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– Lo recordé hace un momento. Solo había doce damas en la mansión. Estuve pensando en eso todo el tiempo. La número trece permanece oculta, pero no porque sea la más fuerte sino por todo lo contrario. Quien la encuentre, puede destruir al grupo entero. Propongo que lo intentemos. Es la única posibilidad que tenemos de luchar.

– Yo estoy de acuerdo -dijo Ballesteros de inmediato-. No sé qué es todo esto, pero sé que han usado… la imagen de mi mujer para amenazar a mis hijos… -Se detuvo. Sentía escalofríos al recordarlo-. Quiero hacerles daño.

Rulfo miró a Raquel. Su colaboración le parecía imprescindible. Si la muchacha no los ayudaba, estaba seguro de que no iban a conseguir nada.

– Es absurdo -dijo ella por fin. Hablaba con lentitud. Parecía esforzarse en pronunciar cada frase-. Os oigo decir cosas… No sabéis… -Movió la cabeza, como harta de constatar aquella profunda ignorancia-. Es un coven … No tenemos la menor posibilidad contra un coven . Ni siquiera la tendríamos contra una sola de ellas… Sois… Somos simples humanos, ellas no.

– ¿Qué son? -preguntó Ballesteros-. ¿Qué diablos era esa niña? ¿Qué son todas?

– Brujas -replicó la muchacha.

El médico sonrió tras una pausa, pero sus ojos habían perdido cualquier rastro de humor.

– ¿Mujeres montadas en escobas que bailan en aquelarres…? Eso no existe.

– Tienes razón. Eso no existe. Pero las brujas sí. No montan en escobas ni bailan en aquelarres: recitan versos. Son las damas. Su poder es la poesía, el mayor de todos. Nada ni nadie puede hacerles nada. Nada ni nadie puede enfrentarse a ellas.

Rulfo se estremeció al percibir el orgullo soterrado pero evidente que revelaba aquel tono de voz.

– En cualquier caso -intervino con renovado énfasis-, nada de esto nos hubiera ocurrido de no haber sido por los sueños. Seguiríamos llevando nuestra vida normal y probablemente habríamos muerto ignorando la existencia de las damas, como la mayoría de las personas… Ellas nunca se mezclan directamente en las cosas. Inspiran a los poetas y luego usan sus versos, pero están acostumbradas a hacerlo tras los bastidores desde hace siglos. Lo que nos ha ocurrido es, simplemente, que nos hemos cruzado en su camino. Y lo hemos hecho porque una de ellas, Akelos, nos ha llamado, nos ha pedido ayuda. Ahora estoy seguro de que los planes de Akelos fueron largos y complejos: Leticia Milano, el abuelo de César, el retrato y el papel con la lista de las damas que encontré en casa de Lidia Garetti… Creo que Akelos ha ido dejándonos pistas en el pasado para que llegáramos a este punto. Eso significa que aún podemos hacer más. Podemos dañarlas encontrando a la dama número trece…

– Es imposible hallarla, Salomón. -La muchacha sacudió la cabeza-. Imposible.

– ¿Por qué estás tan segura?

– Lo estoy.

– Entonces -dijo Rulfo con fría rabia-, la solución es más fácil. Sigamos aguardando con los brazos cruzados a que Saga envíe a Baccularia para torturarnos otra vez con imágenes de nuestros seres queridos. Quizá ocurra esta tarde, esta noche, mañana, la semana que viene o dentro de un mes… Y cuando se harte, esperaremos a que acabe con nosotros como hizo con tu hijo…

– No lo menciones.

La advertencia, pronunciada con idéntica suavidad a todo lo que ella había dicho hasta entonces, tenía cierta cualidad de amenaza que hizo que Rulfo se envarara. Por un instante contempló sus fríos ojos tras la espesura del cabello húmedo. Presiónala. Hazla reaccionar . Tomó aire y prosiguió, alzando la voz.

– ¿Sabes qué me gustaría, Raquel…? Me gustaría que miraras de esa forma a la verdadera culpable. Pero, claro, Saga es demasiado poderosa, ¿no…? ¿En qué te ha convertido, a base de darte latigazos…? -Vio que sus gruesos labios temblaban. Pero solo sus labios. Los ojos lo miraban con terrible y negra dureza-. ¿Qué ha hecho de la poderosa Saga que fuiste…? Después de pisotearte, hundirte en el fango, hacerte vivir en completa humillación… ¿Qué más te ha hecho…? Voy a decírtelo. Te ha despojado de lo único que amabas, de lo único que has amado de verdad…

– Cállate.

– … lo ha torturado y asesinado delante de tus ojos, y ahora se ríe de tu sufrimiento mientras tú te arrodillas ante ella y gimes: «¡No podemos hacer nada, es imposible, es imposible…!».

De repente sucedió algo. Ambos hombres lo sintieron a la vez. Fue como si la temperatura de la habitación descendiera varios grados. Rulfo, que se disponía a hablar de nuevo, se interrumpió bruscamente.

– Sea -dijo ella. Su voz no sonaba distinta: era la de una mujer joven, la de Raquel. Pero ambos hombres se estremecieron al oírla-. Sea -repitió, en un tono más bajo.

– ¿Nos ayudarás? -preguntó Rulfo, casi implorante.

La muchacha asintió con la cabeza una sola vez. Ni Rulfo ni Ballesteros albergaron dudas sobre la sinceridad de sus intenciones.

– La última dama es la que otorga cohesión al coven , y por eso mismo es la más débil… Nunca aparece con las otras: permanece oculta en algún lugar y, desde él, interviene uniendo al grupo. Su identidad y el lugar donde se esconde son las primeras informaciones que te borran cuando te expulsan.

– ¿Tiene también una imago?

