La sombra se deslizaba entre los árboles. La maleza y la noche le otorgaban el aspecto de una figura incorpórea, pero era un hombre joven, de cabello largo, vestido informalmente. Al llegar al límite de la espesura se detuvo. Tras una pausa, como para asegurarse de que el camino se hallaba libre, atravesó el jardín en dirección a la casa. Era grande, con una galería de columnas blancas en la fachada a modo de peristilo. El hombre subió las escalinatas de la galería, penetró en la casa con tranquila sencillez, recorrió la planta baja sin encender una sola luz y se paró frente a la puerta cerrada del primer dormitorio. Entonces sacó del bolsillo uno de los objetos que llevaba. La puerta se abrió sin ruido. Había una cama, un bulto bajo las sábanas; se oía una respiración. El hombre entró como la niebla, más leve que una pesadilla, se acercó al lecho y vio la mano, la mejilla, los ojos cerrados de la muchacha dormida. Apartó con delicadeza la mano y, segundos antes de que despertara, levantó su pequeño mentón descubriendo el cuello desnudo, un punteado de lunares, la vida latiendo bajo la piel; apoyó la punta del objeto cerca de la nuez y ejerció una ligera y exacta presión. Un rastro como de pétalos rojos lo acompañó hasta el segundo dormitorio, donde se hallaba la otra mujer. Cuando salió de este último, sus manos estaban más húmedas, pero no las secó. Regresó por donde había venido en busca de las escaleras que llevaban a la planta superior.
Sabía que arriba se encontraba su verdadera víctima.
Las escaleras desembocaban en un pasillo. Era largo, estaba alfombrado y se adornaba de bustos clásicos colocados sobre pedestales. La sombra del hombre eclipsaba los bustos conforme pasaba frente a ellos: Homero, Virgilio, Dante, Petrarca, Shakespeare…, silenciosos y muertos dentro de la piedra, inexpresivos como cabezas decapitadas. Llegó al final del corredor y cruzó una antecámara mágicamente revelada por la intensa luz verde de un acuario sobre un pedestal de madera. Era un objeto llamativo, pero el hombre no se detuvo a contemplarlo. Abrió una puerta de doble hoja junto al acuario, y, con una linterna, convocó las formas de una lámpara de araña, varias butacas y una cama con dosel. Sobre la cama, una figura imprecisa. El brusco tirón de las sábanas la despertó.
Era una mujer joven, de cabello muy corto y anatomía delgada, casi frágil. Estaba desnuda, y al incorporarse, los pezones de sus pequeños senos apuntaron hacia la linterna. La luz cegaba sus ojos azules.
No hubo intercambio de palabras, apenas hubo sonidos.
Simplemente, el hombre
no
se abalanzó sobre ella.
no quiero
La noche proseguía afuera: había búhos que observaban con ojos como discos de oro y sombras de felinos en las ramas. Las estrellas formaban un dibujo misterioso. El silencio era una presencia terrible, como la de un dios vengador.
En el dormitorio, todo había terminado. Las paredes y la cama se habían teñido de rojo y el cuerpo de la mujer yacía disperso sobre las sábanas. Su cabeza separada del tronco se apoyaba en una mejilla. Del cuello sobresalían cosas semejantes a plantas marchitas emergiendo de un búcaro.
Silencio. Paso del tiempo.
Entonces sucede algo.
Lenta pero perceptiblemente, la cabeza de la mujer comienza a moverse,
no quiero soñar
gira hasta quedar boca arriba, se incorpora con torpes sacudidas y se apoya en el cuello cortado. Sus ojos se abren de par en par
no quiero soñar más y habla.
– No quiero soñar más.
El médico, un hombre corpulento de cabellos y barba sorprendentemente blancos, frunció el ceño.
– Los somníferos no van a ayudarle a no soñar -advirtió.
Hubo una pausa. El bolígrafo planeaba sobre la receta sin posarse. Los ojos del médico observaban a Rulfo.
– ¿Dice que siempre es la misma pesadilla?… ¿Quiere contármela?
– Contada no es igual.
– Pruebe, de todas formas.
Rulfo desvió la vista y se removió en el asiento.
– Es muy complicada. No sabría.
En la consulta no se escuchaba el menor ruido. La enfermera dirigió sus parpadeantes ojos negros hacia el médico, pero éste seguía observando a Rulfo.
– ¿Desde cuándo lleva soñando lo mismo?
– Desde hace dos semanas, no todas las noches, pero sí la mayoría.
– ¿En relación con algo que usted sepa?
– No.
– ¿Nunca había tenido sueños así?
– Nunca.
Leve rumor de papeles.
– «Salomón Rulfo», un nombre curioso…
– La culpa es de mis padres -replicó Rulfo sin sonreír.
– Ya imagino. -El médico sí sonrió. Su sonrisa era amplia y afable, como su rostro-. «Treinta y cinco años.» Muy joven todavía… «Soltero…» ¿Cómo es su vida, señor Rulfo? Quiero decir, ¿en qué trabaja?
– Estoy en paro desde finales del verano. Soy profesor de literatura.
– ¿Cree que le está afectando mucho esa situación?
– No.
– ¿Tiene amigos?
– Algunos.
– ¿Amigas? ¿Novia?
– No.
– ¿Es feliz?
– Sí.
