Литмир - Электронная Библиотека

cuando lo escuchó: un ruido constante, un

arriba, abajo, arriba

golpeteo a su espalda, un sonido trivial entre tantos otros.

Arriba, abajo, arriba, abajo…

Se volvió y vio a la niña de pie en la acera de enfrente. Su pelo era muy rubio y algunos mechones le ocultaban parte de la cara. Vestía como una pordiosera. Hacía rebotar una pelota de color rojo. En su pecho brillaba algo, una especie de medallón dorado.

La niña lo miraba.

Y sonreía.

La pelota seguía rebotando desde su mano a la acera: arriba, abajo, arriba, abajo…

De repente cogió la pelota y echó a caminar.

Una niña de cabellos rubios, aunque ésa es solo su apariencia.

No sabía si se estaba volviendo loco, pero decidió seguirla.

Las estrechas calles céntricas de Madrid eran un espejismo de lugares idénticos y distintos. Sin embargo, la niña parecía conocer perfectamente su destino. Salió de Lomontano, tomó una perpendicular y sorteó una moto aparcada en la acera y a un grupo de jóvenes que venía en dirección opuesta.

Rulfo se mantuvo a prudente distancia. En un momento dado, después de verla doblar dos esquinas consecutivas, la perdió. Miró a un lado y a otro y la descubrió junto a una tienda de comestibles cuyo escaparate exhibía orzas de miel. En ese instante ella reanudó la marcha. Me ha esperado , pensó. No hay duda, quiere que la siga.

El pelo de la niña brillaba como iridio bajo la luz de las farolas y su imagen se escindía en el níquel de los charcos. Rulfo tuvo la enloquecedora impresión de que se trataba de una figura que solo él podía contemplar, pero de repente una pareja de ancianos se puso a llamarla, sin duda con la intención de preguntarle si se había perdido o necesitaba ayuda. La niña hizo caso omiso y siguió su camino. Así pues, no era ningún producto de su mente, ninguna aparición fantasmal: era una niña, y él la seguía.

Atravesaron una plazoleta, se introdujeron en una calle poco concurrida y luego en otra aún más desierta. Entonces la pequeña se escabulló en un destartalado edificio de ladrillos verdosos. Rulfo lo examinó y contó cuatro plantas. Entró en el vestíbulo y pulsó un viejo interruptor de plástico, encendiendo la única bombilla. Desde la escalera le llegó un rumor de pies descalzos. Se asomó a tiempo de ver el cabello de la niña por encima del pasamanos. Subió tras ella. Al llegar al tercer piso, y después de tantear un rato en las paredes, volvió a inaugurar la luz. La niña no estaba allí pero sus pasos seguían oyéndose. Subió al cuarto y se paró en seco. También se hallaba vacío. Sin embargo, la escalera y las pisadas continuaban. Quizá había una azotea o una buhardilla.

Recorrió aquel nuevo tramo y alcanzó otro rellano envuelto en tinieblas. Allí no encontró ningún interruptor, pero, con los restos del resplandor amarillo de los pisos inferiores, pudo advertir una puerta al fondo. Abierta.

De pronto ocurrió algo.

Un suceso banal, pero lo sumió en la irracionalidad del miedo.

La pelota saltó desde la negrura de la puerta, rebotó tres veces, golpeó sus piernas como un gato pequeño, dio contra la pared y la baranda de la escalera. Rulfo siguió su trayectoria como un jugador de billar la de una bola que puede decidir la partida. Cuando la esfera se detuvo, pensó que la niña saldría detrás. Pero no ocurrió así.

El silencio era absoluto.

Sin saber muy bien qué hacer, se inclinó y cogió la pelota.

– ¿Me la das? -dijo entonces una voz sin asperezas procedente de las tinieblas más allá de la puerta, una voz con cierta diáfana cualidad de luz audible.

Era, innegablemente, la voz de la niña.

Rulfo escuchó su propia respiración, como si sus oídos estuvieran taponados.

– ¿Me la das? -volvió a oír.

– No puedo verte. ¿Dónde estás?

– ¿Me la das? -repitió la niña.

El espacio más allá del umbral era de una negrura sin matices. Debía de tratarse de una habitación clausurada, quizá un desván.

– ¿Por qué no me dejas verte?

No hubo respuesta esta vez. Dio un paso y penetró en la oscuridad, sintiendo que el centro de su estómago se había convertido en una lengua de glaciar.

Entonces la descubrió, o creyó descubrirla, frente a él: un difuso bulto de pelo a la altura de su pecho. Tendió la mano con que sostenía la pelota y la esfera roja pareció levitar desde sus dedos hacia otras manos más pequeñas.

No podía ver las facciones de la niña, pero distinguía ahora, además de su pelo (una ondulación de luz), algo parecido a una sombra blanca bajo la cabeza -quizá la esclavina del mugriento vestido antiguo que llevaba-, un destello (¿el medallón?) y la redondez de la pelota.

Su silencio era perfecto. Ni siquiera la oía respirar.

– ¿A quiénes buscas? -preguntó de repente la niña.

– ¿Qué?

– ¿A quiénes buscas?

Se detuvo a pensar en la extraña pregunta. ¿Qué buscaba él en realidad? ¿Acaso buscaba algo? ¿Había estado buscando algo desde que todo aquello comenzara?

El plural le hizo sospechar que solo había una respuesta posible.

– A las damas -dijo. Un sudor gélido se derramaba por su espalda.

