Pero Hank no reparó en aquello. Vio entre los cascotes algunos restos de lo que debieron ser, mucho antes, máquinas de matar como la que había visto. Restos, restos, restos todo. Tubos oxidados, pedazos de culata, restos de proyectiles desperdigados, reducidos casi a polvo. Hank comenzó a separar cascotes despellejándose las manos, levantando el polvo fino que lo cubría todo. Tenía que ser allí, estaba seguro.
Y, de pronto, en medio de aquella febril excavación,sus dedos tropezaron con algo nuevo. Hurgó y arañó con las uñas roídas hasta hacer aparecer, entre la tierra, la punta de una especie de tela trasparente y aceitosa. Tiró fuertemente de aquel extremo y la tela cedió y fue saliendo lentamente, dejando ver una especie de saco que contenía, celosamente guardadas a través de los años de ruina y de muerte, tres máquinas de matar. Hank las sacó despacio del saco que las protegía.
Una a una, salieron aceitosas y brillantes de su envoltura y Hank las acarició como podría haber acariciado a Hilla, en la soledad del lejano valle: amoroso, con los ojos brillantes de un deseo en el que el amor y la muerte se confundían de un modo extraño e incomprensible en una amalgama de deseos oscuros. Vio; cómo los mecanismos engrasados cedían suavemente a la presión de sus dedos desgarrados, igual que cede la carne a la caricia amorosa.
Miró las máquinas por todos lados, despacio, conteniendo el aliento, mientras procuraba mantener lejos de su cuerpo el extremo del tubo, por el que sabía que salía la muerte. Claro que ignoraba qué había que hacer para que esto sucediera, pero sabía que él lograría hacer funcionar aquello y que conseguiría que la máquina se plegase a sus deseos. Sí, lo aprendería.
Primero, con girones de su ropa, limpió cuidadosamente la grasa que cubría la máquina y el interior del tubo. Uno de los mecanismos cedió de pronto, con un chasquido seco y dejó al descubierto una recámara vacía. Debajo de esa recámara descubrió una lengüeta que, al ser oprimida, hacía saltar un resorte y aparecía sobre la recámara un punzón corto. Entonces, Hank se dio cuenta de que allí faltaba algo, que la máquina de matar -aquella, al menos -no estaba completa. Tomó una de las otras dos y después la otra y repitió lentamente la operación que había efectuado antes con la primera, pero el resultado fue el mismo. Faltaba algo para que las máquinas cumplieran su deber.
Entonces miró de nuevo hacia el saco que había dejado abandonado entre los cascotes. Había aún algo dentro. Rebuscó y sacó de él una caja metálica. La abrió. Dentro de la caja había unas cápsulas. Cien, tal vez doscientas cápsulas doradas, largas, no más grandes que su dedo meñique, puntiagudas en uno de sus extremos y chatas por el lado contrario. Con manos temblonas por una emoción creciente, sabiendo que estaba ya cerca de conseguirlo, metió una de las cápsulas en el interior del tubo y apretó la lengüeta que había descubierto debajo de la recámara. Cerró los ojos, creyendo que iba a sonar el estallido, pero no sucedió nada tampoco esta vez.
Siguió intentándolo nervioso. Tres, cuatro veces más, colocando las cápsulas de distintos modos y en diferentes lugares de la máquina. Y por fin, al apretar nuevamente la lengüeta, un estallido seco y horrendo pobló de ecos el aire silencioso de la ciudad muerta, y dos muros cercanos se derrumbaron con la explosión y el impacto del proyectil arrancó un trozo de viga oxidada del techo derruido, con un seco golpe metálico.
¡ Lo había conseguido!… La máquina de matar funcionaba. Y era suya. ¡Suya!… Una máquina, dos, tres máquinas de matar. Hank olvidó la fiebre, el dolor de los mordiscos purulentos, olvidó a sus compañeros que le estarían seguramente esperando y que, sin duda, habrían oído el estallido de la máquina. Lo olvidó todo para saber únicamente que tenía entre sus dedos temblones la máquina de matar. Lloró de alegría sobre el reluciente tubo de acero pavonado.
Luego, despacio, se levantó de entre los cascotes, tomó las tres máquinas y se las echó sobre el hombro. Sólo entonces se dio cuenta de lo que pesaban: demasiado para su cuerpo debilitado y herido. Pero Hank era poderoso y se sentía todavía más fuerte con aquella posesión. Vació todas las cápsulas en la bolsa que le servía para almacenar la comida y volvió sobre sus pasos, inseguro del camino que tendría que seguir para encontrar de nuevo la salida de la ciudad, donde Wil y Rad tendrían que estar esperándole.
– ¡Hank!… ¡Hank! -oyó que le gritaban, desde muy lejos, desde más allá de las ruinas.
Hank no respondió. Sabía que eran ellos, sus amigos. Probablemente habían oído el estallido de la máquina y temerían que hubiera surgido otro asesino para matarle a él. Hank sonrió: ¡a él!… Ya no temía a ningún asesino, incluso deseaba poderle encontrar pronto, porque ahora él tenía también una de aquellas máquinas de matar.
Desde lo alto de la colina que debió albergar en otros tiempos la plaza de la catedral -aún se veían los inmensos pilares de piedra rojiza y el arranque truncado de una voluta- Hank contempló a sus pies la extensión de las ruinas y vio a sus amigos allá abajo. Oyó también nuevamente su voz, llamándole. Y tuvo una idea que le hizo reír para sí mismo. Se ocultó detrás de un muro de cemento y mármol, cargó una de las máquinas y la hizo estallar al aire. Oculto como estaba, mientras los ecos del disparo se extendían por la extensión muerta, les vio correr como locos y ocultarse, muertos de miedo, mientras buscaban afanosos con la mirada, tratando de localizar el sitio de donde había salido la explosión de muerte.
