Литмир - Электронная Библиотека

– Hay una posibilidad. Acabo de recordarla.

Ballesteros lo miró.

– ¿A qué te refieres?

Rulfo iba a decir algo cuando escucharon el grito.

Sabía que necesitaba dormir. Sin embargo, al igual que la muerte, el sueño también parecía estarle vedado.

La habitación se hallaba a oscuras y apenas podía distinguirse la forma de los muebles. Aquella pequeña tiniebla le trajo a la memoria recuerdos insoportables: lo vio de nuevo encerrado en el cuarto y llevando una vida inhumana, pero al menos vivo, al menos junto a ella, al menos…

No pienses más en él. Intenta olvidarle. Ha muerto.

Por un momento se preguntó de dónde procedía aquel odio feroz, abismal, que Saga le demostraba. Intentaba adentrarse en la oscuridad de su pasado, pero solo hallaba vacío. Era incapaz, por supuesto, de resumir sus vidas anteriores. La dama número doce ocupaba ahora el cuerpo menudo de una mujer de pelo corto llamada Jacqueline, pero antes había sido otras muchas, igual que las demás. Ella no creía haberle dado motivos para aquella espantosa furia. La recordaba sonriente, inclinándose con humildad en su presencia durante las ceremonias…

Un ruido. Muy cerca. Dentro de la habitación.

Alzó la cabeza, alarmada, pero no vio otra cosa que las difusas siluetas de los objetos reveladas por la débil claridad que llegaba de la persiana: una puerta, un armario, una silla.

Tranquilízate. Intenta descansar.

Creía recordar que Akelos sí había sabido lo que la nueva Saga ocultaba.

Akelos y ella habían hablado mucho y «la que Adivina» la había prevenido en varias ocasiones contra su subalterna. En verdad, nunca había llegado a decirle claramente lo que iba a suceder, pero ahora se preguntaba si lo había sabido y había preferido callar. De ser así, ¿por qué había callado ?

Se removió inquieta. Como procedentes de otro mundo, llegaron a sus oídos un clamor de objetos rompiéndose y los retazos de una discusión entre los dos hombres. Estaban peleándose. Sospechó que el motivo era ella, y no le gustó. Sabía que intentaban ayudarla de buena fe, pero pensaba que era como si, hallándose en el fondo de un pozo que llegara al centro de la Tierra, ellos le mostraran unos trozos de cuerda asegurándole, esperanzados, que con un esfuerzo lograrían salir. Se mostraban muy preocupados, siempre pendientes de todo lo que podía necesitar: había tenido que fingir que dormía para que el hombre de cabello blanco, el médico, decidiera dejarla sola después de ayudarla a trasladarse a la cama.

Eran buenos hombres, hombres fuertes, hombres inteligentes.

Lástima que solo fueran hombres.

Otro ruido extraño. Volvió a mirar a su alrededor. Se engañaba: nada parecía haber cambiado en la habitación. Sin embargo, estaba casi segura de haber percibido el roce de unos pequeños pies descalzos contra el suelo.

No pienses. No recuerdes. Resistir. Debes resistir.

Una de las cosas que Rulfo había dicho aquella tarde había quedado grabada en su mente: los sueños que Akelos les había provocado. ¿Qué era lo que había pretendido conseguir con…?

– Raquel.

Esta vez no se equivocaba. La voz había sonado junto a ella. Abrió los ojos y la vio, de pie en la oscuridad. Era la niña rubia. Baccularia. La persiana dibujaba líneas de luz sobre su cuerpo y el símbolo de hojas de laurel destellaba en su pecho.

– Ya tenemos la imago. Estaba donde tú habías dicho. Te lo agradecemos. Ahora falta lo más importante. ¿Quién te ha ayudado…? ¿Por qué has recobrado la memoria…? ¿Quién más te ayuda dentro del grupo…?

– ¡No lo sé! ¡Déjame…!

Se tapó los oídos, dio la vuelta en la cama y apretó los dientes. La pequeña y cantarina voz, sin embargo, atravesó todos los obstáculos como si le hablara directamente en el cerebro.

– Tienes de plazo hasta la próxima reunión para decírnoslo, Raquel. Cuando destruyamos la imago de Akelos, tú también serás destruida si no has abierto tu silencio para nosotras… Y, contigo, todos los que te ayudan, sean ajenos o no.

Silencio.

Continuó recostada de cara a la pared con las manos en los oídos. Tras un tiempo indeterminado, inhaló profundamente, reunió valor, giró y miró hacia la oscuridad. La niña parecía haberse esfumado. Cerró los ojos un instante, intentando calmarse, y en ese momento oyó la otra voz.

– Mamá.

Ya no era Baccularia quien estaba frente a ella.

Se encontraba tal como lo recordaba la última vez, retorciéndose vivo bajo los efectos del verso de Juan de la Cruz y ensartado en aquella estaca como un animal recién cazado. Pero ahora la miraba y sonreía. Su sonrisa era como si la locura tuviera rostro de niño.

– Ellas quieren que te diga que será mucho peor con vosotros que conmigo, mamá…

Sabía que se trataba de una alucinación (estaba muerto), pero no podía evitar el horror.

– Mucho peor, mamá. Ya verás…

Entonces todo estalló.

rojiza

Ballesteros acudió antes que Rulfo. Aunque sospechaba que solo era una pesadilla, creía estar preparado para cualquier cosa.

No lo estaba para lo que vio al encender la luz.

Julia se hallaba de pie junto a la cama vestida con el conjunto que llevaba durante aquel último y definitivo trayecto en coche. Su cabeza hasta el comienzo de las cejas era un socavón arrasado.

