– ¿Día a día?
– Y casi hora a hora, señor ingeniero.
Pragüe tragó saliva. De pronto saltaron por su imaginación las horas inútiles pasadas por los historiadores para hacer aquella labor de chinos, tan minuciosa como innecesaria. ¡Y ahora querían que todo aquello fuera registrado por la memoria de una computadora que ni siquiera existía, que costaría millones, decenas de millones y el esfuerzo de días y meses continuos de un trabajo que podría ser empleado en cosas realmente útiles! Y todo…
– ¿Para qué?
Granz sonrió nervioso detrás de sus gafas, apartó el papel que aún sostenía entre sus dedos temblorosos y susurró:
– Señor ingeniero Pragüe… ¿Le he preguntado yo acaso cómo funcionan sus cerebros electrónicos? ¿He tratado de meterme en el terreno de ustedes? Yo sólo le he preguntado si eso es posible. No se preocupe de lo que cueste ni de su utilidad. El presupuesto es cosa del Gobierno. Su utilidad es cosa mía.
De modo que en aquello intervenía el Gobierno. Pragüe comenzó a sufrir los días de mayor confusión mental de toda su vida. Pasaba por la locura de que todo un equipo de historiadores hubieran desempolvado archivos y manuscritos hasta saber lo que ocurrió día a día desde doce mil años antes. Pasaba por la locura de que, luego, hubieran tenido la humorada de meter todo aquel material en una computadora. Pasaba incluso por la idea de que los historiadores considerasen su labor como digna de la mayor atención. ¡Pero que el propio Gobierno les respaldase con un presupuesto cien veces superior a lo que nunca habían gastado en sus cálculos comerciales, en sus estadísticas y en sus presupuestos de defensa!… Sinceramente, todo aquello estaba muy por encima de su capacidad de comprensión.
– Sin embargo, esa es la realidad y tendrás que plegarte a ella -le dijo el Jefe-. Ya han estado aquí los secretarios del ministerio de Defensa y nos han dado carta blanca. La máquina ha de ser construida. ¿Cuánto tardarás en diseñarla?
Pragüe no se había formulado esa pregunta. Pensó que todo quedaría en nada después de su entrevista con el profesor Granz y había dejado que el tiempo borrase las locuras del viejo. Pero ahora, apenas tres días después de su visita a la Universidad Autónoma, la realidad estaba allí, con su magnitud de locura que -lo estaba comprobando- se había convertido en una demencia colectiva en la que incluso el Gobierno estaba implicado. Y el Jefe, al que precisamente ahora tenía que contestar.
– Bien… Por lo menos diez meses.
– ¿Y en construirla? Piensa que solamente vas a tener un ayudante.
– ¿Por qué?
– Ordenes del Gobierno.
– ¡Jefe, esto es demasiado! Yo no…
– Déjate, Pragüe, no hay lugar a discusión. Esas son las órdenes y hay que plegarse a ellas. Decías que diez meses para diseñarla… ¿Y para construirla e instalarla?
Pragüe se sintió súbitamente vencido.
– Por lo menos… cuatro años.
– Está bien. Comienza a contar el tiempo a partir de este momento. Y acórtalo todo lo posible.
– ¿Acortarlo? Eso es pedir peras al olmo. Vamos a quemar etapas, ¿no te das cuenta?… Vamos a construir una máquina que, de haber estado en nuestros cálculos, no nos habría sido necesaria hasta dentro de un centenar de años. Y ahora ¡hay que hacerla… de la nada!
– Mira, Pragüe -dijo el Jefe, con toda su paciencia-. El Gobierno paga, ¿no es eso?… Y el que paga exige.
– Pero cuando quien exige es un loco de atar…
– Te refieres a ese Granz, claro…
– ¿Y a quién si no?
– Granz será tan loco como tú dices, pero te aseguro que nunca he oído hablar de nadie con tanto respeto como de él en boca de los delegados del ministerio.
***
– ¡Dugall!…
El ayudante apareció con ojos soñolientos por detrás del cuerpo principal de la monstruosa calculadora. Pragüe agitaba su reloj de pulsera, que se había detenido durante la noche. Desde donde estaba no alcanzaba a ver el cronógrafo electrónico.
– ¿Qué hora es? Este maldito se me ha…
– Las nueve menos veinte. Aún tenemos un rato de tranquilidad hasta que aparezca el abuelo.
Sí, un rato de tranquilidad todavía hasta las nueve. El profesor Granz no se retrasaría. Imposible que se retrasase. No lo había hecho nunca y no iba a hacerlo hoy, precisamente el día en que la computadora estaba a punto, después de seis años de trabajo.
– Debiste decirle que no estaría listo hasta mañana…
– Si usted me hubiera advertido…
– Claro…
No lo había advertido, desde luego. Y había hecho mal, muy mal. Porque el profesor Granz llegaría puntual y habría que ponerse inmediatamente al trabajo. ¿A qué trabajo? Pragüe no lo sabía, aun después de haber estado trabajando durante seis años en aquel monstruo que se había convertido en la pesadilla de su existencia.
Pero hoy… ¡precisamente hoy!… Tenía que ver a Kunner en el bar de Las Columnas, a las diez. Estaba prevista la reunión y, si Granz quería comenzar con el trabajo inmeditamente, no habría modo de llegar a tiempo. No, no llegaría y tenía que llegar, ¡como fuera! Porque hoy, Kunner había citado a todos para algo tan importante que la falta de uno solo de ellos podría llevar al fracaso de todos los planes que habían ido forjando con tanta paciencia.
