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Le habían hecho una visita, pero no le sorprendió en exceso. Casi lo esperaba.

La puerta de la calle estaba abierta, y una simple presión le permitió acceder al interior. Entró con menos cautela de la razonable. En otras circunstancias se habría preocupado mucho más, pero tras experiencias como la de aquella noche, la invasión de su hogar podía considerarse una mera anécdota. Encendió las luces y avanzó en medio del desorden. Los libros esparcidos por el suelo semejaban pájaros muertos. Sus escasos muebles habían sido destripados de cajones y éstos volcados para descubrir la infinidad de papeles inútiles que se adhieren a la existencia como excrementos. El ordenador parecía indemne.

Rulfo creía saber lo que andaban buscando.

Les interesa mucho esa figura.

Sin embargo, más que el motivo exacto del inusitado interés por una figurita de cera, le intrigaba la razón por la cual las damas (si es que se trataba de ellas, y estaba convencido de que era así) se habían visto obligadas a realizar un registro como aquél. Si eran tan poderosas, si podían materializarse en el aire o convertirse en niñas, ¿por qué no eran capaces de recobrar una cosa que les pertenecía? ¿Por qué lo habían amenazado en el teatro y escarbado de esa forma en el basurero de su vida?

Se agachó y empezó a recoger libros. Pensó que era preciso llamar a Raquel y asegurarse de que se encontraba bien. Y tendría que convencer a César de que no siguiera investigando. Se arrepentía de haberle pedido ayuda. Fueran o no una secta, las damas iban en serio, y lo habían demostrado.

De repente, bajo un volumen de Paul Celan, sorprendió unos ojos que lo miraban.

Beatriz, acostada tras un cristal, sonriéndole desde una de las numerosas fotografías que él había enmarcado y guardaba en el altillo del armario. Su repentina aparición le hizo olvidar lo sucedido en el teatro y el estado en que se encontraba todo, incluido él mismo.

Recogió aquel retrato sintiendo que la memoria se encendía en su interior. Los recuerdos nunca desaparecen: tan solo se sumen en la oscuridad; y en ese momento, para Rulfo, volvieron a iluminarse unos ojos húmedos y verdes, las medusas inofensivas de unas manos suaves y una risa como un arpegio de celesta. Tu hermoso cabello negro, tu dulce mirada verde…

Beatriz, mirándole desde su tersa eternidad.

Fingía olvidarla, pero el viejo dolor regresaba una y otra vez. ¿Qué más debía hacer? Ya le había llorado, ya se había inmolado del todo ante ella. ¿Qué más? Intuía que el dolor, mucho más poderoso que la pasión, carecía de orgasmo, de clímax, de un fastigio último tras el cual pudiera sobrevenir el alivio. La vida podía saciarse de placer, pero siempre estaba hambrienta de dolor.

Observó el altillo abierto, trepó a una silla y guardó el retrato con los demás. Deseaba asegurarse de que estaban todos, pero no iba a hacerlo en aquel momento. Encontró intacta la botella de whisky que había comprado. Muy atentos, gracias . La sujetó con las dos manos y sintió la frialdad del cristal. Se acostó sin desnudarse. No abrió la botella hasta otorgarle, con las manos, la tibieza de un cuerpo.

Cuando descolgó, no sabía cuántas veces había sonado aquel timbre.

– Salomón, qué coño te pasa… ¡llevo llamando desde hace horas…!

El sábado se derramaba en la habitación repleto de un sol que desmenuzaba cruelmente su dolor de cabeza.

– Es increíble, te lo juro… Encontré el libro que Rauschen me envió, Los poetas y sus damas . He pasado toda la noche leyéndolo… Pero no te adelantaré nada: tienes que venir…

Déjelos fuera.

– ¿Salomón?

Deje fuera de este asunto a sus amigos.

– Sigo aquí, César.

– ¿Vienes o qué?

– No creo que pueda. Tengo… mucho que hacer… hoy.

Mientras pensaba rápidamente en alguna excusa creíble, escuchó los murmullos de insatisfacción al otro extremo del auricular.

– Pues entonces iremos nosotros… Estaremos en tu casa, aproximadamente, en…

– No, aguarda. Será mejor…

Sabía que un César Sauceda entusiasmado era mucho más difícil de manejar que el de costumbre. Por un momento le horrorizó la idea de que descubrieran el estado de su apartamento. Y conocía de sobra a su ex profesor como para tener la certeza de que, aunque le dijera sin tapujos que no deseaba verlo, haría caso omiso a su grosería y se presentaría en Lomontano con Susana haciendo sonar el claxon. Supuso que lo único que podía hacer (sobre todo en aquel momento, con la cabeza aturdida por la resaca de whisky) era fingir que no sucedía nada.

– Mejor que vaya yo. Dame una hora.

Colgó, se sentó en la cama e inspeccionó el caos de libros esparcidos por el suelo. No iba a ponerse a arreglar nada: se ducharía, tomaría una taza de café caliente e iría a casa de César para intentar convencerle de que no metiera más las narices en aquel estercolero.

Pero antes necesitaba comprobar dos cosas.

Encendió el ordenador, que había instalado en el dormitorio, al igual que la televisión, para dejar más espacio en el comedor para los libros, y entró en la red. Mientras las páginas se cargaban en la pantalla, sacó del bolsillo el papel con el número de teléfono de Raquel y lo marcó desde su móvil. Escuchó la voz en el auricular al tiempo que tecleaba en los buscadores habituales: «Telefónica le informa que el número que ha marcado…». Lo marcó otra vez, con idéntico resultado: Raquel le había dado un número inexistente. ¿Por qué?

De repente, en la pantalla del ordenador apareció un titular.

20
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