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Los participantes eran siempre los mismos, poco más o menos. por lo general, Alain Lacroux era quien llevaba las riendas de la conversación. Alto, delgado, vertical, exuberante cincuentón, puntuaba cada final de frase cabeceando repetidamente o agitando el tenedor. Hasta la inflexión de su acento meridional participaba de ese arte del acabado, de la poda. Todo en él cantaba, ondulaba, sonreía… Nada hacía sospechar que tuviera un cargo de tanta responsabilidad: la subdirección de Asuntos Criminales de París.

Pierre Caracilli era todo lo contrario. Bajo, rechoncho, sombrío, murmuraba sin descanso con una voz lenta de virtudes casi mágicas. Aquella era la voz que adormecía la desconfianza y arrancaba confesiones a los criminales más encallecidos. Caracilli era corso. Ocupaba un puesto importante en la Dirección de Vigilancia del Territorio (DST).

Jean-François Gaudemer no era ni vertical ni horizontal; era una roca compacta, maciza, testaruda. A la sombra de una frente alta y despoblada, la animada negrura de sus ojos parecía incubar una tempestad. Cuando hablaba, Anna no perdía ripio. Sus palabras eran cínicas y sus historias, escalofriantes, pero ante aquel hombre era imposible no sentir una especie de agradecimiento, la vaga sensación de que acababa de levantar un velo sobre la trama oculta del mundo. Era el jefe de la OCRTIS (Oficina Central para la Represión del Tráfico Ilegal de Estupefacientes). El hombre de la droga en Francia.

Pero el preferido de Anna era Philippe Charlier. Un coloso de un metro noventa que hacía crujir las costuras de sus elegantes trajes. El Gigante Verde, como lo apodaban sus colegas, tenía cara de boxeador, ancha y dura como una piedra, encuadrada por un bigote y una pelambrera entrecanos. Hablaba demasiado alto, reía como un motor de explosión y embarcaba a su interlocutor en sus peregrinas historias quieras que no echándole el brazo por los hombros.

Para entenderlo, hacía falta un diccionario de argot salaz. Decía «un hueso en el calzoncillo» en lugar de erección, describía sus crespos cabellos como «pelos de los cojones» y resumía sus vacaciones en Bangkok con la frase: «Ir a Tailandia con la mujer es como llevarse la cerveza a Munich».

Anna lo encontraba vulgar e inquietante, pero irresistible. Emanaba una fuerza animal, algo inequívocamente «bofia». Resultaba imposible imaginarlo en otro sitio que no fuera un despacho mal iluminado, arrancando confesiones a los sospechosos. O en la calle, dirigiendo un grupo de hombres armados con fusiles de asalto.

Laurent le había contado que Charlier había abatido a sangre fría al menos a cinco hombres a lo largo de su carrera. Su campo de acción era el terrorismo. DST, DGSE, DNAT… Fueran cuales fuesen las siglas bajo las que había luchado, siempre había hecho la misma guerra. Veinticinco años de operaciones clandestinas, de golpes de mano. Cuando Anna le pedía más detalles, Laurent eludía la respuesta con un gesto de la mano: «No sería más que una parte insignificante del iceberg».

Esa noche, la cena se celebraba precisamente en su casa, en la avenue de Breteuil. Un piso haussmannimo, con suelos de parquet barnizado y lleno de objetos coloniales. Por curiosidad, Anna había husmeado en las habitaciones accesibles: ni el menor rastro de presencia femenina. Charlier era un solterón empedernido.

Eran las once. Los invitados estaban repantigados con la indolencia propia de la sobremesa, aureolados por el humo de sus cigarros. En aquel mes de marzo de 2002, a unas semanas de las elecciones presidenciales, cada cual lanzaba sus previsiones e hipótesis y trataba de imaginar los cambios que se producirían en el Ministerio del Interior según el candidato que saliera elegido. Todos parecían preparados para una gran batalla, sin estar seguros de participar en ella. Philippe Charlier, sentado junto a Anna, le susurró al oído:

– Son un coñazo con sus historias de maderos. ¿Sabes la del suizo?

Anna sonrió.

– Me la contaste el sábado pasado.

– ¿Y la de la esquiadora?

– No.

Charlier clavó los dos codos en la mesa.

– Es una esquiadora que se prepara para bajar por una pista. Gafas caladas, rodillas flexionadas, bastones levantados… Otro esquiador llega a su altura y se para. «Qué empinada… ¿Bajas?», le pregunta. La mujer le responde: «No puedo. Tengo los labios cortados».

Anna tardó un segundo en comprender, y rompió a reír. Los chistes del policía nunca superaban la altura de la bragueta, pero tenían el mérito de ser originales. Aún seguía riendo cuando el rostro de Charlier se enturbió. De repente, sus facciones perdieron nitidez y, literalmente, empezaron a agitarse en su rostro.

Anna apartó la mirada y la dirigió a los demás comensales. Sus rasgos también temblaban y se descoyuntaban hasta formar una ola de expresiones contradictorias, monstruosas, un tiovivo de carnes, rictus, risotadas…

Un estremecimiento la sacudió de los pies a la cabeza. Anna empezó a respirar por la boca.

– ¿Te pasa algo? -le preguntó Charlier, inquieto.

– Tengo… tengo calor. Voy a refrescarme.

– ¿Quieres que te acompañe?

Anna posó la mano en el hombro del policía y se levantó.

– No te preocupes. Sabré encontrarlo.

