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Había cambiado, y Rulfo podía comprobarlo ahora. Ella sí había cambiado. Se había teñido el pelo de un rubio más claro y ligeras arrugas encerraban su sonrisa entre paréntesis. Seguía siendo muy atractiva, desde luego, con aquellos pantalones esbeltos de firma y el jersey de cuello de tortuga bajo la leonada melena pajiza, pero, para Rulfo, ya pertenecía al pasado, y deseaba que el sentimiento fuera recíproco.

Al principio, la conversación giró en torno a un nuevo e inesperado proyecto de Susana: la producción de obras teatrales.

La producción de obras teatrales, Dios mío.

– No es que vaya a dejar la carrera de actriz, pero César me ha animado, y tiene razón… Hay que pensar a largo plazo. Y no creas, si te pones a ver, montar tu propia compañía no es tan difícil.

Ella y yo, dentro del coche, completamente borrachos, durante aquella escapada… Se desnudó y se puso las muñequeras que yo solía llevar cuando conducía…

– El problema de las pequeñas compañías es que casi nunca reciben subvenciones, y ahora menos.

– La cultura siempre ha repugnado a los gobiernos, Susana.

– Y que lo digas.

– Ahí tienes a nuestro amigo Salomón. Un profesor titulado que no encuentra trabajo.

– Increíble. -Ella mordió otra fresa.

Íbamos a reventar las normas. Íbamos a formar una secta. The Hellfire Club en Madrid, dijiste un día…

César se había ausentado. Un instante de asueto, había dicho, pero bastó para que el silencio los atrapara a ambos. Susana se golpeaba la naricita con el dedo vendado al llevarse el cigarrillo a los labios. Expulsó las palabras con el humo.

– Para el tiempo que hace que no nos vemos, no estás muy hablador, Salomón.

– Me ha sorprendido tu nueva personalidad de empresaria.

La vio encajar el golpe con sonrisa misteriosa, como de «yo sé lo que tú sabes y tú sabes lo que yo sé». Y percibió otro detalle de su fisonomía que también había cambiado: la hendidura de su mentón se había hecho más pronunciada. Mientras la contemplaba, una nube con imágenes tórridas del cuerpo de Raquel bajo los relámpagos desfiló por su mente.

– Todos cambiamos. Tú, por ejemplo, decidiste cortar por lo sano y no volver a vernos…

– No he vivido feliz desde entonces.

– Me dijeron que sí. Tenías novia, ¿no?

– Lo dejamos. -Ni Susana ni César conocían lo ocurrido con Beatriz, y pensó que no era momento de contarlo-. Vendí el piso. Ahora vivo en otro más pequeño.

– Eso sí lo sabía. -Susana no perdió su sonrisa de secreto compartido-. Las cosas terminan dejándose. Pilar se ha casado, ¿te lo ha dicho César…? Y David y Álvaro trabajan para el gobierno. Miras hacia atrás y te das cuenta de que ya nada es como antes. Ya no suceden cosas sorprendentes. Quizá eso sea sinónimo de envejecer… No me estás escuchando… ¿Qué piensas?

– Al contrario, te escuchaba -replicó Rulfo-. Y me han sucedido cosas sorprendentes.

– ¿Podemos saberlas?

– He venido a contároslas.

César regresaba con una bandeja de café.

– Lo hubiese podido preparar yo -dijo Susana en un tono excesivamente quejoso.

– Oh, ¿cómo iba a privarte del placer de hablar un rato con nuestro invitado a solas…? Si alguien quiere azúcar o leche, que se sirva. Y ahora, ¿qué es eso que tienes que contarnos, querido alumno Rulfo?

Rulfo sacó ambos objetos y le pasó a César el papel.

– Después te diré dónde y cómo encontré esto. Primero dime si te suena de algo.

Su ex profesor meneaba la cabeza sin responder, pero cuando Rulfo le entregó la fotografía, su expresión mudó por completo. Permaneció largo rato contemplándola, luego retornó al papel y por último alzó la vista y miró a Rulfo como buscando alguna clase de explicación, o de ayuda. Rulfo advirtió en su semblante una emoción, que jamás hubiese podido sospechar que alguna vez contemplaría en un hombre como aquél.

César Sauceda tenía miedo.

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