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UN HOMBRE SE QUITA LA VIDA TRAS VIOLAR

Y ASESINAR A SU HIJA DE DIECISÉIS AÑOS.

Abrió la página, leyó el texto varias veces, vio las fotos.

Sintió que el pánico era una sustancia fría inoculada en su sangre.

– Veamos. En primer lugar, un dato muy simple. Como ya os dije, las historias que se narran aquí no están documentadas. No existe ninguna prueba objetiva de que todo esto sea cierto, y me temo que ningún investigador serio se lo creería. Pero, ya me conocéis, yo nunca he sido serio…

– Y que lo digas -apuntó Susana desde la alfombra. Su conjunto de gargantilla de seda, blusa y pantalones negros contrastaba con el colorido de los dibujos persas sobre los que se hallaba reclinada.

Fiel a su costumbre, César había pospuesto la revelación de secretos hasta la sobremesa. Ahora, tras el café, daba continuos paseos de un lado a otro mirándolos por encima de sus gafas azules. El libro que enarbolaba era un volumen sencillo, encuadernado en negro.

– Aquí se describe el encuentro de varios poetas célebres con los seres que constituyeron sus fuentes de inspiración. Pero la idea que otorga unidad a las diversas narraciones consiste en la convicción de que tales encuentros no fueron casuales ni aislados. Muy al contrario: estaban preparados por la secta de las damas. Y los seres con quienes se encontraron los poetas eran sobrenaturales. -Susana hizo un mohín de burla en dirección a Rulfo y se rascó una rodilla. César la miró con divertido reproche-. Oh, no saquemos conclusiones precipitadas antes de saberlo todo, querido público… Esta fantasía está muy elaborada, ya lo veréis. El autor afirma que la leyenda de las damas es muy antigua, y que con ella se han tejido muchas leyendas distintas: la de las Musas, las Gorgonas, Diana y Hécate; Circe, Medea, Enotea y otras brujas de los poetas clásicos; Cibeles y Perséfone; la völva escandinava, que cabalga sobre un lobo; la bruja renacentista, que monta sobre una escoba; la Lilitu asiria y la Lilith bíblica; la Dama del Lago del ciclo artúrico, la Serpiente Blanca, las brujas de Macbeth ; la Venus de Ille, de Mérimée; la Lamia de Keats, la Bruja del Atlas de Shelley; la Reina de la Noche, de Mozart, la Alcina y la Melissa de Handel y la Armida de Haydn… Siempre es lo mismo: figuras femeninas poderosas y perversas, relacionadas de alguna forma con el arte. El poeta y erudito Robert Graves fue uno de los primeros en señalar los vínculos de esta leyenda con la poesía en su libro La diosa blanca , pero nunca llegó a afirmar seriamente que los poetas estuvieran inspirados por criaturas reales , aunque sobrehumanas… No me preguntéis cómo los inspiran: quedaos con la idea de que las damas son seres con la capacidad de impulsar a los poetas a crear. El libro habla poco sobre ellas. Afirma que son trece, en efecto, y que nunca se menciona la última, tal como me dijeron mi abuelo y Rauschen, aunque no especifica la razón de esto. Reciben un número, un nombre secreto y un símbolo en forma de medallón de oro. Los nombres proceden del latín o del griego y recuerdan los de las brujas de la tradición satanista… -Abrió el volumen por una de las páginas marcadas y leyó-: «Baccularia, Fascinaria, Herberia, Maliarda, Lamia, Maleficiae, Veneficiae, Maga, Incantátrix, Strix, Akelos y Saga», que es la número doce, la última que posee nombre…

– Menudos nombrajos -dijo Susana.

– Son nombres clásicos de brujas: la leyenda de las brujas surgió a raíz de las damas, y por eso recibieron los mismos nombres que ellas. Ya os comenté que Laura, la mujer que inspiró a Petrarca, era en realidad Baccularia, la dama número uno. Fascinaria, la número dos, inspiró a Shakespeare: fue la Dama Morena de sus sonetos. Se narran también el encuentro de Herberia, la número tres, con Milton; de Maliarda, la número cuatro, con Hölderlin; de Lamia, la número cinco, con Keats; de Maleficiae, la número seis, con William Blake… Así, hasta el de Borges con Saga. Sé lo que estáis pensando: que todo esto es un cuento infantil mezclado con teoría literaria. Yo también lo creo, por cierto. Pero, como dice el poeta, «tiene método».

Susana flexionó las piernas sobre la alfombra. Acababa de encender un cigarrillo de marihuana.

– Resumiendo -dijo-: A lo largo de la historia, unos seres misteriosos, en forma de hermosas mujeres…

– O de hombres atractivos -matizó César-, o de viejos o niños… Pueden adoptar cualquier apariencia, ser cualquier persona…

– … se dedican a inspirar a los poetas. Muy bien. ¿Y por qué? ¿Qué interés tienen en hacer eso?

– Ése es el nudo gordiano. El gran secreto. Tened en cuenta que la leyenda de las Musas procede de ellas: diosas que otorgaban a los artistas el necesario hálito creativo… Pero… ¿por qué? -La sonrisa de César se hizo extensiva al resto de su semblante.

– Tú ya lo has averiguado -diagnosticó Susana con los dedos hundidos en el pelo. César hizo un gesto ambiguo-. ¡Tú ya lo sabes, maldita sea! -rió ella y le arrojó un cojín desde el suelo.

