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De hecho, le había agradado, en parte, aquel conato de rebelión.

No mucho. Solo en parte. Lo suficiente para que él pudiera marcarle los límites.

Regresó al saloncito y se acercó a ella con el vaso de ron en la mano. La muchacha apartó la cara.

– Eh, qué te pasa… No voy a pegarte más. Ya está. Todo perdonado. -Le acarició la cabeza-. Esta tarde irás al club, ¿de acuerdo?

– Sí.

– Luego a las citas. A todas.

– Sí.

– Por cierto, ¿cómo se te pasó por la cabeza esa estupidez de largarte? ¿Alguien te dijo que lo hicieras?

– No.

– No me mientas.

– No.

La cogió del mentón y le levantó el rostro. La muchacha parpadeó, pero no hizo ademán de rechazarlo.

– Entonces, ¿fue idea tuya?

– Sí.

– ¿Y por qué…? Mírame… -Ella volvió a parpadear. Aquellos ojos turbios y negros lo enajenaban: eran sus joyas preferidas-. ¿Por qué quieres dejarme? ¿Es que Patricio no te trata como mereces?

La muchacha no contestó. Por un instante, contemplando aquel rostro intachable, él se preguntó si le estaría mintiendo. Pero, no, era imposible. La conocía demasiado bien. Raquel era tan incapaz de mentir como de volar por los aires. Era un animal tímido, apocado, y precisamente aquel rasgo de su carácter era el que más le gustaba. De hecho, seguía intrigándole su modesta rebelión. Se había quedado mudo de asombro aquella mañana, cuando ella se lo dijo por teléfono. Sencillamente, no podía creer que hubiera tomado tal decisión por su cuenta. La confianza que había depositado en ella era absoluta. Casi todas las mujeres del club vivían encerradas o vigiladas de alguna forma, pero a Raquel podías abandonarla en el interior de una jaula de chimpancé y darle la llave, que jamás saldría sin permiso, y él estaba seguro de eso. No en vano la había dejado ocupar aquel apartamento solitario. Y, sin embargo, ahora… ¿Qué había ocurrido? Le parecía… Casi juraría que había cambiado . Una mutación apenas perceptible, pero que no pasaba desapercibida para él. ¿Más decidida, quizá? ¿Más voluntariosa? A lo mejor se había hecho de un amigo en aquel barrio de inmigrantes.

Fuera como fuese, era preciso asegurarse de que no se repetiría. Ella sabía lo que le ocurriría si traicionaba las reglas del club, pero, pese a todo, no podía arriesgarse a dejarle las tuercas flojas. Piensa con sensatez, Patricio , decía mamá.

De pronto recordó algo.

– Ay, coño, el café.

Pero, en la cocina, la cafetera solo estaba un poco tibia.

Mierda de llama.

Volvió a servirse ron. Ya sabía lo que iba a hacer. A ella no le gustaría, pero tendría que aguantarse. Era necesario tomar medidas para que los últimos rescoldos de rebelión quedaran extinguidos.

La muchacha lo vio dirigirse a la cocina y siguió inmóvil, hecha un ovillo en el suelo, silenciosa. Le dolían el labio y el vientre, donde él la había golpeado, pero lo que más la atormentaba era haber pensado alguna vez que la dejaría marcharse. ¿Cómo había podido ser tan estúpida?

Naturalmente, no era cuestión de comunicarle sus intenciones en aquel momento. Ahora solo deseaba que su enfado desapareciera. Ella haría todo lo posible por que ocurriera así. Luego, cuando la dejara en paz, seguiría adelante con su plan. Tenía pensado irse muy lejos, vivir escondida en cualquier sitio durante una temporada hasta que él se aburriera de buscarla. Después se iría todavía más lejos. Patricio no volvería a verla nunca.

No había sido tan malo como había temido. Cuando recibió el primer puñetazo, se refugió en la tumba en llamas de su imaginación. No ofreció resistencia: pensó que él la mataría y casi lo deseó. Convertida en la mujer que yacía en la tumba, apenas sentía dolor. Ahora era preciso que él creyera que todo volvía a ser como antes. Estaba dispuesta a obedecerle. Por el momento.

Lo vio regresar al salón con el vaso en la mano. Bajó los ojos.

– Te he enseñado mucho, pero aún tienes mucho que aprender. -Ella no dijo nada. El hombre se acercó-. Eres virtuosa, Raquel. No te creas lo que te dicen los clientes de mierda… Créeme a mí: a diferencia de la mayoría de las chicas, tú eres virtuosa. Pero, para seguir siéndolo, es necesario sufrir. ¿Cómo se dice «virtuosa» en húngaro?

– No sé.

– No me extraña. -Patricio se pasó la mano por la cabeza, apartando oleadas de sudor-. Por lo pronto, te anuncio algo. -Y añadió una sentencia inesperada.

Sintió el impacto de aquella frase como el puño que la había golpeado minutos antes. Sin embargo, supo que ninguna tumba imaginaria podría protegerla de un golpe así. Levantó la cabeza y lo miró con ojos llenos de espanto.

– No pongas esa cara, húngara… ¿Qué pensaste? ¿Que Patricio Florencio era idiota…? No fastidies. Ahora te muestras muy perra, y mañana agarras la maleta y te largas, ¿verdad…? Ni hablar. No tropiezo dos veces en la misma piedra. Ya está decidido.

No, no estaba decidido. No podía estarlo. Tenía que hacer algo, y pronto.

Apoyó las manos en el suelo y habló con suavidad, en un tono lo bastante alto como para que él la oyese desde aquella posición.

– Patricio, por favor… Te juro que me quedo. Te lo juro.

– Claro que te quedas. Pero no como antes.

