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Hablaban poco, de vez en cuando, frases cortas que no alcanzaban a establecerse como conversación ni diálogo, cualquier asomo de ellos moría de forma natural, interrumpido por la atención que la mujer prestaba a su cuerpo, en el que se ensimismaba, o por la atención -indirecta- que también le prestaba el hombre, siempre a través de su cámara. En realidad no recuerdo que él se parara nunca a admirarla directamente, con sus propios ojos sin nada ante ellos. En esto era como yo, que a mi vez los miraba a ambos a través del velo de mi miopía o a través de mi sombrero de aumento. Sólo Luisa, de nosotros cuatro, lo veía todo sin dificultad y sin mediación, pues la mujer, yo creo, no veía ni tan siquiera miraba a nadie, y en cuanto a sí misma, las más de las veces utilizaba su espejo para escrutarse e inspeccionarse, y a menudo se ponía unas gafas de sol interplanetarias.

– Cómo pica hoy el sol, ¿no? Tendrías que darte un poco más de crema, no te vayas a quemar -decía el gordo en alguna pausa de sus recorridos giratorios en torno al cuerpo de su adoración; y al no recibir respuesta inmediata, decía el nombre, como las madres dicen los de sus hijos-: Inés. Inés.

– Sí, más que ayer, pero ya me he puesto factor diez, no me voy a quemar -contestaba el cuerpo Inés con desgana y en voz apenas audible mientras con unas pinzas se arrancaba un minúsculo pellejito del mentón.

No había continuidad.

Un día dijo Luisa, con quien yo sí mantenía conversaciones:

– La verdad es que no sé si me gustaría ser filmada, como la pobre Inés. Me pondría nerviosa, aunque supongo que si la cosa fuera tan persistente como la del gordo, acabaría acostumbrándome. Y quizá me cuidaría tanto como se cuida ella, a lo mejor lo hace justamente porque siempre la están filmando, se cuida porque luego va a verse, o para la posteridad. -Luisa rebuscó en su bolsa, sacó un espejito y se miró con interés los ojos, que al sol eran de color ciruela, con irisaciones-. Aunque no sé qué posteridad podría entretenerse en mirar esos vídeos tan aburridos. Me pregunto si la filmará también durante el resto del día.

– Es lo más probable -dije yo-. ¿Qué sentido tendría limitarse sólo a la playa? No creo que necesite de ese pretexto para verla desnuda.

– No creo que la filme por estar desnuda, sino seguramente en toda ocasión, quién sabe si hasta cuando esté dormida. Es conmovedor, se ve que sólo piensa en ella. Pero no sé si me gustaría. Pobre Inés. A ella no parece importarle.

Aquella noche, al acostarnos en la cama de matrimonio del hotel, los dos a la vez, cada uno por su lado, me acordé de las frases que habíamos cruzado y que acabo de recordar por escrito, y eso me impidió dormir y me dediqué a observar el sueño de Luisa durante largo rato, sin más luz que la de la luna, a oscuras. Pobre Inés, había dicho. Su respiración era suave, aunque audible en el silencio de la habitación y el hotel y la isla, y su cuerpo no se movía, a excepción de los párpados, bajo los cuales eran sin duda los ojos los que en realidad se movían, como si no pudieran acostumbrarse durante la noche a dejar de hacer lo que hacían durante el día. El gordo, pensé, tal vez estaría también despierto, filmando los quietos párpados de la belleza Inés, o quizá le retiraría las sábanas y le colocaría con mucha cautela el cuerpo en diferentes posturas, para filmarla dormida. Con el camisón levantado quizá, por ejemplo, o con las piernas abiertas si no usaba camisón ni pijama. Luisa no usaba camisón ni pijama, en verano, pero se envolvía en las sábanas como si fueran una toga, las sujetaba en torno a su cuello con ambas manos, dejándose sin embargo, a veces, un hombro y la nuca al descubierto. Yo se los cubría si me daba cuenta, y también tenía que luchar un poco para conseguir arroparme, por mi lado. Esto sólo nos sucedía en verano.

