Pocos días después llegó el golpe militar y la desbandada.
Una noche llamé por teléfono a las hermanas Garmendia, sin ningún motivo especial, simplemente por saber cómo estaban. Nos vamos, dijo Verónica. Con un nudo en el estómago pregunté cuándo. Mañana. Pese al toque de queda insistí en verlas esa misma noche. El departamento en donde vivían solas las dos hermanas no quedaba demasiado lejos de mi casa y además no era la primera vez que me saltaba el toque de queda. Cuando llegué eran las diez de la noche. Las Garmendia, sorprendentemente, estaban tomando té y leyendo (supongo que esperaba encontrarlas en medio de un caos de maletas y planes de fuga). Me dijeron que se iban, pero no al extranjero sino a Nacimiento, un pueblo a pocos kilómetros de Concepción, a la casa de sus padres. Qué alivio, dije, pensé que os marchabais a Suecia o algo así. Qué más quisiera, dijo Angélica. Luego hablamos de los amigos a quienes no habíamos visto desde hacía días, haciendo las conjeturas típicas de aquellas horas, los que seguro estaban presos, los que posiblemente habían pasado a la clandestinidad, los que estaban siendo buscados. Las Garmendia no tenían miedo (no tenían por qué tenerlo, ellas sólo eran estudiantes y su vínculo con los entonces llamados «extremistas» se reducía a la amistad personal con algunos militantes, sobre todo de la Facultad de Sociología), pero se iban a Nacimiento porque Concepción se había vuelto imposible y porque siempre, lo admitieron, regresaban a la casa paterna cuando la «vida real» adquiría visos de cierta fealdad y cierta brutalidad profundamente desagradables. Entonces tienen que irse ya mismo, les dije, porque me parece que estamos entrando en el campeonato mundial de la fealdad y la brutalidad. Se rieron y me dijeron que me marchara. Yo insistí en quedarme un rato más. Recuerdo esa noche como una de las más felices de mi vida. A la una de la mañana Verónica me dijo que mejor me quedara a dormir allí. Ninguno había cenado así que nos metimos los tres en la cocina e hicimos huevos con cebolla, pan amasado y té. Me sentí de pronto feliz, inmensamente feliz, capaz de hacer cualquier cosa, aunque sabía que en esos momentos todo aquello en lo que creía se hundía para siempre y mucha gente, entre ellos más de un amigo, estaba siendo perseguida o torturada. Pero yo tenía ganas de cantar y de bailar y las malas noticias (o las elucubraciones sobre malas noticias) sólo contribuían a echarle más leña al fuego de mi alegría, si se me permite la expresión, cursi a más no poder (siútica hubiéramos dicho entonces), pero que expresa mi estado de ánimo e incluso me atrevería a afirmar que también el estado de ánimo de las Garmendia y el estado de ánimo de muchos que en septiembre de 1973 tenían veinte años o menos.
A las cinco de la mañana me quedé dormido en el sofá. Me despertó Angélica, cuatro horas más tarde. Desayunamos en la cocina, en silencio. A mediodía metieron un par de maletas en su coche, una Citroneta del 68 de color verde limón, y se marcharon a Nacimiento. Nunca más las volví a ver.
Sus padres, un matrimonio de pintores, habían muerto antes de que las gemelas cumplieran quince años, creo que en un accidente de tráfico. Una vez vi una foto de ellos: él era moreno y enjuto, de grandes pómulos salientes y con una expresión de tristeza y perplejidad que sólo tienen los nacidos al sur del Bío-Bío; ella era o parecía más alta que él, un poco gordita, con una sonrisa dulce y confiada.
