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Existían hendijas en las paredes que dejaban pasar la luz, de modo que la oscuridad no era completa, pero el aire viciado de la reducida cámara resultaba agobiante. Rulfo se quitó la chaqueta y se sentó en el suelo, junto a Susana.

– ¡Es asquerosa…! -murmuró ella, mordiéndose los dedos-. ¡Me… Me da náuseas esa tía…!

– Y a mí.

– ¡Es una babosa! ¡Es repulsiva! ¡Es…! -Cambió de dedo y eligió el meñique. Mordió desesperadamente.

– No van a hacernos nada, Susana, tranquilízate. Solo quieren la figura… Esa figura que sacamos del acuario, ¿recuerdas lo que os conté…? Solo quieren eso. Luego nos dejarán libres.

Se preguntaba por qué Raquel le había mentido. Estaba seguro de que había sido ella la que había fabricado la imago falsa con uno de los muñequitos de plástico de su hijo y cera derretida. Recordó las velas consumidas que había visto en su casa y la frase del niño refiriéndose a sus figuritas: Falta una . Pero ¿por qué lo había hecho? ¿Y por qué no le había dicho nada?

Se volvió hacia Susana pensando que en aquel momento lo que importaba era tranquilizarla.

– No te muerdas más los dedos,. te vas a hacer daño…

– Nnnno…

– ¡Tienes que controlarte! -Se enfadó Rulfo, quitándole la mano de la boca.

La reacción de ella le sorprendió: se soltó con un violento tirón y llevó de nuevo los dedos de la mano derecha a los dientes, como un depredador hambriento al que hubiesen intentado apartar de la comida.

– Me han hechhhho algggggo -masculló mientras mordía, señalando su vientre con la otra mano.

Rulfo sintió un golpe de hielo en las entrañas. Alzó el borde inferior del jersey de Susana y se inclinó. Pese a la relativa oscuridad, la alimaña del verso, negra y brillante, aferrada a la piel blanca, era legible.

0 rose thou art sick

William Blake. A César le apasionaba Blake, el misterioso poeta y grabador inglés. ¿No había sido inspirado por Maleficiae, la número seis, la dama andrógina del símbolo del macho cabrío? ¿Era ése el símbolo que había visto colgando del cuello de la mujer pintarrajeada? Pero en aquel momento tales datos no le preocuparon.

– ¿Cuándo te lo escribieron?

Ella contestó entre gañidos, clavando los dientes en las uñas de los dos dedos centrales.

– … despertarmmmme… Aquí…

– ¿Y, desde entonces, no puedes… parar… de morderte? -Rulfo le palpó el resto de los dedos de aquella mano y se estremeció: el pulpejo bajo las uñas, hinchado y carnoso, estaba casi descubierto y sangraba; los dedos se agitaban como pequeños animales ciegos.

Intentó pensar con rapidez. Solo Dios sabía hasta dónde podía llegar el poder de aquella filacteria. Solo Dios sabía cuándo cesaría . Un reguero de sudor helado le corría por la espalda.

– Escúchame atentamente, Susana… Tranquilízate y escúchame. -Ella asintió con la cabeza sin abandonar su minuciosa tarea-. Los versos producen cosas. ¿Recuerdas lo que César nos contó sobre el poder de la poesía…? Te han escrito un verso y eso te obliga a… a que hagas lo que estás haciendo. ¿Me has entendido…? -Ignoraba si lo estaba explicando bien y tampoco sabía por qué debía explicarlo. Pero le parecía vital que ella razonara lo que le sucedía. Susana asintió de nuevo-. Bien, entonces vamos a hacer algo: te ataré las manos a la espalda, ¿de acuerdo…? No te haré daño, te lo juro.

Mientras hablaba, Rulfo cogió su chaqueta. Pero las mangas no eran muy largas. Entonces observó el abrigo de ella en el suelo. Tenía cinturón. Eso serviría. Se volvió hacia ella.

– Vamos, dame las manos… Susana, ¿me oyes…? Dame las manos…

Ella asentía sin obedecerle. Comprendió que tendría que emplear la fuerza. Le apartó a duras penas los dedos de los dientes. La escasa luz de la celda bastó para mostrarle que los destrozos habían llegado ya hasta la piel de las falanges. Susana debía de estar sintiendo un dolor atroz, pero, pese a todo, se opuso desesperadamente a su intento. Forcejeó, persiguiendo la mano con la boca abierta. Él le sujetó los brazos y la hizo girar hasta colocarla bocabajo. Entonces cogió el cinturón y le ató las muñecas a la espalda apretando bien el nudo, aunque se aseguró de que no le impedía la circulación de la sangre. Cuando todo terminó, le acarició el rostro sudoroso y despejó el cabello de su frente.

– ¿Estás mejor?

– Suéltame.

– Susana…

– ¡Suéltame suéltame suéltame suéltame suéltame suéltame suéltame. …!

Un repentino llanto la interrumpió.

– Susana, escúchame: vamos a hablar, hablemos un rato, ¿de acuerdo? -Volvió a subirle el jersey, empapó la mano en saliva y la frotó sobre el verso. Sabía que era un intento inútil, pero no se le ocurría otra cosa-. Vamos, háblame, dime algo…

– No quiero mordeeeerme… -sollozó ella.

– Claro que no. Y no lo harás. Confía en mí.

– Salomón, eres el mejor hombre del mundo -la oyó murmurar-. El mejor de todos. Eres… ¡Por Dios, Salomón, déjame una sola mano libre! ¡Por favor, voy a volverme loca! ¡Una sola mano…!