El bulto de pelo se movió, pasó junto a él, salió al rellano. La escalera volvió a quejarse con las pisadas de unos pies descalzos.

Las luces se habían apagado y Rulfo tuvo que descender al cuarto piso en completa oscuridad. Cuando pulsó el interruptor y se asomó por el hueco de la escalera, vio el bracito desnudo deslizándose sobre el pasamanos.

La niña le llevaba bastante ventaja, por lo que bajó los peldaños de dos en dos, pero al llegar al vestíbulo no la encontró. Maldiciendo entre dientes, salió a la calle. La había perdido, increíblemente.

Confuso, volvió a entrar en el portal. Más allá de la hilera de buzones descubrió otras escaleras que se hundían en una puerta cerrada. Se trataba, sin duda, de un pequeño sótano destinado a albergar los contadores, a juzgar por el ruido de cronómetro que resonaba dentro. Se le ocurrió algo absurdo: ella le había hecho una pregunta en el lugar más alto del edificio, ¿y si ahora le aguardaba allí, en el más bajo?

Arriba, abajo.

Era una idea irracional. La niña no podía haber entrado en aquel sótano sin que él lo hubiese percibido. De hecho, estaba convencido de que la puerta se hallaría cerrada con llave.

Arriba, abajo.

Pese a todo, supuso que no perdía nada con probar. Bajó la pequeña escalera e hizo girar el pomo. La puerta no estaba cerrada.

Se trataba, en efecto, del cuarto de los contadores. Un mecanismo repicaba programado para apagar en poco tiempo el alumbrado del vestíbulo. La habitación era minúscula, y, a diferencia del desván, visible en su totalidad debido a la bombilla que colgaba del techo y que Rulfo encendió pulsando una llave en la pared. Un cubo y varios accesorios de limpieza se aglomeraban en una esquina. Olía a lejía y a moho.

La niña no estaba allí.

¿Y a su espalda?

Se volvió, preparado para verla. Pero se había equivocado otra vez. No había nadie. Respiró hondo, empujó la puerta para cerrarla

y descubrió

a la niña de pie

en el cuarto de los contadores, bloqueando con su cuerpecito la visión de las cosas que una fracción de segundo antes había contemplado sin ningún impedimento. Sofocó un grito, como si hubiese sorprendido la presencia de una tarántula en algún rincón familiar. Le pareció que el aire se había coagulado para formar aquella figura menuda.

La niña ya no sonreía.

– ¿Por qué las buscas?

La luz de la bombilla le permita contemplarla mejor que nunca. Era algo mayor de lo que había supuesto, unos once o doce años, con el cabello rubio derramándose en apretados mechones sobre sus hombros y los ojos azul aciano, de escleróticas casi vacuas. El vestido, verde oscuro con esclavina blanca, estaba roto en varios lugares, particularmente en la falda, a través de cuyas aberturas se distinguían unas piernecitas rectas y flacas. El medallón dorado tenía la forma de una rama de laurel. La pelota roja que sostenía formaba un curioso contraste con el verde del vestido y con la piel, blanca como nada que Rulfo hubiese visto antes, de una albura de mineral frío, de ácido bórico, donde los hilos de las venas destacaban como las fisuras de una porcelana rota y vuelta a pegar.

Era inmensamente bella.

– ¿Por qué las buscas? -repitió la voz bien timbrada, sin énfasis.

– Quiero conocerlas -murmuró.

La niña se movió de nuevo. Avanzó hacia él. Rulfo le dejó paso. Recordó un regalo que sus padres le habían hecho cierta vez: una especie de juego de preguntas básicas con una pequeña figura que señalaba con un puntero las respuestas correctas sobre un papel gracias a la presencia de un imán. Pensó en aquel momento que la niña se comportaba igual. No había emoción alguna en sus gestos: él respondía y ella iba de un lugar a otro. La diferencia era que ahora ignoraba si sus respuestas eran correctas.

Baccularia. La que Invita.

La niña salió a la calle y Rulfo la siguió. Hacía frío. La vio detenerse en la acera, abrazando la pelota roja.

– ¿Cómo las buscas? -preguntó cuando él se acercó.

Son preguntas rituales. Es como si valorara si puedo ser «invitado».

– Siguiéndote a ti -dijo Rulfo sin asomo de duda.

En ese instante, la niña atravesó la calzada y empujó una doble puerta de gran tamaño situada frente al edificio. A Rulfo le pareció un viejo garaje, pero, al alzar la vista, pudo leer el letrero de bombillas apagadas que colgaba de la entrada: «Teatro».

Se acercó y se asomó al interior. Contempló un vestíbulo polvoriento. Al fondo vio otra puerta batiente de donde provenía cierta luz. La niña había desaparecido. Avanzó hacia allí, abrió la puerta y penetró en una sala de pequeño aforo con un escenario invadido de andamios y pivotes de metal. Las luces del escenario estaban apagadas, solo brillaban tenuemente las del patio de butacas. Había otra persona en el teatro: un hombre sentado en primera fila, en el extremo de la derecha. El silencio casi parecía un presagio. Rulfo caminó por el pasillo y, al llegar a la primera hilera, observó al desconocido. Era de edad madura, pelo cespitoso y grisáceo, gafas de montura dorada y una semibarba favorecedora. Vestía con elegancia: chaqueta de mezclilla azul, camisa a rayas azules y corbata amarilla.

– Siéntese, señor Rulfo -ofreció el hombre sin mirarle, educadamente, indicándole la butaca contigua.

16
{"b":"87867","o":1}