Se toman esto como un juego más , pensó Rulfo, una de esas orgías domésticas que improvisaban los fines de semana con los amigos .

Él no participaba de la diversión general. Un temor creciente escarchaba su estómago. Comprendía lo que sucedía, sin embargo: gracias a aquella inusitada aventura, César y Susana habían regresado a los viejos tiempos e intercambiaban miradas cómplices, sonrisas, todo el surtido de gestos que configura el lenguaje privado de una pareja que vuelve a sentirse cómoda tras un tiempo de frialdad. Tenía que impedir que se hundieran cada vez más en aquella peligrosa ciénaga.

– Bueno, ¿quieres contárnoslo de una vez? -pidió Susana.

– Calma, no seas impaciente… La clave la hallé en el encuentro de Milton con Herberia, la número tres, «la que Castiga». Os pondré en antecedentes. El poeta inglés John Milton realizó un viaje a Italia en su juventud, entre 1638 y 1639. Eso es rigurosamente histórico. Pero aquí se afirma que, durante su estancia en ese país, entró en contacto con la secta y presenció algunos de sus más extraños rituales. Por cierto que, según este libro, han sido muy pocos los poetas que han conocido la existencia real de la secta. Milton fue uno de ellos. Incluso llegó a contemplar a Herberia bajo la apariencia de una joven toscana llamada Alessandra Dorni. La vio bailar al sol durante uno de aquellos rituales, y esa misma noche

las llamas

asistió a una sesión de castigo en la cueva donde se reunían… Bueno, Susana, ya estás poniendo otra vez cara de incrédula… Te pido tan solo que escuches hasta el final

las llamas danzando ante sus ojos

y luego opines… Os leeré los párrafos donde se describe la sesión de castigo… Preparaos para escuchar lo más extraño que habéis oído jamás…

Las llamas danzando ante sus ojos.

Las llamas, hipnóticas, centelleando como látigos. Como aquel cuerpo asombroso que había visto en la despoblada landa de las afueras de Florencia. Lo habían conducido a través de un campo de centeno hasta unas peñas. Allí, bajo un raudal de plata, se hallaba la entrada. Su guía era un ravenés de diecisiete años vestido con un oscuro donfrón, y tenía el miedo escrito en el rostro. Él -un joven caballero inglés, morigerado, de tersas costumbres- no se encontraba más tranquilo. Había imaginado muchas cosas durante el trayecto, algunas absurdas, otras terribles, pero todas convergían en aquel cuerpo, aquella serpiente de piel humana: Alessandra Dorni. Pese al miedo que sentía, estaba deseando volver a verla.

Le habían prometido que la vería.

Y le habían asegurado, igualmente, que pronto desearía no haberla visto jamás.

Bajaron los peldaños de piedra hasta una espaciosa caverna iluminada por la luz de los pebeteros. El suelo de la entrada estaba cubierto de teselas al estilo pompeyano. Dibujos de gigantes centímanos se alzaban por las paredes hasta el techo. El vasto salón se hundía en la roca. En el centro yacía un ara de piedra oculta bajo paramentos negros y rodeada de cimbreantes llamas. Un espejo de cornucopia decoraba el fondo, y, a ambos lados, sendas escalinatas llevaban a cámaras superiores. Individuos enmascarados y silenciosos formaban el coro. Hacía un frío gélido, y el joven Milton se arrebujó aún más en su capa.

El ambiente era expectante. Todos aguardaban el castigo.

El condenado y Milton eran los únicos que carecían de máscara. El primero permanecía de pie junto al ara vestido con una túnica blanca. No estaba atado, pero parecía incapaz de moverse, o no deseoso de hacerlo. Su expresión era borreguil. Se trataba de un hombre maduro, de barba desgreñada. Milton sabía que había sido sentenciado por hablar de Ellas ante quienes no debía. Y sospechaba que haber sido invitado a presenciar aquella ordalía era, a su modo, una grave advertencia.

Mientras contemplaba las refulgentes llamas, recordó la última conversación que había mantenido en Florencia con uno de los sectarios, un hierofante de cierta importancia. Le había contado muchas cosas: el nombre y símbolo de cada una, la antigüedad inconcebible de la secta, las figuritas de cera que elaboraban, llamadas imagos, mediante las cuales podían vivir eternamente… Y su labor, consistente en conocer e inspirar a los poetas. Él lo había interrumpido para preguntarle por qué hacían eso. El hierofante no había respondido: simplemente, le había aconsejado que asistiera esa noche a la sesión de castigo.

Estaba allí para conocer aquel último enigma.

Un movimiento en una de las escalinatas del fondo llamó su atención. El chiquillo, de largo pelo negro y labios rojizos, no tendría más de doce años. Vestía una ligera túnica bermellón y era conducido del brazo por uno de los hierofantes. Descendieron los peldaños entre el denso silencio y avanzaron hacia el ara. El niño abría mucho sus ojos grandes y oscuros. Al advertir al condenado quiso ir hacia él, pero las recias manos que lo sujetaban le disuadieron.

– ¿Quién es? preguntó Milton al enmascarado que tenía más cerca.

– Su hijo menor. El castigo lo recibirá en su hijo. Ellas suelen hacer eso.

Nadie hablaba ni gritaba. El silencio en aquel antro era como si la muerte ocupara más espacio que la vida.

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