– Sí, tiene usted razón -admití-. Pero no me diga que filma todo el rato a su novia para recordarla luego viéndola otra vez en pantalla. ¿O es que es actriz? No le debe quedar tiempo para eso, la filma usted a diario, según he visto. Y si la filma a diario, no hay tiempo para que lo filmado empiece a parecerse al olvido y sienta usted la necesidad de recordarlo de esa manera tan fiel, viéndolo otra vez. A menos que almacene material indefinidamente, para cuando sean viejos y quieran revivir hora a hora estos días de su estancia en Menorca.
– Oh, no almaceno, no crea que almaceno más que fragmentos muy breves, digamos que en total completo una cinta cada tres o cuatro meses. Pero todas esas están en Barcelona, archivadas. Ella no es actriz, aún es muy joven. Lo que hago aquí (bueno, y allí) es no borrar la cinta de un día hasta que no ha pasado otro, no sé si me entiende. En todo este tiempo no he usado más que dos cintas, siempre las mismas. Grabo una hoy, la guardo, grabo otra mañana, la guardo, y entonces vuelvo a grabar la primera pasado mañana y de este modo la borro. Y así sucesivamente, no sé si me entiende. Aunque esto es un decir, mañana no sé si podre grabar mucho, volvemos ya a Barcelona, se acabaron mis vacaciones.
– Sí le entiendo. Pero luego, una vez allí, ¿qué hará, un montaje con todo lo que ha filmado? No sé si le entiendo.
– No, no me entiende. Una cosa son las cintas artísticas, hechas a propósito para ser guardadas, archivadas. Esas van por su lado, una cada cuatro meses más o menos. Otra cosa son las filmaciones de cada día. Esas se borran en cuanto ha pasado otro día.
Quizá por lo tardío de la hora (pero me había dejado el reloj arriba), tuve la sensación de que seguía sin entender del todo, sobre todo la segunda parte de lo último que me había explicado. Tampoco me interesaba mucho el camino que había tomado la conversación, sobre cintas artísticas (así había dicho, lo había oído) y cintas borradas, de a diario. Dudé si despedirme y regresar a la habitación, aunque notaba que aún no me había venido el sueño y pensé que, de subir en aquel momento, acabaría por despertar a Luisa para que me diera ella charla. Como eso no me parecía justo, consideré que era mejor que la charla me la diera todavía quien ya estaba desvelado.
– Pero entonces -alcancé a decir-, ¿por qué la filma cada día, si luego lo borra en seguida?
– La filmo porque va a morir -dijo Via-na. Había estirado su pie descalzo y había mojado el pulgar de su calcetín en el agua, la agitaba lentamente de un lado a otro con su pulgar, lentamente, la pierna muy estirada, casi no llegaba a tocar, rozaba el agua. Yo me quedé callado durante unos segundos, luego pregunté, mirando moverse lentamente el agua:
– ¿Está enferma?
Viana frunció los labios y se pasó una mano por la calva, como si tuviera pelo y se lo atusara, un gesto de su pasado. Estaba pensando. Le dejé pensar, pero se demoraba en exceso. Le dejé pensar. Por fin volvió a hablar, pero no respondió a mi pregunta, sino todavía a la anterior.
– La filmo cada día porque va a morir, y quiero tener guardado su último día, el último en todo caso, para poderlo recordar de veras, para volverlo a ver en el futuro cuantas veces quiera, junto a las cintas artísticas, cuando ya haya muerto. A mí me gusta recordar las cosas.
– ¿Está enferma? -insistí.
– No, no está enferma -dijo ahora sin la menor dilación-. Que yo sepa, al menos. Pero va a morir, un día u otro. Usted lo sabe, todo el mundo lo sabe, todo el mundo va a morir, usted y yo, y quiero conservar su imagen. Es importante el último día en la vida de una persona.
– Desde luego -dije mirando el pie-. Es usted precavido, piensa en algún accidente -y pensé (pero brevemente) que si Luisa moría en un accidente yo no tendría su imagen para recordarla de veras, casi ninguna imagen. Había alguna que otra foto en casa, fotos casuales, desde luego no artísticas, y muy pocas. Y no tenía su imagen en movimiento. Involuntariamente alcé la vista y miré hacia la terraza desde la que yo había observado a Viana, hacia nuestra terraza. Todas las luces de todas las terrazas y de todas las habitaciones estaban apagadas. También, por tanto, las de Inés y Viana. Yo ya no estaba allí, en la nuestra, no había nadie. Viana había vuelto a sumirse en su largo pensamiento, aunque ahora había sacado el calcetín del agua y lo había posado de nuevo, mojado y oscurecido en la punta, sobre la hierba. Empecé a pensar que a él no le gustaba el camino que había tomado la conversación, y otra vez pensé en despedirme y subir a la habitación, de pronto quise subir a la habitación y ver de nuevo la imagen de Luisa, dormida -no muerta-, envuelta en sus sábanas, quizá se le había destapado la espalda. Pero las conversaciones no pueden dejarse así como así, una vez comenzadas. No pueden dejarse suspendidas aprovechando una distracción o un silencio, a menos que uno de los dos conversadores se haya enfadado. Viana no parecía enfadado, si bien sus ojos vivos parecían más vivos e intensos, era difícil determinar su color a la luz de la luna en el agua: creo que eran castaños. No parecía enfadado, sólo un poco ensimismado. Musitaba algo, ya no a media voz, sino entre dientes.