– Eugenio. -La voz, delgada, grave, lo ensordeció como si fuese un grito-. ¿Sabes cuánto tiempo tardé en morir…? ¿Sabes cuánto puede tardar alguien en morir cuando su cerebro ha estallado…? Ellas te aseguran que no tardarás en saberlo. Lo comprobarás por ti mismo. No te lo imaginas, es una sensación muy extraña… No puedes ver. No puedes oír. Nada te funciona. Eres incapaz de moverte. Pero estás lleno de dolor. Eres solo dolor. -Se acercó sonriente a Ballesteros, y al hacerlo derramó sangre de su cráneo descubierto como si fuera el borde de una copa-. No necesitas el cerebro para sentir dolor, ¿lo sabías…? La experiencia será muy instructiva para ti, como médico. Te apuesto cualquier cosa á que vivirás más que yo. Y mas que nuestros hijos…

Entonces todo estalló.

rojiza, la luz

Rulfo quedó petrificado. Los gritos de la muchacha le habían hecho pensar que contemplaría algo horrible, pero no esperaba ver a Susana en aquella habitación, de pie frente a él, con los brazos devorados hasta los hombros.

– Hay algo que no sabes, Salomón -dijo la joven en voz baja, como si le resultara imposible hablar de otra manera-. César y yo ya lo sabemos: la vida no termina con la muerte. Las únicas cosas que terminan al llegar la muerte son la felicidad y la cordura Los muertos son seres vivos que han enloquecido bajo tierra. Ése es el gran secreto. Han enloquecido de dolor. Pronto serás uno de ellos y sabrás por qué.

– Lárgate -dijo Rulfo débilmente.

– Lo sabrás, Salomón -repitió el cadáver de la muchacha-. Más pronto de lo que piensas. Y César y yo nos alegraremos cuando lo sepas. Cuando sepas la verdad sobre los muertos…

Entonces todo estalló.

rojiza, la luz del alba

Era como si un cuerpo hubiese reventado allí dentro: paredes, suelo y techo se hallaban cubiertos de manchurrones de sangre fresca. La muchacha gritaba desde la cama con el rostro y los cabellos formando grumos de color rojo. La explosión de sangre había alcanzado a Ballesteros y Rulfo, salpicándoles el rostro y la ropa. El médico ya no veía a Julia: en su lugar, había otra criatura, una niña rubia, la más hermosa que había contemplado jamás. Estaba desnuda, llevaba un pequeño adorno de oro colgado del cuello y permanecía erguida en el centro de la habitación como un soldado satisfecho de su trabajo. Sus muslos y espinillas relucían de sangre. Miraba a Ballesteros con ojos tan azules y abiertos como el cielo sobre el océano.

Y sonreía.

– ¡No te acerques! -exclamó Rulfo sujetándolo-. ¡No te acerques a ella…!

Pero Ballesteros le desobedeció. No sabía bien qué era lo que pretendía hacer, quizá nada, porque tampoco deseaba dañar a una niña, pero empezó a manotear desesperadamente como si se enfrentara a un insecto repulsivo.

Entonces la oyó decir algo, una frase suave y rápida similar a «Beber muerte copa rubí», y se encontró atenazando el aire. Miró a sus pies justo a tiempo de ver escurrirse bajo la cama, como sabandijas rosadas, dos delgadas piernas.

Rojiza, la luz del alba penetraba por los cristales de la terraza. Ninguno de los tres había descansado aquella noche. Sentían una fatiga extrema, pero también esa clase de ansiedad que concede un amplio crédito de fuerzas a los cuerpos extenuados.

– El mensaje ha sido claro: nos han dejado con vida porque siguen pensando que hay otra traidora. Cuando destruyan la imago de Akelos, se encargarán de nosotros. Tenemos de plazo hasta entonces.

Ballesteros intentaba escuchar a Rulfo, aunque, de vez en cuando, los ojos se le cerraban y daba una cabezada imprevista. Su cuerpo le pedía dormir, pero él no estaba dispuesto a complacerlo todavía. Y, desde luego, cuando lo hiciera, no iba a acostarse en ninguna cama Se echaría en el tresillo y le dejaría la cama a Rulfo. Después de haber visto a aquella cosa desaparecer bajo una de ellas, las camas de su apartamento le producían náuseas.

Recordó una vez, de niño, en que su padre había perseguido a una rata por los rincones de la vieja casa familiar hasta acorralarla bajo un lecho, y cómo había tomado aliento antes de agacharse enarbolando el atizador de la chimenea. Él había hecho lo mismo ahora: había tomado aliento antes de agacharse y mirar.

La única diferencia: su padre había matado a la rata; él, no. Pero había logrado ver, antes de que desaparecieran, una fina columna vertebral, apretadas y pequeñas nalgas y un par de piernecitas como látigos brillantes.

No era una rata, era una niña sin ropa. Y había desaparecido dejando tras de sí una habitación chorreante de sangre.

Rulfo le había explicado que no debía darle demasiada importancia a lo que habían visto, o creído ver: se trataba de imágenes que las damas elaboraban con versos, falsas proyecciones creadas para atemorizarles. Sin embargo, no todo había sido una alucinación: la sangre era muy real, aunque, por fortuna, no pertenecía a Raquel, que no estaba herida, solo cubierta de cabeza a pies por aquella sustancia y sumida en una crisis de nervios. Una ducha tibia había arreglado a medias ambos problemas. Ballesteros y Rulfo también se habían lavado y cambiado de ropa. Ahora, la muchacha vestía un albornoz de Ballesteros (que le quedaba como un desmesurado abrigo de piel) y encogía las largas piernas sobre un sofá. Estaba pálida y, por supuesto, extenuada, pero parecía más pendiente de las palabras de Rulfo que nunca.

54
{"b":"87867","o":1}