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Mal preparado para la última de las posibilidades imaginables, Rulfo obedeció a su impulso.

– Hola, César. Quería verte.

César Sauceda era el diablo.

Un diablo menor, pero lo bastante maligno como para que sus clases de aburrida literatura siempre estuvieran atestadas. Rulfo lo había conocido cuando aún se dedicaba a capturar almas. El pacto diabólico se llamaba tesis doctoral, y Sauceda añadía cláusulas que atañían, sobre todo, a las alumnas más jóvenes. En verdad, era un hombre sin escrúpulos, pero lo que atrajo a Rulfo de su personalidad era el increíble contraste entre una fantasía inagotable y la gelidez de una mente racional. «Soy un poeta que ama la acción», solía definirse su ex profesor. A él lo definía a la inversa: «Eres un hombre de acción que ama la poesía». La mezcla no fue mal al principio: el impulso del joven estudiante contribuyó a que se conocieran, y la mesurada frialdad del profesor hizo que la amistad se mantuviera sin altibajos. Luego, paradójicamente, ambas características habían servido para agravar la distancia que Susana había impuesto entre ellos.

El ático, próximo a Velázquez, estaba dividido en dos pisos, siendo el superior un amplio dormitorio abuhardillado con hermosas vistas del Retiro. César lo llamaba «su» Retiro. La expresión era correcta, porque César había abandonado la enseñanza y se dedicaba a vivir rodeado de comodidades y de Susana. Como buen diablo (menor), siempre había tenido dinero y compañía femenina, y siempre había sabido cómo obtenerlos cuando escaseaban y utilizarlos cuando disponía de ambos. Años atrás había reunido a varios ex alumnos y fundado un círculo literario-artístico-orgiástico cuyas fiestas se habían hecho célebres durante determinada época en Madrid. Su «querido alumno Rulfo» había pertenecido a aquel círculo.

Todo eso había ocurrido antes de que Susana los distanciara.

– La mediocridad de este mundo es inconcebible, Salomón. La vida comienza a quedarme pequeña. Siempre lo he dicho: los roquedeños somos gente inquieta. ¿Qué podríamos hacer para volver a gozar…? ¿Recuerdas a esa chica…? ¿Cómo se llamaba…? ¿Pilar Rueda…? Se ha casado, ¿puedes creerlo…? Ahora se dedica a cultivar hijos. La vi hace poco. Lo último que esperaba de ella era el alcachofismo maternal, te lo juro. Le dije: «parece que has olvidado lo que hacías en mi casa, Pilar». Me contestó: «No se puede vivir de eso…». No, su respuesta exacta fue: «No puedo vivir haciendo eso». Porque lo que importa es vivir, claro. -Paladeó el vermut e hizo girar la copa mientras hablaba-. Quizá la solución resida en aniquilar los opuestos. Convertir lo carnal en el máximo goce del espíritu. ¿Sabes quién fue el hombre más sacrílego que conocí…? No sé si te he hablado de él alguna vez. Era un empresario francés que se creía heredero directo de Sade. Una de sus manías, a la hora de celebrar un banquete en casa, era usar hostias consagradas. Ordenaba robarlas. Hablo en serio, ¿no me crees?

– Te creo.

– Tenían que ser de verdad, no valían las imitaciones. Las colocaba en bandejas y las servía como canapés. Las había con paté de foie y anchoa, queso crema y caviar Beluga, trocitos de salmón y alcaparra… Los párrocos de los alrededores denunciaban los robos y la policía sospechaba la existencia de una secta satánica… ¡Una secta satánica…! Se moría de la risa, el cabrón. Espera, no acaba aquí la cosa. Un día le pregunté por qué lo hacía, por qué se comía las hostias así. ¿Sabes lo que me contestó?

– Ni idea.

– «Solas están fade , César.» ¡Ja, ja, ja! En realidad, el muy cabrón era un bromista. Pero de ateo, nada. «Tú no eres ateo», le dije una vez, «tú lo único que quieres es comerte a Dios untado de Diablitos Underwood…» Era un tipo genial. Pasábamos un buen rato discutiendo si el infierno era interminable o inagotable. Ambos coincidíamos en que, si es simplemente interminable, entonces es una tortura. Pero si es inagotable, ¿quién desearía que terminara alguna vez? Y concluíamos que es peor, mucho peor, agotarnos que morirnos. Añadíamos una coletilla a la premisa de Rabelais que luego hizo suya Aleister Crowley: «Haz lo que quieras, pero intenta variar ». Buenas conversaciones, sí señor… -Cogió una servilleta de papel y comenzó a chamuscarla con el puro. Luego espantó los alambres de humo-. Ya no hay conversaciones, ni buenas ni malas… Ya no hay nada. Todo está contaminado de vulgaridad. La poesía sigue salvándome, al menos. Y espero que siga salvándote a ti.

– Sí, sigue salvándome.

Alguna vez César no había sido feo, sino un pequeño y delgado príncipe azul. «Pero besé a la princesa incorrecta», solía decir. Ahora era intensa e inmensamente feo, de ojos pequeños y grises bajo cejas puntiagudas como cuernecillos de serpiente cerasta, disperso cabello ceniza y bigote y perilla haciendo juego. Sobre su bulbosa nariz solía montar unas gafas metálicas de cristales azules que no hacían nada (todo lo contrario) por mejorar las cosas. Pero, cuando Rulfo le oía hablar, y sospechaba que así ocurría con todo el mundo, se olvidaba pronto de su aspecto. Su voz era hermosa y grave, con cierto matiz andaluz (roquedeño, diría él) y cierta labia -decía Susana- que los años no habían logrado desgastar.