– Perdone, no le oigo -dije entonces.
– No, no pienso en ningún accidente -contestó él, de pronto en voz demasiado alta, como si no hubiera calculado bien el paso del tono de quien habla para sí mismo al tono de quien está dialogando.
– Baje la voz -dije yo alarmado, aunque en realidad no había ningún motivo de alarma, era improbable que nos oyera nadie. Volví a mirar hacia las terrazas, todas seguían a oscuras, nadie había despertado.
Viana se sobresaltó por mi orden y bajó la voz en seguida, pero no se sobresaltó lo bastante para no continuar con lo que había empezado a decir tan en alto.
– Digo que no pienso en ningún accidente. Ella morirá antes que yo, no sé si me entiende.
Miré a Viana a la cara, pero él no me miró a mí, miraba hacia el cielo, la luna, hacía caso omiso de mi mirada. Estábamos en una isla.
– ¿Por qué está tan seguro, si no está enferma? Usted es mucho mayor que ella. Lo normal sería lo contrario, que muriera usted antes.
Viana rió de nuevo y, estirando otra vez la pierna, ahora metió el pie encalcetinado entero en el agua y volvió a agitarla lentamente, pesadamente, más pesadamente que antes porque ahora era el pie entero -el pie gordo y seboso- lo que estaba sumergido.
– Lo normal, lo normal -dijo, y rió otro poco-. Lo normal -repitió-. Nada es normal entre ella y yo. O, mejor dicho, nada es normal de mí hacia ella, nunca lo ha sido. Al contrario, todo ha sido siempre extraordinario. La conozco desde que era niña. Yo la adoro, ¿no entiende?
– Sí, lo entiendo, y además salta a la vista que usted la adora. Yo también adoro a mi mujer, a Luisa -añadí para rebajar el carácter extraordinario que atribuía a su admiración-. Pero nosotros somos casi de la misma edad, así que resulta difícil saber quién se morirá primero.
– ¿Usted la adora? No me haga reír. Usted ni siquiera tiene cámara. Usted no quiere recordarla de veras, tal como fue, si la pierde. No quiere volverla a ver cuando ya no sea posible verla.
Esta vez el comentario del gordo Viana sí me molestó un poco, lo encontré impertinente. Lo noté porque mi silencio inmediato tuvo algo de ofendido y algo de involuntario, también algo de temeroso, como si de repente ya no me atreviera a preguntarle más y a partir de aquel instante no tuviera más remedio que limitarme a oír sólo lo que él quisiera contarme, Era como si con aquel comentario indelicado y abrupto se hubiera adueñado de la conversación, del todo. Y me di cuenta de que mi temor venía asimismo de su empleo del tiempo pretérito. Había dicho tal como fue refiriéndose a Luisa, debía haber dicho tal como es. Decidí marcharme y subir a la habitación. Quería ver a Luisa y dormir junto a ella, echarme, recuperar mi espacio en la cama de matrimonio que sería seguramente como la que compartirían Inés y Viana, los hoteles modernos repiten sus habitaciones. Podía poner fin a la conversación, estaba un poco enfadado. Pero el silencio duró apenas unos segundos porque Viana siguió hablando, sin hacer la pausa que he hecho yo por escrito, demasiado tarde para no escucharle.
– Y ha dicho usted una gran verdad, se ha roto la frente. Resulta difícil saber quién se morirá primero, usted pretende saber, nada menos, el orden de la muerte. Para saber de ese orden hay que tomar parte en él, no sé si me entiende. No quebrarlo, eso es imposible, sino tomar parte en él. Escuche, cuando yo digo que adoro a Inés, quiero decir eso literalmente, que la adoro. No se trata de una manera de hablar, de ninguna expresión corriente y sin significado que podamos compartir usted y yo, por ejemplo. Lo que usted llama adorar no tiene nada que ver con lo que yo llamo del mismo modo, compartimos el vocablo porque no hay otro, pero no la cosa. Yo la adoro y la he adorado desde que la conocí, y sé que la adoraré aún durante muchos años. Por eso no puede durar ya mucho tiempo, porque todo lleva demasiados años siendo igual a sí mismo en mí, sin variación y sin atenuación. No la habrá, por mi parte, se hará insoportable, ya lo es, y porque todo me resultará insoportable ella deberá morir antes que yo, un día, cuando yo ya no resista mi adoración. Tendré que matarla un día, no sé si me entiende.
Después de decir esto Viana sacó el pie del agua, chorreando, y lo apoyó con tiento y asco en la hierba. La seda mojada fuera del agua.
– Va a coger un resfriado -dije yo-. Será mejor que se quite el calcetín.
