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Dos años después, en la facultad de Ciencias, Azer había sido sorprendido despedazando ratones vivos. Por si fuera poco, algunas estudiantes quejosas de las obscenidades que les dirigía habían encontrado en sus taquillas del vestuario de la piscina gatos destripados, enredados en su ropa interior.

Las pulsiones criminales de Azer intrigaban a Kudseyi, que por lo demás trataba de encontrarles alguna utilidad. Pero seguía ignorando su auténtica naturaleza. Un azar médico lo iluminó por completo. Mientras estudiaba en Munich, Azer había sido hospitalizado por una crisis diabética. Los médicos alemanes habían elegido un tratamiento original: sesiones en una cámara de alta presión, para mejorar la absorción de oxígeno por el organismo.

Durante dichas sesiones, Azer había experimentado el vértigo de las profundidades, empezado a delirar y gritado a pleno pulmón que quería matar mujeres, «¡a todas las mujeres!», torturarlas y desfigurarlas hasta reproducir las máscaras antiguas que le hablaban en sueños. Una vez en su habitación, en pleno delirio a pesar de los sedantes que le habían administrado, se había puesto a rascar la pared, junto a la cabecera de la cama, para trazar apuntes de caras. Rostros mutilados, con la nariz cortada y los huesos aplastados, a cuyo alrededor había pegado manojos de su propio pelo pegados con su semen: estatuas sin vida, erosionadas por los siglos, pero con cabelleras muy vivas…

Los médicos alemanes alertaron a la fundación turca que pagaba los gastos médicos del estudiante. Kudseyi en persona se desplazó a Munich. Los psiquiatras le explicaron la situación y le recomendaron el internamiento inmediato. Kudseyi manifestó su acuerdo, pero a la semana siguiente mandó a Azer de vuelta a Turquía. Estaba seguro de que podría controlar, e incluso explotar, la locura asesina de su protegido.

Sema Hunsen daba otro tipo de problemas. Solitaria, reservada, obstinada, se salía constantemente del cuadro organizado por la fundación. Se había fugado del internado de Galatasaray en repetidas ocasiones. En una de ellas, la habían detenido en la frontera búlgara; en otra, en el aeropuerto Atatürk de Estambul. Su independencia y sus ansias de libertad, caracterizadas por la agresividad y la obsesión por la huida, se habían vuelto patológicas. Kudseyi también supo descubrir el lado positivo en su caso. La convertiría en una nómada, en una viajera, en una traficante de élite.

A mediados de los noventa, Azer Akarsa, pujante hombre de negocios, también se había convertido en un Lobo, en el sentido oculto del término. Por intermedio de sus lugartenientes, Kudseyi le había confiado misiones de intimidación o escolta, que había cumplido con brillantez. Cruzaría la línea sagrada -la del asesinato- sin la menor vacilación. Le gustaba la sangre. Demasiado, la verdad.

Pero había otro problema. Akarsa había fundado su propio grupo político. Con disidentes cuyas opiniones superaban en violencia y excesos todas las convicciones del partido oficial. Azer y sus correligionarios hacían gala de su desprecio por los viejos Lobos Grises que se habían enmendado y más aún por los nacionalistas mafiosos como Kudseyi. El anciano sentía una espina clavada en el corazón: su hijo se estaba convirtiendo en un monstruo, cada vez más difícil de controlar.

Para consolarse, volvía la mirada hacia Sema Hunsen. Aunque puede que «mirada» no sea la palabra adecuada, habida cuenta de que no había vuelto a verla desde que era niña; acabada la carrera, Sema había desaparecido, por así decirlo. Sabiéndose en deuda con la organización, aceptaba misiones de transporte, pero a cambio de mantener una distancia radical respecto a sus empleadores.

A Kudseyi no le gustaba aquello, pero la droga siempre llegaba a buen puerto. ¿Cuánto duraría el contrato recíproco? Fuera como fuese, la misteriosa personalidad de la chica lo fascinaba más que nunca. Seguía sus pasos, se extasiaba con sus proezas…

Sema no tardó en convertirse en una leyenda entre los Lobos Grises. Literalmente, se diluía en un laberinto de fronteras y lenguas. Daba pie a los rumores más peregrinos. Unos afirmaban haberla visto en la frontera de Afganistán, pero cubierta con un velo. Otros aseguraban que habían hablado con ella en un laboratorio clandestino, en la frontera siria, pero reconocían que no se había quitado la máscara quirúrgica. Y también los había que juraban y perjuraban habérsela encontrado en la costa del mar Negro, pero en el interior de una discoteca sin más iluminación que los destellos de los estroboscopios.

Kudseyi sabía que todos mentían: nadie la había visto jamás. Al menos, a la Sema original. Se había convertido en una criatura abstracta, de identidad, itinerarios, estilos y técnicas tan cambiantes como sus objetivos. Un ser escurridizo cuya única materialidad era la droga que transportaba.

Sema lo ignoraba, pero en realidad nunca estaba sola. El anciano siempre estaba a su lado. No había transportado un solo cargamento que no perteneciera al baba . No había hecho un solo trabajo sin que sus hombres la vigilaran a distancia. Llevaba a Ismail Kudseyi en su interior.