Hubo una pausa. El médico dejó el bolígrafo a un lado y se frotó el rostro con las manos. Tenía unas manos grandes y gruesas. Luego retornó a los papeles y reflexionó. Aquel tipo contestaba como una máquina, como si nada le importara. Quizá estuviera ocultando algo, quizá aquellos sueños se relacionaran con un suceso que no deseaba recordar, pero lo cierto era que solo se trataba de pesadillas. Él atendía diariamente a enfermos con problemas mucho más graves que unos cuantos sueños desagradables. Decidió darle un par de consejos y acabar cuanto antes.
– Escuche, las pesadillas no tienen demasiada trascendencia clínica, pero son la prueba de que algo no marcha bien en nuestro organismo… o en nuestra vida. Un somnífero es un parche inútil, se lo aseguro, no va a impedirle soñar. Procure beber menos, no acostarse recién comido y…
– ¿Me va a dar los somníferos? -interrumpió Rulfo con suavidad, pero su tono revelaba impaciencia.
– No es usted un hombre muy locuaz -dijo el médico tras una pausa.
Rulfo sostuvo su mirada. Por un momento fue como si uno de los dos quisiera añadir algo, compartir algo con el otro. Pero un segundo después los ojos retornaron al suelo o a los papeles del escritorio. El bolígrafo descendió y se deslizó por la receta.
El prospecto aconsejaba una sola píldora antes de acostarse. Rulfo ingirió dos, ayudándose de un vaso de agua que rellenó en el lavabo del cuarto de baño. Desde el espejo le observaba un hombre no muy alto pero sí robusto, de cabellos y barba ensortijados y negros y dulces ojos castaños. Salomón Rulfo gustaba a las mujeres. Su atractivo sobrevivía intacto a su descuido personal. Debido a ello, la imaginación de las dos o tres ancianas solitarias del destartalado edificio donde vivía ardía inventándole un turbio pasado. ¿De dónde había salido aquel joven que no hablaba con nadie y casi siempre apestaba a alcohol? Sabían su nombre (Salomón, madre mía, el pobre), que cogía unas borracheras preocupantes, que andaba con putas de vez en cuando, que había comprado al contado el pequeño apartamento del tercero izquierda casi dos años atrás y que vivía solo. Pese a todo, preferían su presencia a la de los inmigrantes que ocupaban el resto de pisos de aquel bloque de Lomontano, una callejuela angosta y desordenada cerca de Santa María Soledad, en el centro de Madrid. Las más pesimistas pronosticaban, sin embargo, que el «barbudo» les daría un susto tarde o temprano. Y agregaban, inclinadas sobre los oídos de las otras: «Tiene aspecto de delincuente». «Estoy segura de que es buena persona», lo defendía la portera, sin poner objeciones a la opinión sobre su aspecto.
Rulfo salió del baño y efectuó una parada en el comedor para liquidar los residuos de una botella de orujo, regalo prehistórico de cumpleaños de su hermana Luisa. Se dijo que debía acordarse de comprar whisky al día siguiente. Era un gasto que no podía permitirse, pero, después de la poesía y el tabaco, el whisky era una de las cosas que más necesitaba en este mundo. Luego se dirigió al dormitorio, se desvistió y se metió en la cama.
Estaba solo, como siempre, en medio de la noche. Su soledad nunca era fácil, pero ahora, además, le atemorizaba aquella pesadilla. Ignoraba qué podía significar, y su mecánica repetición había llegado a agobiarlo. Estaba seguro de que se trataba de una quimera, una fantasía emergida del pantano de su subconsciente, pero retornaba de forma casi inevitable, noche tras noche, desde hacía dos semanas. ¿Relacionada con algo? Relacionada con nada, doctor. O con todo. Depende.
Su vida era propicia para los malos sueños, pero lo más grave, lo decisivo , había ocurrido hacía dos años. Resultaba absurdo suponer que ahora empezaba a pagar la factura de aquella remota tragedia. Esa tarde, en el ambulatorio de Chamberí, había sentido la tentación (ignoraba por qué) de confiar por primera vez en alguien y confesárselo todo a aquel médico. Por supuesto, no lo había hecho. Ni siquiera había querido contarle la pesadilla. Pensó que así evitaría molestas preguntas y, quién sabe, hasta la posibilidad de recibir una papeleta gratis para el manicomio. Sabía que no estaba loco. Lo único que necesitaba era dejar de soñar. Prefería confiar en las píldoras.
Encendió la luz de la mesilla de noche, se levantó y decidió leer algo sublime mientras aguardaba a que la oleada hipnótica lo cubriera como una suave y tibia marea. Examinó las estanterías del dormitorio. Tenía estanterías repletas en el comedor y el dormitorio. Había libros apilados junto al ordenador portátil, incluso en la cocina. Leía en todas partes y a todas horas, pero solo poesía. Las ancianas de Lomontano jamás habrían sospechado una afición así en aquel hombre, pero lo cierto era que procedía de la más temprana juventud de Rulfo y se había acrecentado con los años. Había estudiado filología y, en sus buenos tiempos (¿cuándo habían sido? ), había enseñado historia de la poesía en la universidad. Ahora, nadando en la soledad, con su padre muerto, su madre condenada a vejez perpetua en una residencia y sus tres hermanas dispersas por el mundo, la poesía constituía su única tabla de salvación. Se aferraba a ella a ciegas, sin importarle el autor, ni siquiera el idioma. No le resultaba preciso entenderla: gozaba con el simple ritmo de los versos y el sonido de las palabras, aunque fueran extrañas.