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V. LA FIGURA

La muchacha llegó a casa muy tarde aquella noche, cruzó el patio con un repiqueteo de tacones, introdujo la llave en la cerradura, abrió y sintió que el corazón le daba un vuelco. Había luz en el saloncito. La lámpara de camping estaba encendida. Y olía a tabaco, pero no de la marca que solía fumar Patricio.

Supo quién era antes de oír la voz.

– Ignoraba tus aficiones noctámbulas. Llevo esperándote por lo menos dos horas.

De pie en el umbral, la muchacha tomó aire, apretó los párpados e intentó reunir fuerzas. Aquella visita era cruel después de un día tan agotador, pero sabía que los clientes podían venir cuando les apeteciera. Patricio les había dado copias de su llave a todos los que pagaban bien y ella estaba obligada a atenderlos, fuera la hora que fuese. Recobró la compostura enseguida, entró, cerró la puerta y avanzó hacia el saloncito.

El hombre estaba sentado en el desvencijado tresillo con las piernas abiertas. Vestía como siempre: traje oscuro, camisa a rayas grises y corbata perla, azul y gris. La camisa y la corbata abultaban debido a la prominencia del vientre. Alzaba una mano con un cigarrillo entre los dedos. Su rostro blando y blancuzco se hallaba atravesado por unas gafas de sol y una sonrisa perennes. Nunca se quitaba aquellas gafas. Nunca dejaba de sonreír. Ella ignoraba su nombre.

Le saludó sin recibir respuesta, dio dos pasos más y se detuvo frente a él.

– ¿No vas a disculparte?

– Lo siento.

Sabía que todo formaba parte del juego preferido del hombre de las gafas negras: la humillación. Por supuesto, no se sentía culpable de llegar a esa hora. Los viernes y sábados las citas se acumulaban, y debía, además, acudir al local del club, un antro de paredes rojas en los sótanos de un burdel de carretera, para concertar sus próximas citas. Al terminar deseaba únicamente cerrar los ojos y descansar todo lo posible. Pero su vida no era suya, y lo sabía. Ni su descanso.

– ¿Eso es lo único que se te ocurre decir?

De repente ella se había puesto a pensar en otra cosa.

La habitación cerrada.

Aquel tipo afirmaba llevar mucho tiempo esperándola. Pero ¿se había limitado a aguardar allí sentado? No: lo más lógico era que hubiese recorrido su minúscula casa y entrado en aquella habitación. Y si había sido así, ¿qué había hecho?

Se moría de ganas por comprobar que todo estaba bien. Pero no podía hacer eso. Aún no.

Una puntera de zapato tocó su pie izquierdo.

– Repito: ¿ésa es tu forma de disculparte…? ¿Decir «lo siento»?

El hombre continuaba tranquilo, cómodamente sentado, sosteniendo el cigarrillo entre sus gruesos dedos con el ampuloso gesto de un pantocrátor de piedra, sonriendo y hablando con suavidad, casi en tono cariñoso. Sin embargo, ella sabía cómo era en realidad. Sus maneras no la engañaban. De hecho, era casi el peor de todos. Acostumbraba a aparecer de forma imprevista, en medio de la noche, y sus visitas siempre resultaban inolvidables. La mayoría de los clientes solo buscaba diversión, pero el hombre de las gafas negras parecía desear únicamente su sufrimiento. La muchacha le temía más que a Patricio.

Se arrodilló en el suelo e inclinó la cabeza. No tuvo necesidad de apartarse el pelo: en el trabajo siempre se lo ataba en un moño sobre la nuca.

– Lo siento -repitió.

Las gafas, encaramadas sobre la sonrisa como un cuervo, la contemplaban.

– Me decepcionas. Mi perro braco sabe hacerlo mejor que tú…

La muchacha respiró hondo. Sabía lo que él quería y cómo acabaría todo.

Sin incorporarse, se quitó la cazadora, deslizó el jersey por encima de la cabeza y comenzó a desabotonarse la falda. En los cristales de las gafas negras su cuerpo se reflejó como una llamarada. Se despojó también de los zapatos, las medias y las bragas a un ritmo lo bastante rápido como para no impacientar al hombre, pero cuidando de no estropear ninguna prenda. Cuando acabó de desvestirse se tendió en el suelo por completo, con suma sencillez, acostumbrada a hacerlo miles de veces. Sintió la frialdad de las baldosas contra la carne y la dureza metálica de las anillas y el collar de Patricio, de los que nunca podía desprenderse, y buscó con los labios los lujosos zapatos. Olió a cuero nuevo. Sacó la lengua.

El brusco, inesperado tirón de pelo le hizo alzar la cabeza.

– Abre los ojos -dijo el hombre con otro tono de voz.

Lo hizo. La mano tiró de su cabello y ella se incorporó un poco, solo un poco, hasta quedar de rodillas. Vio oscilar frente a su nariz un saquito de tela rígida.

– Dónde está.

Sus ojos se desviaron lentamente del saquito a las gafas de sol. La sonrisa había desaparecido del rostro del hombre.

– Solo he encontrado la filacteria. Dónde está la figura.

El hombre seguía agarrándola del pelo y haciendo oscilar el saquito frente a su rostro con la otra mano. Al pronto, ella no supo de qué podía estar hablando. Entonces lo recordó todo. Fue como si el miedo la hubiese mordido.

– No sé -dijo.

– Claro que lo sabes. -El hombre tiró de su pelo una vez, luego otra-. No se te ocurra mentirme. Ni lo pienses siquiera.