La existencia de Kunner en la vida de Pragüe iba ligada a la lenta construcción de la computadora. De hecho, tal vez Kunner no habría significado nada sin aquel trabajo, sin aquella continua dedicación a lo inútil durante seis años.
Kunner había surgido de la nada. Había aparecido como una consecuencia lógica del vacío mental que se originó poco a poco en Prague desde que tuvo que aceptar, sin posibilidad de restricciones, el encargo de diseñar y construir el ordenador.
Eran ya meses y meses de cálculos incesantes. Meses enteros de estar casi a término y de volver a empezar, gracias a los “profundos” conocimientos matemáticos de Granz. Meses de conversaciones telúricas con el historiador, que parecía cambiar de opinión a cada día que transcurría. Porque, lo que en un principio se había planteado como una calculadora con una memoria de unos cinco millones de datos, luego tuvo que ser ampliado a más de diez millones, a medida que Granz especificaba qué era lo que quería meter en la memoria electrónica.
– Sí, señor Pragüe, naturalmente, cada día… ¡y lo que sucedió cada uno de esos días!… ¡Y dónde sucedió! ¿Pero no se da cuenta? Es lógico, me parece a mí. Un día, en sí, como tal fecha, no significa nada. Pero un día en que ocurre una cosa en un lugar determiando de la tierra… ¡ese día tiene una importancia fundamental, llámese anteayer o el veintiuno de octubre de 1563!…
Fueron diez meses durante los cuales Pragüe estuvo a punto de volverse loco. Diez meses de hacer y deshacer. Y todo a marchas forzadas, trabajando veinte horas al día y con la conciencia fija en la total inutilidad de aquel trabajo de titanes.
Pragüe comenzó a abandonar a su familia. Pasaba los días y las noches junto a las calculadoras, buscando datos y cifras con las que construir el nuevo monstruo que iba a salir de sus manos, cambiando continuamente de ayudantes, porque ninguno rendía lo bastante como para servirle de colaborador único, aquel colaborador único que tendría que estar con él a partir del momento en que cada uno de aquellos números, de aquellas medidas, tuviera que convertirse en un objeto: en una cinta magnética, en un circuito de transistores, en un elemento de la colosal memoria electrónica que habría de instalarse en un lugar que, por el momento, permanecía aún para él en el más absoluto secreto.
El secreto: eso era lo más horrible, lo más endemoniadamente enloquecedor. Porque en los días que siguieron a la conversación primera con Granz, fue la entrevista con el mismo ministro de Defensa, que le llamó a su despacho y le habló. Sí, le habló, porque él, Pragüe, no había tenido ocasión de decir nada ante el imponente ministro.
– Supongo que se da usted cuenta, señor Pragüe… Este trabajo exige el más riguroso secreto por parte de usted… -¿por qué, por qué riguroso secreto en torno a la más monumental locura de la Humanidad? -Todos sus cálculos deberán estar hechos sin copia… cada día, al término de su trabajo, tendrá usted a su disposición una caja acorazada donde guardará hasta el día siguiente toda la labor, ¿me entiende?
¡Naturalmente que le entendía!… Del mismo modo que entendía que estaba sumergido en un universo de locos integrales, como si la locura de un profesor aquejado de demencia senil se hubiera contagiado hasta las más altas esferas del Gobierno. Pero él, por lo visto, no era nadie, aunque en su fuero interno tuviese la convicción absoluta de que, en realidad, era el único cuerdo entre todos cuantos estaban constantemente a su alrededor.
Luego -y esto constituyó la parte peor y más absurda de toda aquella sucesión de incoherencias -vino la seguridad absoluta de ser vigilado. Cada mañana, al entrar en su estudio de trabajo, encontraba gente nueva en la antesala. Gente que fingía trabajar y que, en realidad, estaba allí para controlarle cada paso, cada mirada, cada movimiento que hacía. Por las calles, su automóvil era seguido siempre por otro, cada vez distinto. Poco a poco, supo que sus ayudantes, los ayudantes que había ido desechando por ineficaces, eran detenidos. Uno fue encontrado borracho a altas horas de la madrugada. Anteriormente, había sido un muchacho absolutamente abstemio. Otro fue acusado de proxenetismo, y Pragüe creía recordar haberle conocido siempre rodeado de las muchachas más bonitas de la Casa. A un tercero, precisamente el que entró a trabajar con él con las máximas garantías de honradez, parece ser que le descubrieron robando en un apartamento. Lo cierto es que todos, a medida que Pragüe los iba desechando por ineficaces, desaparecían de la circulación como si la tierra los hubiera tragado. Dándose cuenta de que aquellas detenciones eran intencionadas, Pragüe decidió conservar a toda costa a Dugall, el último ayudante que le había sido encomendado, aunque se daba cuenta de que no iba a ser tan eficaz como habría sido necesario en aquel trabajo.
Una mañana, Dugall -estaban entonces por su sexto mes de trabajo y el muchacho colaboraba con él desde unas tres semanas atrás- llegó un poco tarde al estudio. Venía pálido y asustado.
– Perdóneme, señor Pragüe -le dijo con voz entrecortada-, pero no me han soltado hasta ahora.
– ¿Soltado? ¿Quién?