– Ssshh, calma. Sigamos hablando. No estoy de acuerdo contigo: soy un egoísta… -El verso estaba casi borrado, pero seguía sin creer que ello sirviera de algo. Supuso que lo importante a partir de aquel momento era distraerla-. Y tú ni siquiera eres egoísta. Te lo demostraré. ¿Sabes por qué estás aquí? Porque te preocupaste por mí. Escuchaste lo que dije en aquella pesadilla y decidiste… -La voz se le quebró en mitad de una palabra. Reprimió un sollozo-. Decidiste seguirme… Estabas preocupada por mí…

– Te amo… -dijo Susana con un hilo de voz, temblando como una drogadicta en abstinencia-. He vivido con César todos estos años, pero nunca he podido olvidarte… Lo que ocurre es que… él podía darme la vida que yo quería… ¿Comprendes…? ¿Es tan malo eso…?

– No es malo, no es malo. En absoluto.

– Debía elegir, y lo elegí a él… ¡Pero te juro que, desde entonces… pienso… todos los días… que no he sido sincera…! Ahora quiero serlo y que tú me comprendas… ¡Sobre todo, que tú me comprendas…! -De repente alzó la cabeza y habló con furiosa rapidez-. Salomón: suéltame o te mataré. No puedo aguantar más. Lo necesito. ¿Me oyes…? ¡¡Son mis putos dedos y puedo hacer lo que quiera con ellos…!!

– Son tus dedos, pero no eres tú -repuso Rulfo con calma.

– ¡¡Suéltame, jodido cabrón…!! ¡¡Suéltame, cabrón cabrón hijo de puta suéltameee…!!

Los gritos lo ensordecían. La vio dar varias vueltas en el suelo lanzando dentelladas al aire. Parecía un perro rabioso, una fiera de las que cazan los científicos para colocarles alguna placa en la pata. Hacía desesperados esfuerzos por desatarse, y Rulfo estaba seguro de que acabaría consiguiéndolo tarde o temprano. Por fin dejó de luchar y quedó tendida boca arriba, jadeando. Sus ojos relampaguearon hacia él.

– Solo un dedo… Uno solo… ¡Por piedad, de-de-de-de-déjame unnno…!

– De acuerdo -dijo Rulfo agachándose-. Un dedo, ¿de acuerdo? Uno solo.

Sin previo aviso estrelló su puño contra la mandíbula de ella.

luz

Había calculado la fuerza del golpe. No creía haberle hecho mucho daño. Ahora estaba inconsciente. Mientras la contemplaba, se echó a llorar.

Luz.

Cegadora.

La puerta se había abierto sin ruido, como sus ojos. A su. lado, Susana seguía durmiendo con las manos atadas. Un rectángulo de claridad troquelado por una sombra se abrió paso desde el umbral. Entornó los párpados para poder ver.

Era la muchacha que había estado tocando al piano. Llevaba un simple vestido blanco y estaba descalza. Sobre su pecho brillaba una rosa dorada con espinas. Su pelo denso y lacio parecía similor; su mirada era tan hermosa que le hizo sentir pena; su rostro y su cuerpo eran tales que le pareció que se quedaría ciego si ella se marchaba. «Necesitamos la imago para que Akelos sea destruida definitivamente», escuchó la música de su voz.

– No la tengo -dijo él, deseando llorar-. Lo siento de veras… No la tengo… Creí que la tenía, pero me engañaron…

Odiaba a Raquel. Era obvio que aquella zorra astuta lo había traicionado. Gracias a sus artimañas, ahora no podía complacer a la única persona del mundo que lo merecía.

La joven lo miraba con expresión melancólica. Nada que él hubiese conocido o imaginado -el primer recuerdo de su madre, ni siquiera Beatriz Dagger- podía compararse al óvalo del rostro que ahora contemplaba. Hubiera dado su vida por hacerla sonreír. Su sangre. Lo que ella le pidiera. Cualquier cosa, con tal de que aquellos labios se distendieran. Pero no lo hicieron. La puerta de la celda se cerró.

Se encontró de nuevo sumido en la oscuridad. Susana se había liberado del cinturón. Ahora masticaba la mano izquierda. Los dedos de la derecha, incluso a la escasa luz que penetraba por los orificios de las paredes, resultaban visiblemente más cortos. Todo su jersey estaba manchado de sangre.

– Dios mío -gimió Rulfo.

Su intento de separar la presa de los incisivos fue infructuoso esta vez, así como los golpes. Desesperado, gritó su nombre en distintos tonos, suplicante, autoritario, hasta descubrir que nada en ella respondía a aquella palabra. Y cuando observó

de cerca su rostro

comprendió que todo lo que dijera o hiciera sería inútil.

La humanidad había sido desterrada por completo de los ojos y la expresión de Susana Blasco. Rulfo contemplaba, tan solo, una boca trituradora.

Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola.

Se levantó y pateó la puerta varias veces hasta hacerse daño en el pie. Gritó. Insultó. Descubrió que, si hacía suficiente ruido, no escuchaba la crepitación masticatoria, aquel roer enloquecedor…

Se agotó al cabo del tiempo. Tuvo que acurrucarse en el suelo jadeando, con las manos en los oídos y los ojos cerrados. Intentó evadirse, pensar en algo distinto.

0 Rose

Recordó la visita de la joven del medallón de rosa. ¿Era Lamia, la número cinco, «la que Apasiona», inspiradora de Keats y de Bécquer? No estaba seguro, pero creía comprender que lo había hipnotizado para que hablase. Lo estaban interrogando, y por eso torturaban a Susana. Pero ¿qué podía él contarles? Ni siquiera sabía lo que había hecho Raquel con la figura.

thou art sick.

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