Me levanté y salí a la terraza para hacer tiempo hasta que viniera mi sueño, y desde allí, acodado sobre la barandilla, miré primero hacia el cielo y luego hacia abajo, y entonces creí ver al gordo de pronto, sentado solo junto a la piscina, ya a oscuras, el agua sin más reflejos que los astrales. No lo reconocí inmediatamente porque le faltaba el bigote que le había visto a diario, aquella misma mañana, y porque la vista ha de acomodarse a la imagen con ropa de quien siempre se le apareció desvestido. Su ropa era tan fea y mal combinada como sus trajes de baño de dos colores. Llevaba una camisa ancha, por fuera, negra desde mi terraza (desde la distancia) pero con dibujos seguramente, y unos pantalones claros, que se veían azul muy pálido tal vez por efecto del color casi suprimido del agua cercana. Tan cercana que lo habría salpicado de haber tenido oleaje. Calzaba mocasines rojos, y los calcetines (calcetines en la isla) parecían del mismo color que los pantalones, pero insisto en que quizá era la luna en el agua. Tenía la cabeza reclinada sobre una mano, y el codo correspondiente apoyado a su vez en el brazo de una tumbona, floreada, no a rayas, eran los dos modelos de la piscina. No tenía la cámara. Ignoraba que se alojaran en el mismo hotel que nosotros, nunca habíamos coincidido fuera de la playa vecina, vecina a Fornells, al norte, por la mañana. Estaba solo, inmóvil como si fuera Inés, aunque de vez en cuando cambiaba la actitud sesteante y despreocupada de la cabeza y el codo y adoptaba otra en apariencia contraria, el rostro hundido entre las dos manos, los pies encogidos, como si estuviera abatido o tenso, o quizá riendo, solo. En un momento dado se descalzó un pie, o perdió el mocasín accidentalmente, lo cierto es que no extendió ese pie para recuperarlo, sino que se quedó así, con ese pie solamente encalcetinado sobre la hierba, lo cual le confirió en seguida un aire de desvalimiento, desde mi cuarto piso, bajo mi punto de vista. Luisa dormía, e Inés también dormiría, sin duda Inés necesitaría un mínimo de diez horas de sueño para el mantenimiento de su belleza inmutable. Me vestí a oscuras, sin hacer ningún ruido, comprobé que Luisa estaba bien envuelta en su toga de sábana. Aunque no sabía que yo no estaba en la cama, lo había percibido en su sueño, pues se había colocado en diagonal, invadiendo con sus piernas mi espacio. Bajé en el ascensor, no había mirado la hora, el portero de noche soñaba incómodamente con la cabeza sobre su mostrador, como un futuro decapitado; me había dejado el reloj arriba, todo estaba en silencio, mis mocasines negros hicieron un poco de ruido, sin calcetines. Descorrí la puerta de cristal que daba acceso a la piscina y, una vez sobre la hierba, volví a correrla. El gordo levantó la vista y miró hacia esta puerta, se dio cuenta en seguida de mi presencia, aunque la falta de luz no le permitió distinguirme, quiero decir identificarme. Pero por eso, porque reparó en mí en el acto, hablé al tiempo que avanzaba hacia él y los reflejos de la luna en el agua empezaban a revelarme y a alterar mis colores, según me acercaba.

– Se ha afeitado usted el bigote -dije pasándome el índice por el lugar del bigote y sin estar seguro de poderme permitir tal comentario. Antes de que contestara ya me había llegado a su lado y había tomado asiento en otra tumbona, junto a él, la mía a rayas. Se había erguido, las manos sobre los brazos de la suya, me miraba con un poco de desconcierto, no mucho, desde luego sin desconfianza, como si no le extrañara mi aparición allí, la aparición de alguien. Creo que le veía por vez primera la cara de frente, sin cámara ante sus ojos ni sombrero ante los míos, o bien se la veía simplemente de cerca, mi vista ya acostumbrada a la poca luz por haber estado mirando desde la terraza. Tenía una cara afable, de ojos despiertos, sus facciones no eran feas, sólo gordas, me pareció que era un calvo guapo, como el actor Piccoli o el pianista Richter. Sin el bigote resultaba más joven, o tal vez eran los mocasines rojos, uno de ellos volcado en la hierba. No tenía menos de cincuenta.

