Pero lo cierto es que el retrato de Cherniakovski, enmarcado con una cierta ampulosidad, estaba allí, en la casa de Juan Stein, y eso probablemente fuera mucho más importante (me atrevería a decir que infinitamente más importante) que los bustos y las ciudades con su nombre y las innumerables calles Cherniakovski mal asfaltadas de Ucrania, Bielorrusia, Lituania y Rusia. No sé por qué tengo la foto, nos dijo Stein, seguramente porque es el único general judío de cierta importancia de la Segunda Guerra Mundial y porque su destino fue trágico. Aunque es más probable que la conserve porque me la regaló mi madre cuando me marché de casa, como una suerte de enigma: mi madre no me dijo nada, sólo me regaló el retrato, ¿qué me quiso decir con ese gesto?, ¿el regalo de la foto era una declaración o el inicio de un diálogo? Etcétera, etcétera. A las hermanas Garmendia la foto de Cherniakovski les parecía más bien horrible y hubieran preferido ver colgado un retrato de Blok, que les parecía verdaderamente buen mozo, o uno de Maiacovski, el amante ideal. ¿Qué hace un sobrino de Cherniakovski enseñando literatura en el sur de Chile?, se preguntaba a veces Stein, preferentemente borracho. Otras veces decía que iba a utilizar el marco para poner una fotografía que tenía de William Carlos Williams vestido con los aperos de médico de pueblo, es decir con el maletín negro, el estetoscopio que sobresale como una serpiente bicéfala y casi cae del bolsillo de una vieja chaqueta raída por los años pero cómoda y efectiva contra el frío, caminando por una larga acera tranquila bordeada de rejas de madera pintadas de blanco o verde o rojo, tras las cuales se adivinan pequeños patios o pequeñas porciones de césped -y algún cortacésped abandonado en mitad del trabajo-, con un sombrero de ala corta, de color oscuro, y los lentes muy limpios, casi brillantes, pero con un brillo que no invita a los excesos ni a los extremos, ni muy feliz ni muy triste y sin embargo contento (tal vez porque va calentito dentro de su chaqueta, tal vez porque sabe que el paciente al que visita no se va a morir), caminando sereno, digamos, a las seis de la tarde de un día de invierno.
Pero nunca cambió el retrato de Cherniakovski por la pretendida foto de William Carlos Williams. Sobre la autenticidad de esta última algunos miembros del taller y en ocasiones el propio Stein teníamos algunas reservas. Según las Garmendia más que William Carlos Williams parecía el presidente Truman disfrazado de algo, no necesariamente de médico, caminando de incógnito por las calles de su pueblo. Para Bibiano se trataba de un hábil fotomontaje: el rostro era de Williams, el cuerpo era de otro, tal vez efectivamente un médico de pueblo, y el fondo estaba compuesto por varios retazos: las cercas de madera, por un lado, el césped y el cortacésped por el otro, los pajaritos sobre las cercas e incluso sobre el volante del cortacésped, el cielo gris claro del atardecer, todo provenía de ocho o nueve fotos diferentes. Stein no sabía qué decir aunque admitía todas las posibilidades. De todas maneras la llamaba «la foto del doctor Williams» y no se deshacía de ella (a veces la llamaba la foto del doctor Norman Rockwell o la foto del doctor William Rockwell). Era, sin duda, uno de sus objetos más preciados, lo que no debe extrañar a nadie, pues Stein era pobre y tenía pocas cosas. En una ocasión (discutíamos sobre la belleza y la verdad) Verónica Garmendia le preguntó qué veía él en la foto de Williams si sabía casi con toda seguridad que no era Williams. Me gusta la foto, admitió Stein, me gusta creer que es William Carlos Williams. Pero sobre todo, añadió al cabo de un rato, cuando nosotros ya estábamos enfrascados con Gramsci, me gusta la tranquilidad de la foto, la certeza de saber que Williams está haciendo su trabajo, que va camino a su trabajo, a pie, por una vereda apacible, sin correr. E incluso más tarde, cuando nosotros hablábamos de los poetas y de la Comuna de París, dijo: no sé, casi en un susurro y creo que nadie le oyó.
Después del Golpe Stein desapareció y durante mucho tiempo Bibiano y yo lo dimos por muerto.
