Cada uno tiene su propia vida, y es la única, nadie está dispuesto a no verla cumplida según su deseo, a excepción de los que no tienen deseos, en realidad la mayoría. La gente dice lo que quiere, y habla de abnegación, de renuncia, de generosidad, de conformidad y resignación, todo es falso, lo normal es que la gente crea desear lo que le va llegando naturalmente, lo que le va sucediendo, lo que va consiguiendo o lo que le van dando, sin que haya verdaderos deseos previos. Pero sean previos o no, a cada uno le importa

su propia vida y, frente a ella, las de los demás sólo importan en la medida en que están imbricadas y forman parte de la nuestra, y también en la medida en que disponer de ellas sin miramientos ni escrúpulo puede acabar afectando a la nuestra, existen leyes, puede haber castigos. Mi adoración es excesiva, pero por eso es adoración. Mi espera también fue excesiva. Y ahora sigo esperando, sólo que se ha invertido el carácter de esa espera. Antes esperaba el logro, ahora espero la cancelación. Antes esperaba la dádiva, ahora espero la pérdida. Antes esperaba el crecimiento, ahora espero la decadencia. No sólo la mía, entiéndame, también la de ella, y para eso no estoy preparado. Usted está pensando que doy demasiado las cosas por hechas, que nada es enteramente previsible, como no lo es el orden de la muerte, se lo he dicho antes. El de la vida tampoco, está usted pensando, y piensa que acaso Inés no se canse de mí y no quiera abandonarme nunca. Piensa que quizá me equivoco al desconfiar del tiempo, que tal vez ella y yo envejezcamos juntos, como insinuó hace un rato y como está convencido de que harán su mujer y usted, he oído sus palabras, no he perdido nada de lo que ha dicho. Pero es que si fuera así, si nos quedaran por delante tantos años en compañía, mi adoración me llevaría a lo mismo, lo mismo en ese caso. ¿O es que cree que a estas alturas yo podría permitirme el fin de mi adoración? ¿Cree usted que yo podría asistir a su deterioro y envejecimiento sin ponerle el único remedio que hay contra eso, que muriera antes? ¿Cree usted que, habiéndola conocido con siete años (siete años), podría soportar ver a Inés cuarentona, y aun cincuentona, sin rastro de su niñez? No sea absurdo. Es como pedirle a un padre longevo que soporte y adore la vejez de sus propios hijos. Los padres rechazan ver a sus hijos convertidos en viejos, ya no los ven, los detestan, se los saltan, ven sólo a sus nietos, cuando los tienen. El tiempo está siempre en contra de lo que ha originado. En contra de lo que hay.

Viana hundió el rostro en las manos, como le había visto hacer desde arriba, desde la terraza, y no hasta entonces abajo, junto a la piscina. Vi que el gesto no se correspondía con una risa ahogada, sino con una suerte de agobio que sin embargo no le hacía perder la serenidad. Quizá necesitaba hacer ese gesto justamente para no perder la serenidad. Miré otra vez hacia mi terraza y hacia las terrazas en general, todo seguía en silencio, oscuro y vacío, como si más allá de ellas, más allá también de los cristales y los visillos, en el interior de las habitaciones repetidas e idénticas no hubiera nadie, ni Luisa ni Inés ni nadie durmiendo. Pero yo sabía que dormían ellas y dormía el mundo, detenida su débil rueda. Viana y yo éramos producto de su inercia tan sólo, mientras hablábamos. Sin volver aún a mostrarme el rostro, siguió diciéndome:

– Por eso no hay solución, en el tiempo -me dijo-. Antes que admitir el fin de mi adoración la mataría, no sé si ve el caso; y antes que permitir su marcha algún día, antes que permitir que mi adoración siguiera, pero sin su objeto, la mataría igualmente. Es todo de una lógica estricta, bajo mi punto de vista. Por eso sé lo que tengo que hacer un día, quizá lejano, puedo retrasarlo al máximo, es todo cuestión de tiempo. Pero por si acaso la filmo a diario, no sé si me entiende.

– ¿No ha considerado matarse usted? -dije de pronto sin querer decirlo. Hacía ya rato que escuchaba porque tenía la sensación de no poder remediarlo y no porque lo deseara, y la mejor manera de no participar en la charla era no decir nada, comportarme como mero depositario de sus confidencias, sin objetar y sin aconsejar, sin rebatir ni asentir ni escandalizarme. Cada vez me parecía menos posible poner fin a aquella conversación, el camino que había tomado era interminable, así me lo parecía. Me picaban los ojos. Deseaba que se desarropara Luisa y se despertara, que reparara en mi ausencia y se asomara a la terraza como yo me había asomado. Que me viera abajo, junto a la piscina, a la luz debilitada de la luna en el agua, y me hiciera subir al llamarme, que dijera mi nombre y me rescatara así de la conversación con Viana, bastaba llamarme. Tendré que leer los periódicos con detenimiento a partir de ahora, había pensado mientras le escuchaba, cada vez que en un titular se diga que una mujer ha muerto a manos de un hombre tendré que leer la noticia entera hasta dar con los nombres, qué lata, ahora temeré ya siempre que pueda tratarse de Inés la muerta y Viana el que mata. Aunque todo pudiera ser una mentira suya, aquí en esta isla, mientras ellas duermen.