Hank se quedó quieto y su rostro, poco a poco, se volvió serio. Miró una y otra vez las otras dos máquinas que estaban a sus pies. Sentía muy adentro que algo no estaba conforme en los planes que se había trazado y ahora comenzaba a darse cuenta de qué se trataba. Antes de dejarse ver de sus compañeros, comenzó a escarbar un agujero en la arena para enterrarlas. Ya estaba. Ya no había más máquina de matar que la suya, la que él tenía. Ahora ya podía salir.
Y salió, con un grito salvaje que hizo que a sus compañeros se les helara la sangre, hasta que le reconocieron mientras bajaba alocado por la pendiente sin dejar de chillar:
– ¡La tenemos!… ¡La tenemos!… ¡Mirad! Rad y Wil se acercaron temerosos. Observaron la máquina a distancia, sin atreverse a tocarla, como si les fuera a estallar en las manos si se acercaban demasiado. Además, en manos de Hank, era aún más temible, porque se leía la furia en los ojos del hombre, una furia que no cesaría más que con la muerte para la que la había destinado.
– Es mía… -dijo lentamente Hank. Y sus ojos se encontraron alternativamente con los de Rad y Wil-.Y mataré con ella al hombre que mató a Phil… y a todos sus compañeros.
Wil tuvo un estremecimiento, consciente de pronto de lo que aquello estaba significando.
– ¿Sabes ya cómo manejarla?
– Sé cómo hacerla estallar. Y voy a aprender el modo de dirigir el disparo para que mate donde yo quiera. Y…
– ¡Hank! -exclamó de pronto Rad, mirando las piernas de su compañero-. ¿Qué es eso?
– Ratas… Las hay a millares en las cloacas. Hay una red de pozos que debió atravesar la ciudad antes de todo esto. Ahora, las ratas los llenan, y salen de noche para devorar lo que pueden. De día se devoran entre ellas. Ven, mira…
Llevó a sus compañeros junto a uno de los pozos más cercanos y les hizo guardar silencio para escuchar el chillido constante de las ratas. Hank rió de pronto. Cargó una de las cápsulas en la máquina de matar y apuntó el tubo hacia el fondo del pozo. La explosión hizo derrumbarse parte de las paredes y los chillidos cesaron un segundo para recrudecerse en el siguiente. Rad y Wil dieron un salto atrás, cuando unas cuantas ratas aterradas saltaron del pozo. Hank cargó de nuevo el arma y la disparó, casi a ciegas, contra el montón de ratas súbitamente cegadas por el sol. El montón se dispersó, dejando en el centro unos cuantos animales destripados y sanguinolentos en sus últimos estertores. Hank los miró, con una mirada que reflejaba toda su satisfacción. Sí, la máquina era perfecta, cumplía maravillosamente con la misión que tenía encomendada. Mataba.
Wil le estuvo observando un instante, preocupado, desde la prudente distancia a que le había empujado el horror de las ratas. Vio la risa silenciosa de Hank y el placer que sentía ante la muerte de los roedores. Se estremeció: -Hank… Hank se volvió.
– Hank… Tenemos que echar una mirada a las ruinas. Tal vez encontremos cosas útiles para los nuestros…
Hank rió de nuevo, ahora abiertamente. -La ciudad está tan vacía de cosas útiles como la palma de mi mano… Ya miré…
– Y encontraste la máquina, ¿no?… Puede haber otras cosas, si buscamos…
– No hay…
– ¿Cómo lo sabes? No te has ocupado más que de buscar la máquina… Tiene que haber recipientes de metal… y tal vez semillas para el campo…
– ¡No buscaremos! -exclamó Hank, hosco-. Hemos de regresar en busca de los hombres que mataron a Phil.
Y, apenas lo hubo dicho, se arrepintió y lo pensó mejor. Su rostro se distendió en una sonrisa superficial. -Bien, en cualquier caso… id vosotros. Tal vez tengáis más suerte que yo. Os esperaré aquí.
Los dos compañeros se fueron. Y Hank pasó el resto del tiempo, hasta su regreso, aprendiendo a utilizar la máquina de matar con puntería. Apoyó la culata contra su hombro, como había visto hacer al hombre de la roca. El primer disparo le echó al suelo, pero aprendió pronto a mantenerse firme. Y, cuando Rad y Wil regresaron, tenía el hombro dolorido, como si lo hubiera cargado con una tonelada de peso. Pero era capaz de acertarle a una rata a diez metros. En la bolsa quedaban veinte cápsulas de muerte.
Rad y Wil habían estado escuchando los disparos en la distancia, cada vez más rápidos, indicando la seguridad del que manejaba la máquina. Una vez, Wil se volvió a Rad, preocupado. -Me da miedo Hank… Rad le miró a su vez:
– ¿Por qué? -preguntó ingenuo-. No va a disparar contra nosotros. Tiene la máquina para el hombre que mató a Phil…
– La tiene para él, Rad. Para ser más poderoso que nadie en la comunidad. Se ha dado cuenta de eso sin saberlo siquiera.
– Pero Hank nunca…
– ¿Le viste cuando mató a la rata? ¡Sentía placer de matar!… ¿Y ahora, le escuchas?…
Los disparos se oían seguidos, como lanzados con rabia. Rad se calló. El sol caminaba de prisa hacia el ocaso y las sombras de la ciudad en ruinas se alargaban. Hacía tiempo que Hank había terminado su entrenamiento y se había sentado a esperar a sus compañeros, cuando sintió pasos a su espalda. Se volvió como una flecha, encañonándoles con la máquina. Rad y Wil se detuvieron asustados. Hank bajó la máquina al reconocerles, pero les gritó: