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Gaziantep. Otra coincidencia que apuntaba hacia Azer Akarsa. «Es dueño de inmensos vergeles en su región natal, cerca de Gaziantep», había dicho Ali Ajik. Esos vergeles, ¿estarían situados al pie mismo de la montaña de las estatuas? ¿Habría crecido Akarsa a la sombra de aquellas cabezas de coloso?

Paul volvió al punto esencial. Necesitaba que se lo confirmaran de viva voz.

– Y esas cabezas, ¿recuerdan realmente los rostros de las víctimas.?

– Es alucinante, capitán. Los mismos agujeros, los mismos tajos… Hay una estatua, la de Commagene, una diosa de la fertilidad, que se parece horrores a la cara de la tercera víctima. Sin nariz, con la barbilla limada… He colocado una imagen encima de la otra. Las grietas de la erosión coinciden al milímetro con los cortes. No sé lo que significa eso, pero me ha puesto los pelos de punta…

Paul sabía por experiencia que, tras un largo túnel, los indicios decisivos podían encadenarse en el espacio de unas horas. La voz de Ajik, de nuevo: «Está obsesionado por el esplendoroso pasado de Turquía. Tiene su propia fundación, que financia trabajos de arqueología».

¿Costearía el golden boy trabajos de restauración en aquel sitio en concreto? ¿Tendría algún interés personal en aquellos rostros milenarios?

Paul se detuvo, respiró hondo y se hizo la pregunta esencial: ¿sería Azer Akarsa el asesino principal, el jefe del comando? Su pasión por la escultura antigua, ¿podía llegar a expresarse a través de actos de tortura y mutilación? Era demasiado pronto para ir tan lejos. Paul aparcó la teoría en el fondo de su mente y ordenó:

– Concéntrate en esos monumentos. Intenta averiguar si ha habido trabajos de restauración recientemente. Y, si es así, entérate de quién los financió.

– ¿Tiene alguna idea?

– Sí, tal vez una fundación, pero no sé cómo se llama. Si das con un instituto, consigue su organigrama y consulta la lista de los principales donantes, de los responsables. Busca en particular el nombre de Azer Akarsa.

Paul tuvo que volver a deletrearlo. Esta vez, con la sensación de que entre las letras saltaban chispas, como puntas de sílex.

– ¿Es todo? -preguntó el teniente.

– No -dijo Paul sin aliento-. Comprueba también los visados concedidos a ciudadanos turcos desde el pasado noviembre. A ver si aparece Akarsa.

– Pero ¡hay trabajo para horas!

– No, está todo informatizado. Y ya tengo a alguien trabajando en los visados, en la VPE. Contacta con él y dale ese nombre. Muévete.

– Pero…

– ¡Ya!

64

Didier Laferriére.

Rue Boissy-d'Anglas, 12, Distrito Octavo.

Apenas entró al piso, Paul tuvo un presentimiento, un pálpito de madero, casi paranormal. De allí no saldría con las manos vacías. La consulta estaba sumida en la penumbra. El cirujano, un hombre menudo de canoso pelo crespo, estaba de pie al otro lado del escritorio.

– ¿La policía? -preguntó con voz inexpresiva-. ¿Qué ocurre?

Paul le explicó la situación y sacó los retratos. La desconfianza del matasanos se acentuó. Encendió la lámpara del escritorio y se inclinó sobre las imágenes.

Sin dudarlo, acercó el índice a la foto de Anna Heymes.

– No la he operado, pero la conozco. -Paul apretó los puños. ¡Sí, Dios mío, ya lo tenía!-. Vino a verme hace unos días añadió Laferriére.

– Sea más preciso.

– El pasado lunes. Si quiere, puedo comprobarlo en mi agenda…

– ¿Qué quería?

– Se comportó de forma muy extraña.

– ¿Por qué?

El cirujano meneó la cabeza.

– Me hizo un montón de preguntas sobre las cicatrices que dejan ciertas operaciones.

– ¿Qué tiene eso de extraño?

– Nada. Simplemente… O era una farsante o estaba amnésica

– ¿Porqué?

El doctor Laferriére dio unos golpecitos con el índice sobre el rostro de Anna Heymes.

– Porque a esta mujer ya la habían operado. Cuando se iba, le vi las cicatrices. No sé qué pretendía viniendo a verme. Tal vez quería llevar ajuicio al cirujano que la había intervenido. -Laferriére hizo una pausa para observar la foto-. Aunque hizo un trabajo excelente…

Otro punto para Schiffer. «En mi opinión, está haciendo averiguaciones sobre sí misma.» Era exactamente lo que estaba pasando: Anna Heymes seguía la pista de Sema Gokalp. Remontaba el curso de su propio pasado.

Paul estaba empapado en sudor; tenía la sensación de seguir un rastro de fuego. La Presa estaba ahí, ante él, al alcance de su mano.

– ¿Es todo lo que dijo? ¿Ningún dato personal?

– No. Simplemente añadió: «Antes tengo que verlo con mis propios ojos», o una cosa por el estilo. Algo incomprensible. ¿Quién es, exactamente?

Paul se levantó sin responder. Cogió un taco de post-it del escritorio y apuntó el número de su móvil.

– Si vuelve a llamar, arrégleselas para localizarla. Háblele de su operación. De los efectos secundarios. De lo que sea. Pero localícela y llámeme. ¿Entendido?

– ¿Está usted bien?

Paul se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.

– ¿Cómo dice?

– No sé, está usted tan rojo…

65

Pierre Laroque.