– Su imago es, justamente, el lugar donde se oculta Se llama receptáculo. No es necesariamente una figura de cera, cómo en el caso de las otras: puede ser cualquier cosa, incluso un ser vivo. Hallarlo es casi imposible.

– Pero, si diéramos con eso y lo destruyéramos…

– El receptáculo no puede ser destruido… Sin embargo, el solo hecho de encontrarlo y hacerla salir, pondría en peligro al coven Pero eso solo sería el primer punto a nuestro favor: luego tendríamos que enfrentarnos al coven .

La muchacha calló, aguardando una nueva pregunta. Mientras valoraba aquella información, Rulfo recordó sus últimos sueños: las puertas de cristal adornadas con abetos, la habitación con el número trece en la puerta y la enigmática frase de Akelos: «El paciente de la habitación número trece lo sabe». Pero ¿qué significaba eso? ¿Era una pista para hallar el receptáculo…? Y, si era así, ¿cómo interpretarla? ¿Se trataba, acaso, de un lugar real? Ballesteros no había sabido relacionar su descripción con ninguna clínica que él conociera.

Entonces recordó otra cosa.

– Esperad: las investigaciones de Herbert Rauschen… César sospechaba que sus informes sobre alumnos y profesores tenían como objeto hallar a esa dama. Me pregunto si estaba buscando el receptáculo, y si llegó a encontrarlo…

– Pero ellas eliminaron a Rauschen -objetó Ballesteros-. Tú mismo me lo dijiste.

– Sí, pero César se llevó sus archivos y los estuvo examinando… No responde al teléfono, pero intentaré entrar en su casa sea como sea y encontrar esos archivos. Es nuestra única posibilidad.

– Es buena idea -admitió Ballesteros-. ¿Y nosotros?

– Mejor que permanezcáis juntos hasta que regrese.

Se volvieron hacia ella. La muchacha parecía pensativa, con las piernas flexionadas sobre el sofá bajo el albornoz de Ballesteros, las rodillas ribeteadas por la luz del amanecer. Su cabello negro le pintaba sombras en el rostro. Era increíblemente hermosa. Tan hermosa que parecía prohibida. Ballesteros la miraba con un interés no exento de ciertos matices en los que no deseaba pensar y que su conciencia le reprochaba.

– De acuerdo -dijo ella por fin. Y repitió-: De acuerdo.

Llegó ese mismo día, al atardecer. Es nuestra única posibilidad , pensaba mientras subía en el viejo ascensor. Si los archivos no están y han eliminado a César… Pero no deseaba enfrentarse a eso. Aún no.

La puerta del ático se hallaba cerrada y silenciosa. Recordó la vez que los había visitado, semanas antes, para involucrarlos en aquel horror. Supo que solo había una forma de expiar su culpa. Llamó y esperó. Llamó otra vez. Y otra. Se disponía a intentar forzar la cerradura cuando percibió ligeros ruidos en el interior. Bendito seas, César, estás vivo .

La puerta se abrió, pero Rulfo quedó aturdido al contemplar el rostro que lo miraba desde la abertura: un espectro de cabellos grises y revueltos y mejillas hundidas. El hedor llegó después a sus sentidos como otro pequeño e inseparable fantasma.

– ¿Salomón…? Pasa…

El interior del ático se hallaba plagado de oscuridad y olores: de la primera tenían la culpa las persianas cerradas, una de ellas oblicua y rota; de los últimos, las posibilidades se repartían entre la podredumbre, el tabaco, la marihuana, el sudor y un pungente aroma a papel quemado. Había una silla volcada, una cortina en el suelo, botellas de licor rotas, libros y revistas desparramados y enormes manchas sobre las bonitas alfombras. Nada quedaba del sofisticado lugar donde, alguna vez, César y Susana habían jugado a la felicidad.

– ¿Qué ha ocurrido, César?

Su viejo profesor lo miró como si aquélla fuera la pregunta más inesperada de todas. No vestía una de sus lujosas batas de seda sino una camisa larga que alguna vez había sido azul oscura, y pantalones de pana. Estaba en calcetines. De repente se llevó un índice tembloroso a los labios.

– ¡Chist…! No hablemos tan alto… No quiero despertarla…

Rulfo se puso rígido.

– ¿A quién?

– A quién va a ser… -César se había apartado de él y caminaba encorvado por el estropicio del salón-. A Susana.

– ¿Susana está aquí? -Rulfo sentía en la garganta el obstáculo denso del miedo.

– Claro, como siempre. En el cuarto.

Avanzaron como espectros hasta la habitación clausurada donde habían discutido durante su última visita. César cogió el pomo y lo hizo girar. La puerta se abrió milimétricamente descubriendo una franja de luz, la mullida alfombra, el televisor…

Rulfo lo miraba todo completamente tenso, con los puños apretados, esperando ver aparecer en cualquier momento Dios sabía qué. Su corazón se había convertido en un mazo manejado por un loco.

– ¿Susana? -llamó César-. ¿Susana…? Mira quién ha venido…

La puerta se abrió del todo.

No había nadie en la pequeña habitación. César pareció desconcertado.

– Debe de estar… Claro, en el dormitorio… -Entonces se volvió hacia Rulfo y le mostró los dientes-. ¿Por qué tanto interés por ella, Salomón…? ¿Es que sigues follándotela?

Siempre habían existido dos Rulfos, y el primero miraba con malos ojos el impulso irracional del segundo. En aquel momento ocurrió igual: se odió a sí mismo cuando aferró a César de la camisa y lo arrojó sobre el sofá, aquel mueble destellante del que tan orgulloso se sentía su antiguo profesor. César se dejó maltratar como un muñeco de ventrílocuo y, una vez allí, no hizo ningún intento por levantarse. Simplemente, le sonrió con una mueca de dientes devastados.

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