De hecho, todo el mundo lo dio por muerto, a todo el mundo le pareció natural que hubieran matado al cabrón judío bolchevique. Una tarde Bibiano y yo nos acercamos a su casa. Teníamos miedo de llamar a la puerta porque en nuestra paranoia imaginábamos que la casa podía estar vigilada e incluso que podía abrirnos la puerta un policía, invitarnos a pasar y no dejarnos salir nunca más. Así que pasamos enfrente de la casa tres o cuatro veces, no vimos luces y nos alejamos más bien con una pesada sensación de vergüenza y también con un secreto alivio. Una semana más tarde, sin decirnos nada, volvimos a pasar por la casa de Stein. Nadie contestó a nuestra llamada. Una mujer nos miró fugazmente desde una ventana, en la casa de al lado, y la escena además de traernos a la memoria momentos indeterminados de varias películas consiguió acrecentar la sensación de soledad y abandono que nos producía no sólo la casa de Stein sino la calle entera. La tercera vez que fuimos nos abrió la puerta una mujer joven a la que seguían un par de niños no mayores de tres años: uno caminaba y el otro gateaba. Nos dijo que ahora su marido y ella vivían allí, que no conoció al anterior inquilino, que si queríamos saber algo fuéramos a hablar con la arrendadora. Era una mujer simpática. Nos hizo pasar y nos ofreció una taza de té que Bibiano y yo rechazamos. No queremos molestar, dijimos. De las paredes habían desaparecido los mapas y la foto del general Cherniakovski. ¿Era un amigo muy querido y se fue de repente, sin avisar?, dijo la mujer con una sonrisa. Sí, dijimos, algo así.
Poco después me marché de Chile definitivamente.
No recuerdo si vivía en México o en Francia cuando recibí una carta de Bibiano muy corta, en estilo telegráfico, casi un enigma o un nonsense (pero en donde se adivinaba, si más no, un Bibiano alegre), acompañada de un recorte de prensa, probablemente de un diario de Santiago. El recorte hacía alusión a varios «terroristas chilenos» que habían entrado a Nicaragua por Costa Rica con las tropas del Frente Sandinista. Uno de ellos era Juan Stein.
A partir de ese momento las noticias sobre Stein no escasearon. Aparecía y desaparecía como un fantasma en todos los lugares donde había pelea, en todos los lugares en donde los latinoamericanos, desesperados, generosos, enloquecidos, valientes, aborrecibles, destruían y reconstruían y volvían a destruir la realidad en un intento último abocado al fracaso. Lo vi en un documental sobre la toma de Rivas, la ciudad sureña de Nicaragua, con el pelo cortado a tijeretazos, más flaco que antes, vestido mitad como militar y mitad como profesor de una universidad de verano, fumando en pipa y con los lentes rotos y atados con un alambre. Bibiano me envió un recorte en donde se decía que Stein y otros cinco antiguos militantes del MIR estuvieron combatiendo en Angola contra los sudafricanos. Más tarde recibí dos hojas foto-copiadas de una revista mexicana (entonces seguro que estaba en París) en donde se hacía referencia a las diferencias de los cubanos en Angola con algunos grupos de internacionalistas, entre ellos dos aventureros chilenos, únicos supervivientes (según ellos, y la charla con el periodista presumo que fue en un bar de Luanda por lo que también deduzco que estaban borrachos) de un grupo llamado Los Chilenos Voladores, nombre que me hizo evocar el del circo Las Águilas Humanas y sus interminables tournées anuales por el sur de Chile. Stein, por supuesto, era uno de los miristas supervivientes. De allí, supongo, pasó a Nicaragua. En Nicaragua hay momentos en que se le pierde la pista. Es uno de los lugartenientes de un sacerdote jefe guerrillero que muere en la toma de Rivas. Después manda un batallón o una brigada o es el segundo jefe de algo o pasa a la retaguardia a entrenar a jóvenes recién alistados. No participa en la entrada triunfal en Managua. Durante un tiempo desaparece otra vez. Se dice que es uno de los miembros del comando que asesina a Somoza en Paraguay. Se dice que está con la guerrilla colombiana. Incluso se dice que ha vuelto a África, que está en Angola o en Mozambique o con la guerrilla namibia. Vive en el peligro y como en las películas de vaqueros aún no se ha fundido la bala que pueda matarlo. Pero vuelve a América y durante un tiempo se establece en Managua. Según Bibiano, un poeta argentino, corresponsal suyo, le explica que durante un recital de poesía argentina, uruguaya y chilena organizada por este poeta (un tal Di Angeli) en el Centro Cultural de Managua uno de los asistentes, «un tipo rubio y alto, de lentes», realizó varias observaciones sobre la poesía chilena, sobre el criterio de selección de los textos leídos (los organizadores, entre