– No miento, no lo sé, de verdad, no lo sé…

Era cierto. Se había olvidado por completo de aquella estúpida figura. Suponía que el tipo barbudo, (¿cómo se llamaba…?Rulfo. Salomón Rulfo ), se la había llevado junto con el retrato la noche anterior. Pero lo más increíble era comprobar que aquel hombre sabía algo sobre eso. ¿Acaso conocía también las pesadillas que ella había tenido? Había mencionado un extraño nombre: «filacteria». ¿Qué podía significar?

– Te lo preguntaré una vez más. Una sola, y quiero una respuesta. -El hombre acentuaba cada palabra con un fuerte tirón de pelo, obligándola a arquearse hacia atrás-. Dime, exactamente, dónde has escondido la figura…

¿Qué podía hacer? Lo único que conseguiría si se callaba sería que el hombre le hiciera más daño. Y, aunque no le atemorizaba demasiado el dolor que pudiera infligirle, de repente le preocupaba mucho que hubiese descubierto aquello y decidiera dañarlo también. En otras circunstancias, quizá no hubiese dicho nada. Odiaba a aquel hombre con todas sus fuerzas y no deseaba implicar a Rulfo, pero ahora ya no había remedio.

– La tiene él… Se llama Salomón Rulfo. No sé dónde vive, pero sé su teléfono…

Por un momento el hombre no reaccionó. Contemplando de cerca los inclementes cristales negros, la muchacha se preguntó, sin excesiva emoción, si la mataría en ese mismo instante. Entonces las gafas retrocedieron.

– Espero por tu bien que sea cierto. -Su pelo quedó libre y el hombre se puso en pie-. Lo espero de verdad. Confío en que no quieras jugármela… -Y, de alguna forma, aunque ella seguía arrodillada y solo veía los zapatos y las perneras del pantalón del hombre, percibió que la sonrisa regresaba a sus rasgos como una luz helada-. Pero no vamos a despedirnos sin un poco de diversión, ¿no te parece…?

la figura

Dentro de ella había una tumba.

Dentro de aquella tumba milenaria, nada ni nadie podía dañarla.

La patada la arrojó al suelo. Sintió el peso sobre su espalda, separándole las piernas. Apretó los dientes.

la figura. allí.

De la tumba emergían filosas llamas oscuras. Llamas que eran como la luz de una luna quemada. Como una hoguera elaborada con estrellas. Un incendio frío que, al carbonizar el mundo, lo dejaba convertido en pura noche negra.

Arañó las baldosas mientras aquel peso se hundía dentro de ella.

la figura. allí. en una esquina.

En esa tumba, en esa cámara clausurada de su imaginación, se refugiaba para soportar el dolor. En su interior seguía siendo ella, pero se volvía indestructible.

Abrió los ojos a ras del suelo un instante. Y la vio.

La figura. Allí. En una esquina.

– Recuerda: si me has mentido, volveré…

Díselo y que se la lleve. Díselo.

No, no se lo digas.

El hombre había añadido algo. Una amenaza precisa. Comprendió, aturdida, que había descubierto lo que había en la habitación cerrada. Debo ir y ver. Debo ir y ver . Escuchó el sonido de la puerta. Luego el silencio. Siguió inmóvil.

¿Por qué no se lo has dicho? ¿Por qué?

Debo ir y ver. Debo.

La frialdad de las baldosas entumecía su vientre y sus pechos, anestesiándola como un gélido ungüento. Sabía que debía levantarse, pero un vértigo de dolor y fatiga la mantenía quieta.

Antes de cerrar de nuevo los ojos volvió a mirar hacia la pared del fondo. No había sido una alucinación: allí estaba, tirada en el suelo.

Parpadeó en medio de una helada y dispersa penumbra, una taxonomía de distintos matices de sombra, y advirtió la presencia de una de sus botas a escasa distancia de su ojo derecho.

Una media. Su ropa por el suelo.

Se incorporó. Un alambre cayó a las baldosas: una horquilla. Se quitó las demás con furiosos ademanes. Su pelo increíblemente negro y largo llovió sobre sus hombros y espalda. Entonces se tambaleó hacia el cuarto de baño, tanteó a oscuras hasta levantar la tapa del retrete y vomitó. Un sabor acre la anegó. El mundo era un carrusel de sombras que daba vueltas a su alrededor.

Se quedó sentada en el suelo, jadeando, hasta recobrar la calma, la estabilidad, la obligación de permanecer tranquila.

Lo único malo era que siempre terminaba recuperándose. Su cuerpo, ese saco muscular de arena firme, nunca cedía, nunca le ofrecía la capitulación final, como ella ansiaba. Estaba diseñado, sin duda, por algún tipo de dios cruel, alguna divinidad sádica y calculadora. Ella lo odiaba. Le repugnaba cada una de sus fibras.

Se puso en pie y abrió el grifo de la ducha. El agua helada terminó de despejarla. Se lavó una y otra vez, intentando desprenderse hasta el último resto de la presencia de aquel tipo. Con todo, el hombre de las gafas negras nunca dejaba otras huellas sobre su piel que los golpes y una sensación de despreciable humillación. Ella sospechaba, incluso, que ni siquiera sentía verdaderos deseos de poseerla. Cuando la penetraba, como esa noche, se comportaba como un simple mecanismo, un instrumento que parecía destinado únicamente a vejarla una y otra vez. Pero el agua le hacía creer, al menos, que parte de su nauseabundo recuerdo desaparecía para siempre.

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