Rue Maspero, 24, Distrito Decimosexto.

Nada.

Jean-François Skenderi.

Clínica Massener, avenue Paul-Doumer, 58, Distrito Decimosexto.

Nada.

A las dos en punto, Paul volvía a cruzar el Sena. En dirección a la orilla izquierda.

Había renunciado al faro y la sirena -le daban dolor de cabeza- y buscaba un poco de paz en los rostros de los peatones, el colorido de los escaparates, los rayos de sol… Miraba maravillado a los parisinos, que vivían otro día normal dentro de la normalidad de sus vidas.

Llamó varias veces a sus tenientes. Naubrel seguía batallando con la Cámara de Comercio de Ankara, mientras Matkowska importunaba a los museos, los institutos de arqueología, las oficinas de turismo y la mismísima UNESCO en busca de fundaciones que hubieran financiado trabajos en las ruinas de Nemrut Dag en fechas recientes. Con el otro ojo, estaba pendiente de la lista de visados, que seguían analizando los motores de búsqueda; pero el nombre de Akarsa se resistía a aparecer.

Paul se asfixiaba dentro de la ropa. Tenía la cara ardiendo y la migraña le taladraba la nuca con dolorosas palpitaciones, tan intensas que habría podido contarlas. Tendría que haber hecho un alto en una farmacia, pero llevaba rato dejándolo para la siguiente esquina.

Bruno Simonnet.

Avenue de Ségur, 139, Distrito Séptimo.

Nada.

El cirujano, un hombre corpulento, tenía en brazos un rollizo minino. Viéndolos así, en perfecta armonía, no se sabía bien quién acariciaba a quién. Paul se estaba guardando las fotos cuando Simonnet comentó:

– No es usted el primero que me muestra ese rostro.

– ¿Qué rostro? -preguntó Paul sobresaltado.

– Ese.

Simonnet señaló el retrato robot de Sema Gokalp.

– ¿Quién se lo enseñó? ¿Un policía?

El cirujano asintió sin parar de toquetearle la nuca al felino. Paul pensó en Schiffer de inmediato.

– ¿Maduro, fuerte, con el pelo plateado?

– No. Joven. Con el pelo revuelto y pinta de estudiante. Tenía un ligero acento.

Paul llevaba rato encajando golpes como un boxeador acorralado contra la cuerdas. Esa vez tuvo que apoyarse en la repisa de la chimenea de mármol.

– ¿Acento turco?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Oriental, sí, podría ser.

– ¿Cuándo vino?

– Ayer por la mañana.

– ¿Qué nombre le dio?

– Ninguno.

– ¿Un contacto?

– No. Es raro. En las películas, ustedes siempre dejan su tarjeta, ¿no?

– Vuelvo enseguida.

Paul bajó al coche a toda prisa, cogió una fotografía del funeral de Türkes en la que aparecía Akarsa y, de nuevo en la consulta, se la tendió a Simonnet.

– El individuo del que hablamos, ¿sale en esta foto?

– Es él -aseguró el cirujano señalando al hombre de la chaqueta de terciopelo-. No hay duda posible.añadió alzando los ojos hacia Paul-. ¿No es compañero suyo?

Paul buscó en su interior toda la sangre fría que le quedaba y volvió a sacar la reconstrucción informática del rostro de la pelirroja.

– Dice usted que le enseñó este retrato. ¿Era exactamente el mismo? ¿Un dibujo como este?

– No. Una fotografía en blanco y negro. Una foto de grupo, para ser exactos. En el campus de una universidad, o un sitio muy parecido. La calidad dejaba mucho que desear, pero la mujer era la misma. Sin ninguna duda.

Sema Gokalp, joven y aguerrida entre otros estudiantes turcos, flotó unos instantes ante los ojos de Paul.

La única foto que tenían los Lobos Grises.

La borrosa imagen que les había costado la vida a tres mujeres inocentes.

Paul arrancó con un chirrido de neumáticos.

Volvió a colocar el faro en el techo del Golf y pisó el acelerador, con luces y sirena perforando aquel día de acuario.

Deducciones en cascada.

Y los latidos de su corazón, al mismo ritmo.

Ahora los Lobos Grises seguían la misma pista que él. Habían necesitado tres cadáveres para salir de su error. Ahora buscaban al cirujano plástico que había transformado a su presa.

Otra victoria póstuma para Schiffer.

«Nos los encontraremos de frente, lo presiento.»

Paul consultó su reloj: las dos y media.

Solo quedaban dos nombres en la lista.

Tenía que encontrar al cirujano antes que los asesinos.

Tenía que encontrara la mujer antes que ellos.

Paul Nerteaux contra Azer Akarsa.

El hijo de nadie contra el hijo de Asena, la Loba Blanca.

66

Frédéric Gruss vivía en lo alto de Saint-Cloud. Mientras circulaba por la vía rápida que bordea el Sena en dirección al Bois de Boulogne, Paul volvió a hablar con Naubrel.

– ¿Todavía nada con los turcos?

– Estoy en ello, capitán, estoy…

– Déjalo correr.

– ¿Qué?

– ¿Tienes copias de las fotos del entierro de Türkes?

– Sí, en mi ordenador.

– Hay una en el que el ataúd aparece en primer plano.

– Espere que lo anoto.

– En esa foto, el tercero de la izquierda es un joven con chaqueta de terciopelo. Quiero que amplíes su imagen y lances una orden de búsqueda a nombre de…

– ¿Azer Akarsa?

– Exactamente.

– ¿Es el asesino?

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