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No le intrigó demasiado que conocieran su nombre y se comportaran como si estuvieran esperándolo. Obedeció. Erguido y rígido contra el respaldo, el hombre siguió hablando sin mirarle, en un tono mecánico.

– ¿Qué desea de ellas?

Rulfo creyó que empezaba a comprender aquel juego de preguntas y respuestas.

– No sé -contestó-. ¿Quizá conocerlas…?

El hombre sacudió la cabeza.

– Oh, no, no, no. Son ellas las que quieren conocerle a usted. Así funcionan las cosas: siempre son ellas las que quieren y nosotros los que obedecemos… Le advierto que es todo un honor. Nadie accede tan pronto. Pero a usted van a abrirle la puerta. Es un gran honor para un ajeno.

– ¿Qué tiene usted que ver con ellas?

– Todos tenemos algo que ver con ellas -replicó el hombre-. Mejor dicho, ellas son parte de todo. Pero, en su caso, no se haga muchas ilusiones: usted tiene algo que les pertenece, y ellas desean recuperarlo. Así de fácil.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó, aunque sospechaba de qué se trataba.

– La imago.

– ¿La figura que sacamos del acuario?

– Claro, qué otra cosa va a ser, me sorprende usted. -Mientras hablaba, el hombre sonreía. Pero, al estudiar mejor su expresión, Rulfo se dio cuenta de que era forzada: como si alguien lo encañonara por la espalda-. ¿Puedo preguntarle qué han hecho usted y esa chica con la imago, señor Rulfo?

Rulfo meditó su respuesta. No quería revelar que la figura se hallaba en casa de Raquel.

– Ya que lo saben todo, ¿por qué no saben también eso?

– La imago debe seguir dentro del saco de tela, bajo el agua -dijo el hombre eludiendo la respuesta-, en completa anulación. Es muy importante. Devuelva la figura, y todo irá bien… Ellas le dirán cuándo y dónde se reunirán con usted. Pero quieren hacerle una advertencia más -continuó, en el mismo tono impersonal-. A la cita solo podrán acudir usted y esa chica con la figura. ¿Me ha comprendido, señor Rulfo? Deje a sus amigos fuera de esto. Este asunto solo concierne a usted, a esa chica y a ellas. ¿Me he explicado con claridad?

– Sí.

Se estremeció. ¿Cómo sabían que acababa de hablar con César y Susana?

Entonces el hombre se volvió hacia Rulfo por primera vez y lo miró.

– Ellas quieren que le diga que yo las traicioné una vez… y mi hija pagó las consecuencias. Mi nombre es Blas Marcano Andrade, soy empresario teatral.

Como si esas palabras fueran la señal acordada, una fastuosa orquesta de músicos invisibles iluminó de metales el escenario al tiempo que estallaban candilejas cegadoras. Entonces una silueta apareció por un lateral. Era una adolescente de pelo castaño y cuerpo delgado. Vestía una ceñida malla color carne y aparentaba unos quince o dieciséis años. Sus facciones mostraban cierta vaga semejanza con las de Marcano. Adoptando una graciosa postura, se inclinó y saludó como si el teatro se hallara repleto.

– Ésa era mi niña -dijo Marcano en un tono distinto, como si por primera vez se le hubiese permitido mostrar sus emociones.

La muchacha saludaba y repartía besos a la platea, entre bellos cimbrados, al ritmo de un vals estridente, pero, mientras la observaba, la mente de Rulfo se anegó con una inusitada y espantosa certidumbre.

Estaba muerta.

Se inclinaba, sonreía, besaba el aire,

pero estaba muerta.

Aquella chica había muerto. Lo supo en ese preciso instante.

La joven terminó de saludar e hizo mutis por el mismo lateral por el que había entrado. Entonces la música finalizó con un golpe abrupto de platillos y el escenario volvió a quedar a oscuras.

– Los castigos de ellas son terribles -dijo Marcano en el poderoso silencio que siguió-. Devuelva la figura, señor Rulfo.

Las luces de la sala empezaron a apagarse al tiempo que Marcano quedaba paralizado, como si un mecanismo en su interior hubiese llegado al final.

Rulfo se levantó, buscó la salida y llegó a la calle jadeando.

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