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X. EL INTERROGATORIO

Las mariposas estorban su mirada, se posan en su rostro, en su pelo. Puede espantarlas moviendo la cabeza, pero no lo hace. Sus manos están atadas a la espalda con una guirnalda de flores entre las que predominan caléndulas y pensamientos. Aunque las ligaduras son muy débiles, una línea de Verlaine le impide siquiera flexionar los dedos. Antes de llevarla al cenador la han desnudado y vestido con una simple túnica rojo oscuro hasta los pies. Su cabello suelto desciende en densas oleadas negras por la espalda. Permanece inalterable, silenciosa, firme. Parpadea solo cuando el soplo de un ala de mariposa sacude sus largas pestañas.

Ha llegado la hora , piensa.

Lo único que le preocupa es su hijo. No ha vuelto a verlo desde que Patricio (aunque no era Patricio ya, y ahora lo sabe) y el hombre de las gafas negras los encontraran en el motel. Comprende que el niño es su punto débil, y que ellas intentarán utilizarlo. Ignora si está preparada para soportar eso. Sin embargo, algo le dice que no se atreverán a hacerle daño. Ahora que lo recuerda todo, sabe que ellas tomaron una decisión, y que la unión del grupo exige que se respeten las decisiones de la mayoría. Su hijo será usado para amenazarla, para obligarla a hablar, pero no lo tocarán. Está segura. El problema consiste en resistir.

Dos figuras se acercan. Las reconoce. Maleficiae trae del brazo al hombre que la ha estado ayudando desde que todo comenzara. El hombre tiene el semblante pálido y se tambalea al caminar. También él deberá sufrir su particular tormento. Ella ignora por qué se ha visto involucrado, ya que es un simple ajeno. Intentó disuadirle de acudir a la cita, pero, de todas formas, comprende que las cosas no habrían sido muy diferentes si él le hubiera hecho caso. Siente compasión, pero ya no puede hacer nada.

Solo desea que se presenten todas cuanto antes.

Y, con ellas, aquella a quien está deseando volver a contemplar aunque sea lo último que haga: la que ha convertido su vida en un infierno.

Quiere verla otra vez, cara a cara, pese a que, al mismo tiempo, la mera idea de hacerlo le produzca un intenso pavor.

Rulfo decidió no ofrecer resistencia. Los individuos vestidos con libreas de mayordomo llevaron sus manos a la espalda y uno de ellos recitó una línea en francés, paralizando sus muñecas. Entonces las rodearon con una ringlera de flores.

La muchacha, junto a él, se encontraba igualmente atada. No le sorprendió demasiado verla allí; supuso que habían enviado a cualquier sectario para traerla. Percibió la indomable, fría voluntad que manaba de aquellos ojos oscuros: era la prisionera, pero parecía la reina. Él se hubiese contentado con poseer la mitad de su valor. Se preguntó vagamente dónde estaría el niño.

Iban a matarlos. Sobre eso no albergaba dudas. Lo que le obsesionaba era la forma .

Nunca había sido un hombre valiente, y ahora lo comprobaba. Su aparente coraje consistía, más bien, en rabia o indiferencia. Pero ya no iba a poder seguir dándole la espalda al miedo. A partir de aquel momento -comprendió- ya no podría dejar de ser cobarde hasta el final.

Y quizá ese final se demorase.

Quizá no llegase nunca.

Ouroboros. Rauschen.

No pienses en eso.

Miró a su alrededor. El cenador estaba casi vacío: aparte de la muchacha y él, solo quedaban dos mayordomos. Sin embargo, en la amplia terraza, que podía divisar perfectamente desde donde se encontraba, se aglomeraba un bullicioso y festivo grupo de trajes de noche. Ignoraba dónde se había metido la mujer obesa.

De pronto parpadeó

una

y las vio frente a él. Supuso que ahora ahora eran ellas, no maniquíes. Se encontraban de pie, en fila, con trajes de fiesta de distintos colores y tamaños, zapatos de tacón, peinados de peluquería,

una, dos, tres, cuatro, cinco

maquillaje, medias satinadas, toda la parafernalia de la feminidad occidental. Los símbolos de oro brillaban sobre sus pechos.

una, dos tres, cuatro, cinco, seis, siete

Un pelotón de fusilamiento. Un tribunal inquisidor.

Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete.

Podían ser brujas, pero no había nada extraño en sus apariencias: ni pupilas rojizas, ni narices ganchudas, ni excrecencias cómicas, ni rabos terminados en punta.

Ocho, nueve.

Salvo la mujer obesa, todas eran extraordinariamente hermosas, o así se lo parecieron. Sin embargo, a su modo, también anodinas, patéticas, impersonales (la elección de Miss Uni-Versos, pensó, y le entraron ganas de reír ante su propio juego de palabras). Si se trataba realmente de las damas, los poetas de todo el mundo habían amado tan solo espejismos inexistentes.

Diez, once.

Cierto que algunas mostraban detalles peculiares. La niña seguía siendo especialmente bella. Los ojos de la muchacha que se hallaba junto a ella estaban llenos de sombras. El rostro de la joven del símbolo de la rosa despedía cierta luminiscencia. La mujer obesa recordaba a un cincuentón aficionado a usar la ropa de su esposa en la intimidad. La número once, que portaba el medallón con forma de araña, debía de ser la nueva Akelos, la sustituta de Lidia Garetti, de pelo rojizo y ceñido traje corto.

Once. Faltaban dos.