Al morir les dejaron la casa de Nacimiento, una casa de tres pisos, el último una gran sala abuhardillada que les servía de taller, de madera y de piedra, en las afueras del pueblo, y unas tierras cerca de Mulchén que les permitían vivir sin estrecheces. A menudo las Garmendia hablaban de sus padres (según ellas Julián Garmendia era uno de los mejores pintores de su generación aunque yo nunca oí su nombre en ninguna parte) y en sus poemas no era raro que aparecieran pintores perdidos en el sur de Chile, embarcados en una obra desesperada y en un amor desesperado. ¿Julián Garmendia amaba desesperadamente a María Oyarzún? Me cuesta creerlo cuando recuerdo la foto. Pero no me cuesta creer que en la década de los sesenta hubiera gente que amaba desesperadamente a otra gente, en Chile. Me parece raro. Me parece como una película perdida en una estantería olvidada de una gran cinemateca. Pero lo doy por cierto.
A partir de aquí mi relato se nutrirá básicamente de conjeturas. Las Garmendia se fueron a Nacimiento, a su gran casa de las afueras en donde vivía únicamente su tía, una tal Ema Oyarzún, hermana mayor de la madre muerta, y una vieja empleada llamada Amalia Maluenda.
Se fueron, pues, a Nacimiento, y se encerraron en la casa y un buen día, digamos dos semanas después o un mes después (aunque no creo que pasara tanto tiempo), aparece Alberto Ruiz-Tagle.
Tuvo que ser así. Un atardecer, uno de esos atardeceres vigorosos pero al mismo tiempo melancólicos del sur, un auto aparece por el camino de tierra pero las Garmendia no lo escuchan porque están tocando el piano o atareadas en el huerto o acarreando leña en la parte de atrás de la casa junto con la tía y la empleada. Alguien toca a la puerta. Tras varias llamadas la empleada abre la puerta y allí está Ruiz-Tagle. Pregunta por las Garmendia. La empleada no lo deja pasar y dice que irá a llamar a las niñas. Ruiz-Tagle espera pacientemente sentado en un sillón de mimbre en el amplio porche. Las Garmendia, al verlo, lo saludan con efusión y riñen a la empleada por no haberlo hecho pasar. Durante la primera media hora Ruiz-Tagle es acosado a preguntas. A la tía, seguramente, le parece un joven simpático, bien parecido, educado. Las Garmendia están felices. RuizTagle, por supuesto, es invitado a comer y en su honor preparan una cena apropiada. No quiero imaginarme qué pudieron comer. Tal vez pastel de choclo, tal vez empanadas, pero no, seguramente comieron otra cosa. Por supuesto, lo invitan a quedarse a dormir. Ruiz-Tagle acepta con sencillez. Durante la sobremesa, que se prolonga hasta altas horas de la noche, las Garmendia leen poemas ante el arrobo de la tía y el silencio cómplice de Ruiz-Tagle. Él, por supuesto, no lee nada, se excusa, dice que ante tales poemas los suyos sobran, la tía insiste, por favor, Alberto, léanos algo suyo, pero permanece inconmovible, dice que está a punto de concluir algo nuevo, que hasta no tenerlo terminado y corregido prefiere no airearlo, se sonríe, se encoge de hombros, dice que no, lo siento, no, no, no, y las Garmendia asienten, tía, no seas pesada, creen comprender, inocentes, no comprenden nada (está a punto de nacer la «nueva poesía chilena»), pero creen comprender y leen sus poemas, sus estupendos poemas ante la expresión complacida de Ruiz-Tagle (que seguramente cierra los ojos para escuchar mejor) y la desazón, en algunos momentos, de su tía, Angélica, cómo puedes escribir esa barbaridad tan grande o Verónica, niña, no he entendido nada, Alberto, ¿me quiere usted explicar qué significa esa metáfora?, y Ruiz-Tagle, solícito, hablando de signo y significante, de Joyce Mansour, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik (aunque las Garmendia dicen no, no nos gusta la Pizarnik, queriendo decir, realmente, que no escriben como la Pizarnik), y Ruiz-Tagle ya habla, y la tía escucha y asiente, de Violeta y Nicanor Parra (conocí a la Violeta, en su carpa, sí, dice la pobre Ema Oyarzún), y luego habla de Enrique Lihn y de la poesía civil y si las Garmendia hubieran estado más atentas habrían visto un brillo irónico en los ojos de Ruiz-Tagle, poesía civil, yo les voy a dar poesía civil, y finalmente, ya lanzado, habla de Jorge Cáceres, el surrealista chileno muerto en 1949 a los veintiséis años.