ellos el propio Di Angeli, habían vetado por motivos políticos la inclusión de poemas de Nicanor Parra y Enrique Lihn), en una palabra, se cagó en los promotores de la lectura, al menos en lo que respecta a la parcela de la lírica chilena, pero eso sí, con mucha calma, sin ponerse violento, yo diría -decía Di Angelí- que con mucha ironía y algo de tristeza o de cansancio, vaya uno a saber. (Entre paréntesis, el tal Di Angelí, entre las incontables antenas epistolares que desde su zapatería de Concepción tenía Bibiano con el mundo, era uno de los más sinvergüenzas, cínicos y divertidos; típico arribista de izquierda, estaba dispuesto, sin embargo, a pedir perdón por sus omisiones y excesos de todo tipo; sus meteduras de pata, según Bibiano, eran antológicas y su triste vida en época de Stalin sin duda hubiera servido de modelo para una gran novela picaresca, aunque en la América Latina de los setenta sólo era eso, una vida triste, llena de pequeñas mezquindades, algunas hechas sin ni siquiera mala intención. Le hubiera ido mejor, decía Bibiano, en la derecha, pero, misterio, los Di Angelí son legión en las huestes de la izquierda; al menos, decía, todavía no se dedica a la crítica literaria, pero todo se andará. En efecto, durante la espantosa década de los ochenta repasé algunas revistas mexicanas y argentinas y encontré varios trabajos críticos de Di Angeli. Creo que había hecho carrera. En los noventa no he vuelto a toparme con su pluma, pero es que cada día leo menos revistas.) El caso es que Stein estaba de regreso en América. Y era, según Bibiano, el mismo Juan Stein de Concepción, el mismo sobrino de Iván Cherniakovski. Durante algún tiempo, el tiempo de un suspiro demasiado prolongado, se le pudo ver en sitios como la ya mencionada lectura de poetas del Cono Sur, en exposiciones de pintura, en compañía de Ernesto Cardenal (dos veces), en una función de teatro. Luego desaparece y ya nunca más se le vuelve a ver por Nicaragua. No ha ido demasiado lejos. Hay quien dice que está con la guerrilla guatemalteca, otros aseguran que lucha bajo la bandera del Frente Farabundo Martí. Bibiano y yo coincidimos en que una guerrilla con ese nombre se merecía tener a Stein de su lado. Aunque Stein probablemente hubiera matado con sus propias manos (en la distancia su ferocidad, su implacabilidad se agigantaba y distorsionaba como la de un personaje de una película de Hollywood) a los responsables de la muerte de Roque Dalton. ¿Cómo conciliar en el mismo sueño o en la misma pesadilla al sobrino de Cherniakovski, el judío bolchevique de los bosques del sur de Chile, con los hijos de puta que mataron a Roque Dalton mientras dormía, para cerrar la discusión y porque así convenía a su revolución? Imposible. Pero lo cierto es que allí está Stein. Y participa en varias ofensivas y golpes de mano y un buen día desaparece y esta vez es para siempre. Por entonces yo ya vivía en España, trabajaba en trabajos ingratos, no tenía televisión y tampoco compraba muy a menudo el periódico. Según Bibiano, a Juan Stein lo mataron durante la última ofensiva del FMLN, la que llegó a conquistar algunos barrios de San Salvador y que gozó de una amplia cobertura informativa. Recuerdo haber visto trozos de esa lejana guerra en bares de Barcelona en donde comía o a donde entraba a beber, pero aunque la gente miraba la tele el ruido de las conversaciones o del entrechocar de platos que iban y venían impedía escuchar nada. Incluso las imágenes que guardo en la memoria (las imágenes que tomaron esos corresponsales de guerra) son brumosas y fragmentadas. Con total claridad sólo recuerdo dos cosas: las barricadas en las calles de San Salvador, unas barricadas pobrísimas, más bien puestos de tiro que barricadas, y la figura pequeña, morena y nervuda de uno de los comandantes del FMLN. Se hacía llamar comandante Aquiles o comandante Ulises y sé que poco después de hablar con la televisión lo mataron. Según Bibiano todos los comandantes de aquella ofensiva desesperada llevaban nombres de héroes y semidioses griegos. ¿Cuál sería el de Stein, comandante Patroclo, comandante Héctor, comandante París? No lo sé. Eneas seguro que no, Ulises tampoco. Al final de la batalla, en la recogida de cadáveres, apareció un tipo rubio y alto. En los archivos de la policía se consigna una descripción somera: cicatrices en brazos y piernas, viejas heridas, un tatuaje en el brazo derecho, un león rampante. La calidad del tatuaje es buena. Un trabajo de artesano, verdad de Dios, de los que no se hacen en El Salvador. En la Dirección de Información de la policía el desconocido rubio figura con el nombre de Jacobo Sabotinski, ciudadano argentino, antiguo miembro del ERP.