Avanzó pegada a la pared, se agarró a la repisa de la chimenea, chocó con un carrito de servicio y provocó una ola de tintineos… Se detuvo en la puerta y echó un vistazo a sus espaldas: el mar de máscaras seguía agitándose. Un carnaval de gritos, de arrugas en fusión, de carnes temblorosas que saltaban para perseguirla. Ahogó un grito y cruzó el umbral.

El vestíbulo estaba a oscuras. En el perchero, los abrigos dibujaban formas inquietantes, y puertas entreabiertas revelaban simas de oscuridad. Anna se detuvo ante un espejo enmarcado de oro viejo y contempló su imagen: una palidez de papel vitela, una fosforescencia de espectro. Se cogió los hombros, que le temblaban bajo el jersey de lana negra.

De pronto, en el espejo, un hombre aparece tras ella.

No lo conoce; no estaba en la cena. Se vuelve para hacerle frente. ¿Quién es? ¿Por dónde ha entrado? Su expresión es amenazadora; algo retorcido, deforme, planea sobre su rostro. Sus manos brillan en la oscuridad como dos armas blancas…

Anna retrocede, se hunde entre los abrigos. El hombre avanza. Anna oye a los demás hablando en la habitación contigua; quiere gritar, pero es como si tuviera la garganta llena de algodón ardiendo. El rostro está a apenas unos centímetros. Un reflejo de la psique asoma a sus ojos, un destello dorado hace brillar sus pupilas…

– ¿Quieres que nos vayamos?

Anna ahogó un gemido: era la voz de Laurent. De inmediato, el rostro recobró su apariencia habitual. Anna sintió dos manos sujetándola y comprendió que se había desmayado.

– Por amor de Dios, ¿qué te pasa? le preguntó su marido.

– Mi abrigo. Dame el abrigo -le ordenó ella liberándose de sus brazos.

El malestar no desaparecía. Anna no acababa de reconocer a su marido. Seguía convencida: sí, sus facciones se habían transformado, el suyo era un rostro modificado, con un secreto, con una zona opaca…

Laurent le tendió la trenca. Temblaba. Sin duda, temía por ella, pero también por sí mismo. Temía que sus compañeros se dieran cuenta de su situación: uno de los más altos cargos del Ministerio del Interior estaba casado con una chiflada.

Anna se puso la trenca y disfrutó el contacto del forro. Le habría gustado hundirse en él y desaparecer para siempre…

En el salón, se reían a carcajadas.

– Voy a despedirme por los dos.

Anna oyó frases en tono de reproche y luego nuevas risas. Lanzó otra mirada de reojo al espejo. Un día, que no tardaría en llegar, se preguntaría ante aquel rostro: «¿Quién es esa?».

Laurent volvió a su lado.

– Vámonos -murmuró ella-. Quiero volver a casa. Quiero dormir.

6

Pero el mal la perseguía en sueños.

Desde la aparición de las crisis, Anna soñaba lo mismo todas las noches. Imágenes en blanco y negro que se sucedían a un ritmo vacilante, como en una película muda.

La escena era siempre la misma: unos campesinos de aspecto famélico esperaban en el andén de una estación; llegaba un tren de mercancías envuelto en nubes de vapor. Se abría un vagón, y un hombre con gorra se inclinaba para coger la bandera que alguien le tendía; el estandarte ostentaba un extraño dibujo: cuatro lunas formando una estrella cardinal.

A continuación, el hombre se erguía y enarcaba unas cejas muy negras. Arengaba a la muchedumbre mientras agitaba la bandera, pero sus palabras no se entendían. Una especie de tela sonora, un murmullo atroz hecho de gemidos y llantos infantiles, ahogaba sus palabras.

En ese momento, sus susurros se unían al desgarrador coro. Anna se dirigía a las voces infantiles: «¿Dónde estáis? ¿Por qué lloráis?».

A modo de respuesta, el viento barría el andén de la estación. Las cuatro lunas de la bandera empezaban a brillar como si fueran fosforescentes. La escena derivaba hacia la pesadilla. El abrigo del hombre se entreabría y mostraba una caja torácica monda, abierta, vacía; a continuación, una ráfaga de viento le deshacía el rostro. Empezando por las orejas, la carne se desmigajaba como la ceniza y dejaba al descubierto músculos negros y abultados…

Anna se despertó sobresaltada.

Abrió los ojos en la oscuridad, pero no reconoció nada. Ni la habitación. Ni la cama. Ni el cuerpo que dormía junto a ella. Tardó varios segundos en familiarizarse con aquellas extrañas formas. Apoyó la espalda en la pared y se secó la cara, empapada en sudor.

¿Por qué se repetía aquel sueño? ¿Qué relación tenía con su enfermedad? Anna estaba convencida de que se trataba de otra manifestación de su trastorno, un misterioso eco, un inexplicable contrapunto de su degradación mental.

– ¿Laurent? -susurró en la oscuridad. Su marido, que le daba la espalda, no se movió. Anna lo agarró del hombro-. ¿Estás dormido, Laurent? -El hombre se movió ligeramente. Anna oyó el roce de las sábanas y vio el perfil del rostro de su marido recortado en la semioscuridad-. ¿Estás dormido? -repitió bajando la voz.

– Ahora ya no.

– ¿Puedo… puedo hacerte una pregunta?

Laurent se incorporó y se recostó en la almohada.

– Te escucho.

Anna bajó la voz un tono. Los sollozos del sueño seguían resonando en su cabeza.

– ¿Por qué…? -empezó a decir, titubeante-. ¿Por qué no tenemos hijos?

Durante un segundo, nada se movió. Luego, Laurent apartó las sábanas, se sentó en el borde de la cama y volvió a darle la espalda. De pronto, el silencio parecía cargado de tensión, de hostilidad.

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