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Intentó resistirse: se revolvió, lanzó patadas y

la mujer, de pie, fuera de la tumba

gruñó bajo la mordaza.

Pero guardó un silencio mortal cuando vio el cuchillo de cocina que ella sostenía.

La mujer, de pie, fuera de la tumba

Alzando las manos para recibir palabras. Palabras emigrantes que volaban como palomas de fuego.

Hundió la afilada punta en el otro ojo.

A su mente, como a una tierra de verano, regresaban bandadas de palabras.

Por un instante se detuvo y contempló la sangre. Se limpió en su camisa y dejó diez surcos rojos, diez caminos espesos y húmedos. Volvió a coger el cuchillo.

Palabras de uñas afiladas, palabras hambrientas que llenaron los cielos, ocultando el sol.

El hombre musitaba bajo la mordaza, pero ella sabía que no decía nada en realidad: solo profería una divagación inconexa. La humedad de su pantalón y el hedor a letrina olvidada le hicieron saber que había vaciado la vejiga y los intestinos.

Palabras aferrándose a su recuerdo.

Dejó el cuchillo un instante para abrirle la cremallera de los pantalones.

Luego volvió a cogerlo.

Rulfo llegó antes del anochecer, cruzó el patio y golpeó la puerta deseando que Raquel se encontrara en casa.

Se encontraba.

Parecía que acabara de salir del baño: llevaba una toalla anudada a los pechos y su cabello se espesaba húmedo sobre los hombros. Pero algo le había ocurrido. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos y sus mejillas exangües. Mostraba un hematoma en el labio inferior.

– ¿Qué ha pasado, Raquel?

La muchacha no se movía, no hablaba.

– Tengo mucho miedo -dijo, trémula.

– ¿Miedo? ¿De qué?

Escuchó su respuesta mientras la abrazaba.

– De mí.

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