Y las Garmendia entonces se levantan, o tal vez sólo se levanta Verónica, y busca en la gran biblioteca paterna y vuelve con un libro de Cáceres, Por el camino de la gran pirámide polar, publicado cuando el poeta tenía sólo veinte años, las Garmendia, tal vez sólo Angélica, en alguna ocasión han hablado de reeditar la obra completa de Cáceres, uno de los mitos de nuestra generación, así que no es de extrañar que Ruiz-Tagle lo haya nombrado (aunque la poesía de Cáceres no tiene nada que ver con la poesía de las Garmendia; Violeta Parra sí, Nicanor sí, pero no Cáceres). Y también nombra a Anne Sexton y a Elizabeth Bishop y a Denise Levertov (poetas que aman las Garmendia y que en alguna ocasión han traducido y leído en el taller ante la manifiesta satisfacción de Juan Stein) y después todos se ríen de la tía que no entiende nada y comen galletas caseras y tocan la guitarra y alguien observa a la empleada que a su vez los observa, de pie, en la parte oscura del pasillo pero sin atreverse a entrar y la tía le dice pasa no más, Amalia, no seas huacha, y la empleada, atraída por la música y el jolgorio da dos pasos, pero ni uno más, y luego cae la noche, se cierra la velada.
Unas horas después Alberto Ruiz-Tagle, aunque ya debería empezar a llamarle Carlos Wieder, se levanta.
Todos duermen. Él, probablemente, se ha acostado con Verónica Garmendia. No tiene importancia. (Quiero decir: ya no la tiene, aunque en aquel momento sin duda, para nuestra desgracia, la tuvo.) Lo cierto es que Carlos Wieder se levanta con la seguridad de un sonámbulo y recorre la casa en silencio. Busca la habitación de la tía. Su sombra atraviesa los pasillos en donde cuelgan los cuadros de Julián Garmendia y María Oyarzún junto con platos y alfarería de la zona. (Nacimiento es famoso, creo, por su lozería o alfarería.) Wieder, en todo caso, abre puertas con gran sigilo. Finalmente encuentra la habitación de la tía, en el primer piso, junto a la cocina. Enfrente, seguramente, está la habitación de la empleada. Justo cuando se desliza al interior de la habitación escucha el ruido de un auto que se acerca a la casa. Wieder sonríe y se da prisa. De un salto se pone junto a la cabecera. En su mano derecha sostiene un corvo. Erna Oyarzún duerme plácidamente. Wieder le quita la almohada y le tapa la cara. Acto seguido, de un sólo tajo, le abre el cuello. En ese momento el auto se detiene frente a la casa. Wieder ya está fuera de la habitación y entra ahora en el cuarto de la empleada. Pero la cama está vacía. Por un instante Wieder no sabe qué hacer: le dan ganas de agarrar la cama a patadas, de destrozar una vieja cómoda de madera destartalada en donde se amontona la ropa de Amalia Maluenda. Pero es sólo un segundo. Poco después está en la puerta, respirando con normalidad, y les franquea la entrada a los cuatro hombres que han llegado. Éstos saludan con un movimiento de cabeza (que sin embargo denota respeto) y observan con miradas obscenas el interior en penumbras, las alfombras, las cortinas, como si desde el primer momento buscaran y evaluaran los sitios más idóneos para esconderse. Pero no son ellos los que se van a esconder. Ellos son los que buscan a quienes se esconden.