Viana me hizo caso y se quitó en el acto el calcetín empapado, en un gesto mecánico, sin darle mayor importancia. Lo sostuvo entre dos dedos unos segundos, con asco, y luego lo dejó colgado del respaldo de su tumbona, desde donde empezó a gotear (el olor de la tela tras pasar por el agua). Ahora tenía un pie desnudo y el otro con su calcetín azul pálido y su mocasín rojo rabioso. El pie desnudo estaba mojado, el pie calzado sequísimo. A duras penas podía yo apartar la vista de aquello, pero creo que fijar la vista era una manera de engañar al oído, de fingir que lo importante eran los pies de Viana y aquel calcetín anegado y no lo que había dicho, que tendría que matar a Inés algún día. Prefería que no lo hubiera dicho.
– ¿Qué dice usted? ¿Está loco? -No quería seguir la conversación, pero añadí justamente lo que obligaba a continuarla.
– ¿Loco? Lo que voy a decirle es de una lógica estricta bajo mi punto de vista -respondió Viana, y se atusó de nuevo el pelo que no tenía-. Yo conozco a Inés desde que era niña, desde que tenía siete años. Ahora tiene veintitrés. Es la hija de quienes fueron grandes amigos míos hasta hace cinco, ya no lo son, los padres se enfadan porque una chica de dieciocho se vaya a vivir con un amigo suyo de quien tenían la mejor idea, no deja de ser normal, ya no quieren saber de mí, ni casi de ella. Yo iba con mucha frecuencia a la casa de mis amigos y veía a la niña, y la adoraba. También ella me adoraba a mí, de otro modo, claro. Ella no podía saber aún, pero yo sí supe en seguida, y decidí prepararme, esperar once años, hasta que fuera mayor de edad, hasta entonces, no quería precipitarme y echarlo todo a perder, en los últimos meses tuve que contenerla. A esto lo suele llamar fijación la gente; yo lo llamo adoración, en cambio. No crea que fue fácil, desde los doce o trece años hay niños que las cortejan, niños absurdos que quieren jugar a mayores desde muy temprano. No se controlan, y pueden hacerles daño. Calculé que cuando ella cumpliera los dieciocho yo tendría casi cincuenta, y me cuidé, me cuidé enormemente para ella, excepto la gordura, eso no he podido evitarlo, el metabolismo cambia, ni la calvicie tampoco, no se ha inventado nada satisfactorio, y usted comprenderá que un peluquín es indigno, está descartado. Pero me pasé once años yendo a gimnasios y comiendo comida sana y pasando revisiones médicas cada tres meses, el quirófano me ha dado miedo; evitando mujeres, evitando contagios; y luego, claro, la preparación del espíritu: escuchando discos de los que ella oía, aprendiendo juegos, viendo mucha televisión, programas de tarde y todos los anuncios de todos los años, me sé las canciones. En cuanto a la lectura, puede imaginárselo, primero leí tebeos, luego libros de aventuras, novelas de amor, alguna, literatura española cuando le tocó estudiarla, literatura catalana, el Manelic, el llop, y todavía ahora sigo leyendo lo que ella lee, novelistas americanos, hay centenares. He jugado mucho al tenis, también al squash, algo de esquí, muchos fines de semana he tenido que viajar a Madrid o a San Sebastián para que pudiera ir al hipódromo, aquí hemos ido de fiesta en fiesta, a las de todos los pueblos a ver los jinetes. Quizá me haya visto montado en moto. Cuando hizo falta, me supe los nombres y los centímetros de todos los jugadores de baloncesto, ahora ya se le ha pasado. Ya ve cómo visto, y eso que en verano todo resulta más admisible -y Viana hizo un gesto elocuente con su mano derecha, como recorriéndose el atuendo-. No sé si me entiende, he llevado durante todos estos años una existencia infantil paralela a la mía (yo soy abogado, ¿sabe?, divorcios sobre todo), luego una existencia adolescente, fui el rey de los videojuegos, y ya que no podía acompañarla, me iba a ver solo todas esas películas juveniles, gamberros y extraterrestres. He llevado una existencia paralela que además no tenía continuidad, es dificilísimo estar al día, a esas edades nunca cuajan los intereses. Usted no puede ser consciente, me ha dicho que su mujer tiene más o menos su misma edad, así que su campo de referencias será el mismo, o muy parecido. Habrán escuchado las mismas canciones al mismo tiempo, habrán visto las mismas películas y leído los mismos libros, seguido las mismas modas, recordarán los mismos acontecimientos vividos con la misma intensidad y los mismos años. Para usted es sencillo. ¿Puede imaginarse que no fuera así, los larguísimos silencios que se les impondrían en sus conversaciones? Y lo peor, la necesidad de explicarlo todo, cualquier referencia, cualquier alusión, cualquier broma relativa al propio pasado o a la propia época, al propio tiempo. Mejor suprimirlas. Yo he tenido que esperar mucho, y además he debido rechazar mi pasado y configurarme otro que coincidiera con el de ella, con el que sería el suyo, en lo posible.