– ¿Matarme? No me corresponde -contestó Viana haciendo emerger el rostro de entre las manos. Me miró con una expresión más de divertimiento que de sorpresa, las comisuras le sonreían o casi, me pareció en la noche.

– Menos le correspondería matarla a ella para conservar la adoración de la muerta en una cinta, si le he entendido.

– No, no me entiende, me corresponde matarla por lo que ya le he explicado, nadie renuncia a la forma de la propia vida si tiene una idea bastante clara de cómo quiere pasarla, y yo la tengo, lo que no es frecuente. Y, ¿cómo decirle?, el asesinato es una práctica masculina, eminentemente, como la ejecución, y no así el suicidio, que es tan propio de los hombres como de las mujeres. Antes le he dicho que ella vislumbra lo que hay más allá de mí, pero lo determinante es que más allá de mí en realidad no hay nada. Para ella no hay nada; puede que lo ignore, debiera saberlo. Si yo me matara esto no se cumpliría, más allá de mí no debe haber nada, no sé si me entiende.

El pie de Viana parecía ya seco, el calcetín, en cambio, aún goteaba a buen ritmo sobre la hierba, colgado del respaldo de su tumbona. Creí sentir su humedad en mis pies calzados, imaginaba lo que podría ser ponerse aquel calcetín mojado. Me descalcé el pie izquierdo para rascarme la planta contra la punta de mi mocasín negro, el derecho.

– ¿Por qué me cuenta todo esto? ¿No teme que le denuncie? ¿O que hable con Inés mañana?

Viana cruzó sus manos sobre la nuca y se recostó en la tumbona, y entonces rozó con la calva el calcetín colgado. Reaccionó en seguida, incorporándose, como cuando a uno le roza una mosca. Se calzó el mocasín rojo que se había quitado ya mucho antes, cuando yo estaba aún en nuestra terraza, y eso le hizo perder el aire de desvalimiento y a mí me hizo pensar de pronto que la conversación podía acabarse.

– No se denuncian las intenciones -dijo-. Mañana nos vamos ya a Barcelona, no volveremos a vernos, salimos temprano, no habrá playa. Mañana habrá usted olvidado todo esto, no querrá recordarlo, no lo tomará en serio ni se acordará de mí, ni de ahora, ni tratará de averiguar nada. No preguntará en el hotel por nosotros, si salimos juntos, si pagamos la cuenta, si no ha ocurrido nada durante esta noche en la que el único despierto fue usted, hablaba conmigo. Ni siquiera le contará a su mujer lo que hemos hablado, para qué preocuparla, en el fondo no quiere creerme, lo conseguirá, descuide. -Viana vaciló un momento, pero continuó en seguida-. Y a poco que piense, si usted previniera a Inés no haría sino acelerar el proceso, me tocaría matarla mañana, no sé si ve el caso. -Volvió a vacilar, hizo una pausa, miró hacia el cielo, la luna, luego hacia el agua, luego volvió a hacer su gesto de agobio, esto es, se tapó la cara y así siguió hablando-. Y quién le dice que podría hablar con ella mañana, quién le dice que no lo he hecho ya, esta noche, hace un rato y antes de bajar aquí, quién le dice que no está ya muerta y que por eso le hablo, cualquiera puede morir en cualquier momento, nos lo enseñaban en el colegio, lo sabemos todos desde que somos niños, para ello basta entrar a formar parte del orden de la muerte, usted mismo dejó a su mujer dormida, pero quién le asegura que no ha muerto mientras hablaba conmigo, tal vez está agonizando en este mismo instante, ya no le daría tiempo a llegar arriba, aunque corriera. Quién le dice que no es Inés la que ha muerto a mis manos, y que por eso me afeité el bigote, hace ya mucho rato, antes de que usted bajara, antes de que yo bajara. O ambas. Quién le dice que no han muerto ambas, mientras dormían.

No le creí. La belleza ideal de Inés estaría dormida, sus ocho sortijas en la mesilla de noche, sus pechos voluminosos bien colocados sobre las sábanas, su respiración pausada, los labios idénticos entreabiertos como de niña, su pubis sin pelos haciendo un poco de mancha, esa extraña segregación nocturna de las mujeres. Luisa estaba dormida, yo la había visto, su rostro tallado y candido y aún sin arrugas, sus inquietos ojos moviéndose bajo los párpados, como si no pudieran acostumbrarse durante la noche a dejar de hacer lo que hacían durante el día, a diferencia de los de Inés, que probablemente estarían quietos ahora, durante el sueño que necesitaban para el mantenimiento de su belleza inmutable. Ambas estaban dormidas, por eso no se despertaban ni se asomaban, Luisa no había muerto durante mi ausencia, no tenía reloj, cuánto había durado. Instintivamente miré hacia arriba, hacia las habitaciones, hacia mi terraza y hacia las terrazas, y en una de ellas vi aparecer una figura envuelta en su toga de sábana, que me llamó dos veces, dijo mi nombre, como las madres dicen los de sus hijos. Me puse en pie. A la terraza de Inés, cualquiera que fuese, no salió sin embargo nadie.

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