Se había desatado un hondo silencio: no se oían risas, ni músicas, ni conversaciones. Era como si nunca hubiese habido fiesta. La casa parecía vacía y estaba a oscuras. Los candelabros del cenador formaban una única isla de claridad en medio de la noche. Y en el borde de esa isla, la hilera de las damas.

Faltaban dos.

Un revuelo mudo de mariposas, una agitación del aire, y otra figura apareció de pie frente a las demás. Era una chica muy joven, de baja estatura, pelo oscuro y corto, breve vestido de terciopelo negro y zapatos planos. Tenía el aspecto de un director de orquesta novato, con una sonrisa bobalicona en su carita agradable y huesuda, como si esperase aplausos.

– Bienvenida, Raquel… -Hablaba castellano con acento francés, como la mujer obesa-. Señor Rulfo, encantada. Me llamo Jacqueline. Deseo que se encuentre a gusto en nuestra casa. -Ni Rulfo ni la muchacha contestaron. La joven pareció algo cortada ante el silencio que había obtenido tras su amable saludo. Por un instante fue como si no se le ocurriera qué otra cosa decir. Las mangas del vestido le quedaban largas, casi hasta los dedos: las agitó, y una flor de mariposas se deshizo en el aire-. Uf, cada año hay más. Pero ¿a quién pueden molestar…? Seres inofensivos y encantadores… -Pareció aguardar de nuevo alguna reacción. Entonces se dirigió a la muchacha-. Has recuperado tus recuerdos, ¿verdad? Sabes quién fuiste. No entendemos muy bien esto. Hay muchas cosas que no entendemos sobre ti. Quizá puedas explicárnoslas. -Hizo un gesto amistoso, como animándola a hablar-. Dime, has recuperado los recuerdos, ¿no?

– Sí. He recuperado los recuerdos.

Raquel la miraba entornando los párpados, las cejas unidas en el ceño. En su actitud, Rulfo no solo percibió un intenso desprecio: también repugnancia, como si estuviese contemplando un insecto repulsivo a escasa distancia de su rostro.

– Lástima… A veces, lo más hermoso es el misterio de olvidar.

– En efecto. Particularmente, todo lo que me hiciste.

Quedaron mirándose en silencio, la joven sin perder su sonrisa ni Raquel aquella expresión de su ceño, como dos adolescentes que se guardaran rencor por algún tipo de trastada inolvidable. Entonces Rulfo se fijó en el medallón en forma de espejito redondo que brillaba sobre el escote de la joven: era el símbolo de Saga, la número doce, según Los poetas y sus damas . Ella era, pues, «la peor de todas» . Pero no lo parecía ni de lejos. Se mostraba incluso algo tímida, como una aspirante a actriz que tuviera la oportunidad de interpretar un gran papel debido a enfermedad de la protagonista.

– Si te parece, hablemos del presente -propuso la joven-. ¿Por qué no consigo ver la imago, Raquel?

Hubo una pausa. La muchacha no contestó.

– Explícame por qué no consigo verla y te dejaré libre.

Nueva pausa. Nuevo silencio. En el cenador nadie se movía. Las damas parecían piezas de un juego incomprensible. Solo la joven gesticulaba discretamente al hablar.

– No imaginas lo que nos desconcierta esto. Sabemos que la has ocultado, pero no quiero que me digas por qué , ni siquiera dón de está… Solo quiero que me expliques eso de que no logremos verla… Un gran… ¿Cómo decirlo…? Un gran vacío, una mancha ciega la rodea, los versos no la alcanzan. ¿Qué ocurre?

– ¿Dónde está mi hijo? -preguntó Raquel a su vez.

– Oh, ahora duerme, pero vendrá enseguida. Estaba muy cansado.

– Déjalo libre.

– No te preocupes por él. No vamos a hacerle nada: ya lo decidimos en su momento, ¿recuerdas?

– Entonces, déjalo libre.

– Está libre . Pero tú aún sigues aquí. ¿Quieres que se marche solo? Cuando te vayas tú, se irá él. Es lo correcto, ¿no?

– Quiero verlo, por favor…

– Lo verás. Ahora está descansando en una habitación apartada para que no lo molesten los ruidos de la fiesta.

– Te diré dónde escondí la imago si me aseguras que mi hijo…

– ¿Es que no has entendido nada? -cortó la joven. Por primera vez, Rulfo percibió en sus palabras algo semejante a una fría irritación, tan ligera como el aleteo de las mariposas que embarazaban el aire-. Por supuesto que queremos saber dónde está , pero no es eso lo que más importa… Por favor, sé que estás nerviosa, Raquel, pero concéntrate: queremos averiguar por qué no podemos verla . Dicho de otra forma: ¿quién está haciendo que no la veamos…?

– No lo sé.

– ¿Quién te ayuda?

– Nadie. Estoy sola.

– ¿Y Lidia?

De repente las palabras se aglomeraron en la boca de la muchacha. Las soltó con fría rapidez, como si le resultara insoportable retenerlas.

– No me preguntes por ella. Sabes bien lo que le hiciste. Te introdujiste en un ajeno cualquiera, lo manejaste y entraste en su casa, la obligaste a entregarte la imago, la hundiste en ese acuario con una filacteria de Anulación, llevaste el acuario al desván y la torturaste hasta matarla… Ya sé que esos juegos son tus preferidas, Jacqueline… Has estado impulsando a ese ajeno, Patricio, para que me humillara todo lo posible… Y has adoptado otras formas, ¿verdad…? Has sido el hombre de las gafas negras… ¿Cuántos más, Saga…? ¿Con cuántos has disfrutado personalmente de mí…?

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