– Me alegro de verte, Salomón, te lo juro, y Susana se alegrará también. Llegará enseguida, ha tenido que ir a… Por cierto, ¿por qué no te quedas a comer…? No me digas que no. Tenemos tanto de que hablar… Susana está magnífica, ya la verás… Claro que, a los treinta años, cualquiera… Algún día compondré una heroida en su honor. Ella va hacia arriba y yo hacia abajo. Yin y yang… ¿Y dónde trabajas ahora? Lo último que sé de ti es que dabas clases en un taller literario…

– Estoy en paro desde que acabó el verano.

– ¿Alguien como tú, en paro…? ¿Éste es el nuevo país que estamos construyendo…? Somos europeos a la hora de las responsabilidades, pero nuestro paro sigue siendo nacional. ¿Y no piensas hacer nada…?

– Lo cierto es que he tenido momentos peores.

– Te advierto que, si te encuentras bien, no hay nada mejor que no trabajar. Mírame a mí. Pero a tu edad aún es pronto para eso. Y a mi edad, demasiado tarde… Me he hecho viejo sin darme cuenta.

– No tienes aún sesenta años, César.

– Y qué, eso solo es una cifra. Soy viejo. Me siento viejo. Y Susana lo nota. -Hizo una pausa y bebió otro sorbo de vermut-. Debo confesarte que antes compartíamos más, ella y yo. Ahora casi nunca está en casa. Siempre tiene mucho que hacer con su teatro, y no la censuro: es joven, y todavía cree que hacer cosas no carece de sentido. Tampoco la censuré cuando… En fin, cuando ocurrió lo vuestro. Sí, debo decírtelo honestamente. Nunca entendí nuestro distanciamiento. Lo único que no entendí de lo que hicisteis fue que no me lo dijerais.

Rulfo sabía que el tema acabaría apareciendo, aunque no había anticipado la sencillez con que César era capaz de mencionarlo. No quería morder el anzuelo, pero, mientras lo pensaba, ya había abierto la boca para tragárselo.

– Decírtelo hubiera sido absurdo.

– Cualquier cosa es mejor que esperar a que el otro se entere por casualidad, ¿no? -objetó César sin asomo de irritación en su voz.

– No estábamos seguros de lo que sentíamos el uno por el otro. Sigo pensando que hicimos bien.

– Comprendo. Siempre has sido un rebelde. Desde la universidad.

– Y a ti te encantaba enseñar a los rebeldes.

– Pero tú eras un rebelde romántico, lo cual es peor. Ya que has venido a vernos, te confesaré algo: no me importaba tanto que te tiraras a Susana como ese romanticismo jabonoso con que la untabas a solas. Me parecía lógico que follarais. Hombre, yo te la había presentado, yo la había visto antes, por decirlo así, pero ella era una jovencísima actriz y tú un joven licenciado en filología. Ambos erais jóvenes y guapos. También tú, sí. Un íncubo, eres un jodido íncubo, en serio, mírate… Con esos rizos negros y esa barba a lo Che Guevara… Las chicas te ven y pierden la compostura, y lo comprendo. El defecto es tu bondad. No se puede tener esa cara y ser tan bueno como tú, Salomón. Pareces un pecador que hubiese decidido ser asceta. En el fondo, lo reconozco, siempre has sido más poeta que yo. Ambos amamos la poesía, pero la poesía solo te ama a ti… aunque se quede a vivir conmigo. Y no te lo tomes como un perverso juego de palabras.

– ¿Por qué no dejamos el tema en paz, César? No he venido a…

– ¿Crees que a Susana se la puede dejar en paz en algún momento? Si piensas así, mi querido alumno Rulfo, es que has cambiado mucho…

– ¿Qué es lo que quieres? ¿Que volvamos a pelearnos?

– No, no, no -lo tranquilizó César-. Perdona por haber sacado el tema. En realidad, solo quiero vivir. A veces me muero. Aunque no del todo, y eso es lo peor…

susana.

El ruido de la puerta de la calle hizo que César sonriera.

susana. allí

– Porque, ¿ves?… La vida sigue regresando a mi casa -añadió con una risita.

Susana. Allí.

Mirándolo.

– Bueno, ¿no vais a saludaros…? Mira qué cara ha puesto al verte, Salomón. Nunca pone esa cara con nadie, te lo juro… Ja, ja, ja…!

De almuerzo hubo gratinado de verduras, filetes de ternera muy finos, casi tostados, como le gustaban a César, servidos con roquefort, y frutas con queso gruyer. Todo de un catering , le explicaron, comían de catering desde hacía tiempo, ninguno de los dos tenía ganas de preparar nada, pero Rulfo no estaba muy convencido de que ocurriera así todos los días, porque los vio entregarse a los platos con ilusión inusitada. Brindaron con un vino francés cuyo nombre no le importó, aunque ambos aseguraron que lo habían descorchado por él. Ella tenía un dedo vendado, un accidente doméstico según dijo (él se preguntaba si seguía con su costumbre de morderse las uñas): aquel vendaje le golpeó los nudillos cuando entrechocaron las copas. La comida fue rápida y casi silenciosa, y Rulfo decidió que esperaría a la sobremesa para sacar el tema. Luego, Susana trajo fresas y se sentó en la alfombra, César ocupó su sofá predilecto y Rulfo eligió igualmente el suelo sabiendo que al anfitrión le complacería tenerlos a ambos a sus pies. El violonchelo de Max Reger irrumpió en los altavoces y varios melíferos centímetros cúbicos de Curvoisier fueron servidos en sendas copas, aunque Susana optó por Drambuie. Las fresas dejaban a veces un sello de lacre en su boca.

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