En 1987, sin que ella lo supiera, la había hecho esterilizar aprovechando una hospitalización por una crisis de apendicitis aguda. Ligadura de trompas: una mutilación irreversible, pero que no trastorna el ciclo hormonal. Los médicos habían utilizado instrumentos ópticos introducidos en el abdomen de la paciente a través de minúsculas incisiones. Ni cicatrices, ni recuerdos…

No tenía elección. Sus combatientes eran únicos. No debían reproducirse. Solo él podía crear y desarrollar -o destruir- a sus soldados. Pese a su convicción, aquella mutilación seguía inspirándole cierta preocupación, un temor casi sagrado, como si hubiera violado un tabú o profanado un territorio sagrado. En sus sueños aparecían a menudo unas manos blancas que sostenían vísceras. Confusamente, presentía que la catástrofe provendría de aquel secreto orgánico…

Kudseyi había acabado admitiendo su fracaso frente a sus dos hijos. Azer Akarsa se había convertido en un psicópata asesino al mando de una célula de acción autónoma: terroristas maquillados que se creían antiguos turks y proyectaban atentar contra el Estado turco y los Lobos Grises que habían traicionado la Causa. Puede que él también estuviera en su lista. En cuanto a Sema, era una mensajera más invisible que nunca, paranoica y esquizofrénica al mismo tiempo, que solo esperaba la ocasión propicia para desaparecer definitivamente. Solo había conseguido crear dos monstruos.

Dos lobos rabiosos impacientes por saltarle al cuello.

No obstante, había seguido confiándoles misiones importantes, esperando que no traicionaran a un clan que tanto crédito les concedía. Esperando, sobre todo, que el destino no se atreviera a hacerle semejante afrenta, a darle semejante mentís, después de todo lo que había invertido en aquella obra.

Y ese fue el motivo por el que, la primavera anterior, cuando hubo que organizar el envío que decidiría una alianza histórica en el Cuerno de Oro, Ismail Kudseyi había pronunciado un solo nombre: Sema.

El motivo por el que, cuando se produjo lo inevitable y la renegada desapareció con la droga, había elegido un solo asesino: Azer.

Nunca se había decidido a eliminarlos, pero los había lanzado el uno contra el otro rezando para que se mataran. Sin embargo, nada había ocurrido como estaba previsto. Sema seguía en paradero desconocido. Y Azer solo había conseguido provocar una carnicería tras otra en París. Sobre su cabeza pesaba una orden internacional de detención, y el cártel criminal de Kudseyi ya había pronunciado su sentencia de muerte. Azer se había vuelto demasiado peligroso.

Y, de pronto, un hecho nuevo lo había trastocado todo.

Sema había aparecido.

Y pidiendo un encuentro.

Una vez más, era ella quien dirigía el juego…

El anciano contempló su imagen en el espejo por última vez y, de pronto, descubrió a un hombre totalmente distinto. Un viejo de cuerpo reseco y los huesos cortantes como hojas de afeitar. Un depredador calcificado, como el esqueleto prehistórico que acababan de desenterrar en Pakistán…

Se guardó el peine en el bolsillo de la chaqueta e intentó sonreír al espejo.

Tuvo la sensación de saludar a una calavera con las órbitas vacías. Se dirigió hacia la escalera y ordenó a sus guardaespaldas:

– Geldiler. Beni yalniz birakin [4] .

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La habitación a la que llamaba «sala de meditación» era un espacio de ciento veinte metros cuadrados con parquet de madera sin barnizar. También podría haberla llamado la «sala del trono». Sobre un alto estrado con tres escalones, había un canapé de color cáscara de huevo cubierto de cojines con bordados de oro. Frente a él, una mesita baja. Dos lámparas situadas a ambos lados lanzaban arcos de luz tamizada sobre las blancas paredes, a cuyos pies se alineaban, como sombras sólidas o secretos con incrustaciones de nácar, varios arcones de madera tallada. Y nada más.

A Kudseyi le gustaba aquella desnudez, aquel vacío casi místico que parecía esperar las plegarias de un sufí.

Cruzó la sala, subió los escalones y se acercó a la mesita. Dejó el bastón y cogió la garrafa de ayran a base de yogur y agua que siempre lo esperaba llena. Se sirvió un vaso, se lo bebió de un trago y, reconfortado por la frescura que se difundía por su cuerpo, admiró su tesoro.

Ismail Kudseyi poseía la colección de kilims más bella de Turquía, pero la pieza más valiosa estaba allí, colgada encima del canapé.

De pequeñas dimensiones, en torno al metro cuadrado, la antigua alfombra era de color rojo oscuro bordeado de un amarillo deslucido, el color del oro, el té y el pan cocido. En el centro se recortaba un rectángulo azul oscuro, tono sagrado que evoca el cielo y el infinito. En su interior había una gran cruz adornada con cuernos de carnero, símbolo masculino y guerrero. Encima, coronando y protegiendo la cruz, un águila desplegaba las alas. En la franja del borde se distinguían el árbol de la vida, el cólquico, flor de la alegría y la felicidad, el hachís, planta mágica que proporciona el sueño eterno…

Kudseyi habría podido contemplar aquella obra maestra durante horas. A sus ojos, resumía su universo de guerra, droga y poder. También amaba el misterio inscrito en su filigrana, aquel enigma de lana que siempre lo había intrigado. Se hizo la pregunta una vez más: «¿Dónde está el triángulo? ¿Dónde está la suerte?».

[4] «Están aquí. Dejadme solo»


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