– Por favor…

– ¿De qué te preocupas…? Lo trataré mejor que tú, y lo sabes.

– Patricio, me prometiste que nunca…

– Tú me prometiste que nunca te marcharías.

– Patricio…

Lo vio inclinarse hacia ella y alzar la mano. Aunque temió otro golpe, no apartó la cara. Sin embargo, él no la golpeó: le acarició la cabeza como a un perro mientras le hablaba, tan solo. Pero sus palabras la dañaron más que cualquier otra cosa que le hubiera hecho antes.

– Húngara: cállate. Luego te alegrarás de mi decisión. Ahora, cállate.

La muchacha no lloraba. Su desesperación lo llenaba todo. No se atrevía a hablar de nuevo, pero tampoco podía obedecer. Su cuerpo se negaba a moverse y, sin embargo, no conseguía dejar de temblar.

Vio los pies del hombre alejándose, escuchó sus pasos por el corredor. En algún lugar burbujeaba algo: quizá

la tumba

una cafetera. El ruido de una puerta al abrirse, nuevos pasos, palabras. Percibía todos los sonidos, pese al retumbo creciente de los latidos de su corazón.

la tumba en llamas

Entonces se levantó.

La tumba en llamas. Abriéndose.

De repente hacía frío. Un frío violento y estremecedor, como un seísmo.

Surgió en el umbral, perfectamente recortada por la luz del pasillo, y se adosó a la espalda de Patricio como una capa. Era una silueta de mujer, pero él la sintió como algo helado que le tocara. Se volvió instintivamente y la vio, de pie en la puerta. Hizo una mueca.

– ¿Y ahora qué pasa, húngara?

– Patricio -dijo la muchacha dulcemente, acercándose-. Tu café ya está.

Fue entonces cuando él se dio cuenta del objeto que ella sostenía: la cosa de la que escapaban nubes de vapor y siseos de serpiente.

Antes de que pudiera reaccionar, ella le arrojó el contenido de aquel objeto a la cara.

Ahora, todo consistía en no perder tiempo.

El hombre retrocedió, llevándose las manos al rostro y lanzando chillidos de animal en el matadero.

– ¡Mis ojos…! ¡Mis ojos…!

Volvió a alzar el brazo y le golpeó en el cráneo con la base de la cafetera. No demasiado fuerte, sin embargo. No quería matarlo, solo dejarlo inconsciente, o, al menos, aturdirlo. Cuando el hombre cayó de bruces, arrojó la cafetera al suelo y lo sacó a rastras de la habitación, tirando de su camisa hasta romperle varios botones. Dentro del cuarto quedaron otros gritos, pero no le importaban de momento.

Arrastró al hombre por el pasillo sin que le costara gran esfuerzo. No se sentía cansada. No se sentía nada. Al llegar al salón lo soltó, dejándolo boca arriba. El vientre del hombre emergía como el dorso de una ballena cubierta de pelo. El golpe lo había conmocionado, pero ahora estaba despierto. Respiraba con dificultad, las manos agarradas a la cara. Y sudaba.

– ¡Mis ojos…! ¡Están quemados…!

– Espera.

Se agachó, buscó en los bolsillos del pantalón del hombre y sacó un pañuelo doblado, aunque sucio, con cierto olor a colonia.

– ¡Puta, me los quemaste…! ¡Mis ojos…! ¡Los voy a perder…!

– No. No los perderás.

Se dirigió a la cocina y empapó el pañuelo en agua. Hizo una bola con él. Luego abrió el cajón del armario y sacó los objetos que iba a necesitar. Regresó al saloncito.

El hombre seguía en el suelo y había rodado hasta quedar de lado. Mantenía las manos sobre el rostro y las piernas encogidas.

– ¡Dios, Virgen santísima…! ¡Me quedaré ciego…! ¡Trae agua…!

– Sí.

Rozó su mejilla con el pañuelo mojado. Agradecido por aquel contacto, el hombre giró buscando a ciegas el húmedo alivio. Ella le aplicó agua en los párpados inflamados, exprimió el pañuelo sobre su rostro y volvió a aplicarlo con suavidad. Estuvo un rato así hasta que las quejas del hombre amainaron. Entonces le separó uno de los párpados cuidadosamente, aunque no pudo evitar que diera un nuevo alarido.

– ¡Qué haces, puta…!

– ¿Puedes verme?

– Sí -gimió Patricio volviendo a cerrar el ojo con rapidez.

– No te has quedado ciego.

– No… Pero me arden, coño, me siguen ardiendo…

– Mírame.

– ¿Qué?

– Mírame, Patricio.

Los párpados, hinchados y rojizos, se entreabrieron con dificultad. De pronto Patricio se olvidó del dolor de las quemaduras.

la mujer

Había cambiado, y él se dio cuenta de inmediato. Su rostro era el mismo de siempre, pero había cambiado como cambia, sutilmente, sin instrucciones visibles, un embrión anónimo e indiferenciado, una criatura sin rasgos ni formas que, de repente, se hubiese convertido en algo concreto, definido; algo que había nacido, crecido y madurado hasta hacerse adulto. Y peligroso.

la mujer, de pie

– ¿Quién… quién eres? -preguntó Patricio, confundido.

Fue lo último que pudo decir. La muchacha le introdujo el pañuelo aún húmedo en la boca con tanta fuerza que uno de sus incisivos se partió en la encía con un crujido de pistola disparada y lo anegó entre grumos de sangre y náuseas. La bola de tela, rígida como una piedra, le produjo arcadas al rozar la úvula. Creyó que se asfixiaría. De repente se dio cuenta de que ella le había dado la vuelta y estaba atando sus manos a la espalda con un trozo de cuerda. ¿Raquel…? Pero… ¿Era RAQUEL?

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