– Ah, es usted. No le había reconocido al principio, así vestido, siempre nos vemos en traje de baño. -Había dicho lo que yo había pensado antes, aún arriba. Llevábamos casi tres semanas viéndonos, era imposible que su vista tan ocupada no se hubiera detenido, pese a todo, alguna vez en nosotros, en mí y en Luisa-. ¿No duerme?

– No -dije yo-. El aire acondicionado de la habitación no siempre ayuda. Aquí se está mejor, me parece. ¿No le importa si me quedo un rato?

– No, claro que no. Me llamo Alberto Viana -y me estrechó la mano-. Soy de Barcelona -dijo.

– Yo soy de Madrid -y le mencioné mi nombre. Luego hubo un silencio, y dudé entre hacer algún comentario insignificante sobre la isla y las vacaciones o bien algún otro comentario, casi igual de insignificante, sobre sus costumbres observadas en la playa. Era la curiosidad por éstas lo que me había llevado hasta la piscina, a su lado, y también mi insomnio, pero lo podía haber combatido arriba, incluso haber despertado a Luisa, no lo había hecho. Yo hablaba a media voz. Era improbable que nos pudiera oír nadie, pero la visión de Luisa, y del portero de noche luego, dormidos, me hacía tener la sensación de que si alzaba la voz interrumpiría su sueño, y mi tono quedo había contagiado o condicionado el de Viana al instante.

– Es usted muy aficionado al vídeo, he visto -dije tras la pausa y la duda.

– ¿Al vídeo? -dijo él con ligera sorpresa, o como para ganar tiempo-. Ah, ya comprendo. No, no crea, no soy un coleccionista. En realidad no es el vídeo lo que me interesa, por mucho que lo utilice, sino mi novia, usted la ha visto. Sólo a ella la saco en vídeo, lo demás no me interesa, no hago pruebas. Creo que se nota, usted lo habrá notado -y rió un poco, entre divertido y avergonzado.

– Sí, desde luego, mi mujer y yo lo hemos notado, no sé si a ella la hace sentirse un poco envidiosa, por tanta atención como usted presta a su novia. Es llamativo. Yo no tengo ni cámara fotográfica. Llevamos ya algún tiempo casados.

– ¿No tiene cámara? ¿No le gusta recordar las cosas? -Viana me lo había preguntado con verdadera extrañeza. Su camisa tenía, en efecto, dibujos abigarrados de palmeras y anclas y delfines y proas, pero aun así predominaba en ella el negro divisado desde la distancia; los pantalones y los calcetines seguían viéndose azul pálido, más azules que mis pantalones, blancos, que ya estaban, como los suyos, expuestos no sólo a la luna, sino también a su débil reflejo en el agua.

– Sí, claro que me gusta, pero las cosas se recuerdan de todos modos, ¿no? Uno lleva su propia cámara en la memoria, sólo que no siempre se recuerda lo que se quiere ni se olvida lo que se desea. -Qué tontería -dijo Viana. Era un hombre franco, nada precavido, podía decir lo que había dicho sin que su interlocutor se sintiera ofendido por ello. Rió otro poco-. ¿Cómo va usted a comparar lo que se recuerda con lo que se ve, con lo que puede volver a verse, tal como fue? ¿Con lo que puede volver a verse una y otra vez, infinitas veces, e incluso detenerse, lo que no pudo hacerse cuando se vio de verdad? Qué solemne tontería -repitió.

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