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Procuró no moverse y respirar lo más débilmente posible.

En la frontera italiana, los clandestinos se cogieron de la mano y rezaron. En la alemana, la mayoría estaban muertos. En Nancy, donde estaba prevista la primera descarga, el conductor descubrió treinta cadáveres empapados de orina y excrementos, con la boca abierta en el ansia de la muerte.

Solo había sobrevivido un adolescente. Pero tenía destrozado el sistema respiratorio. La tráquea, la laringe y las fosas nasales estaban irremediablemente quemadas: el chico no volvería a oler. Las cuerdas vocales estaban abrasadas: su voz ya no sería más que un débil carraspeo. En cuanto a la respiración, una inflamación crónica lo obligaría a respirar vahos húmedos y calientes de por vida.

En el hospital, el médico recurrió a un intérprete para comunicar el triste balance al joven inmigrante y anunciarle que lo repatriarían diez días más tarde en un vuelo chárter con destino a Estambul. Tres días después, Talat Gurdilek, con el rostro vendado como una momia, huía del hospital y viajaba hasta la capital a pie.

Schiffer siempre lo había visto con el inhalador. Cuando solo era un joven jefe de taller, jamás se separaba de él y hablaba entre vaporización y vaporización. Más tarde, empezó a usar una mascarilla translúcida que ahogaba aún más su cascada voz. Con el tiempo, su mal se agravó, pero sus posibilidades económicas mejoraron. A finales de los años ochenta, Gurdilek se compró los baños La Puerta Azul, en la rue du Faubourg-Saint-Denis, y acondicionó una sala para su uso personal. Una especie de pulmón gigante, un refugio de azulejos saturado de vapores de Balsofumina mentolada.

– Salaam aleiqum , Talat. Perdóname por interrumpir tus abluciones.

El hombretón dejó escapar otra carcajada, envuelta en volutas de vapor.

– Aleiqum Salaam , Schiffer. ¿Has vuelto de entre los muertos?

La voz del turco recordaba el crepitar de un fuego de sarmientos.

– Podríamos decir que me envían ellos, sí.

– Esperaba tu visita.

Schiffer se quitó el impermeable (estaba calado hasta los huesos) y bajó los escalones de la piscina.

– Parece que todo el mundo me está esperando. ¿Qué puedes contarme sobre los asesinatos?

El turco soltó un profundo suspiro. Un chacoloteo de chatarra.

– Cuando dejé mi país, mi madre vertió agua sobre mis pasos y dibujó la ruta de mi destino, que debía hacerme regresar. Nunca he vuelto, hermano. Me he quedado en París y he visto empeorar las cosas día tras día. Aquí ya no funciona nada. -El viejo policía estaba a solo dos metros del bajá, pero seguía sin distinguir sus facciones-. «El exilio es un duro oficio», dijo el poeta. Y yo añado que cada vez lo es más. Antes nos trataban como a perros. Nos explotaban, nos robaban, nos detenían… Ahora matan a nuestras mujeres. ¿Cómo acabará todo esto?

Schiffer no estaba de humor para filosofías de baratillo.

– Tú eres quien fija los límites -replicó-. Tres obreras asesinadas en tu territorio, una de ellas en tu propio taller. No es poco.

Gurdilek esbozó un gesto indolente. Sus oscuros hombros parecían colinas carbonizadas.

– Estamos en territorio francés. Es obligación de vuestra policía protegernos.

– No me hagas reír… Los Lobos están aquí y tú lo sabes. ¿A quién buscan? ¿Por qué?

– No lo sé.

– No quieres saberlo.

Se produjo un silencio. Solo se oía la grave y laboriosa respiración del turco.

– Soy el dueño de este barrio -dijo al fin Gurdilek-. No de mi país. Este asunto tiene sus raíces en Turquía.

– ¿Quién los ha enviado? -preguntó Schiffer alzando la voz-. ¿Los clanes de Estambul? ¿Las familias de Antep? ¿Los lazes? ¿Quién?

– No lo sé, Schiffer. Lo juro.

El Cifra avanzó un paso. Al instante, la niebla se agitó al borde de la piscina. Los guardaespaldas. El viejo policía se detuvo en seco y, una vez más, intentó escrutar las facciones de Gurdilek. Solo distinguió fragmentos de hombro, de mano, de torso… Una piel negra, mate, arrugada como una pasa por el agua.

– Entonces, ¿no piensas hacer nada para detener esta carnicería?

– Se detendrá cuando hayan arreglado el asunto, cuando hayan encontrado a la chica.

– O cuando la encuentre yo.

Los negros hombros se agitaron en la niebla.

– Ahora el que se ríe soy yo. Tú no estás a la altura, amigo mío.

– ¿Quién puede ayudarme en esto?

– Nadie. Si alguien supiera algo, ya habría hablado. Pero no contigo. Con ellos. El barrio solo quiere paz.

Schiffer reflexionó. Gurdilek tenía razón. Ese era uno de los misterios de aquel asunto. ¿Cómo había conseguido sobrevivir aquella mujer, enfrentada a toda una comunidad? ¿Y por qué seguían los Lobos buscándola en el barrio? ¿Por qué estaban tan seguros de que aún se escondía allí?

El viejo policía decidió cambiar de tema.

– Lo de tu taller, ¿cómo ocurrió?

– Esos días, yo estaba en Munich…

– Déjate de juegos, Talat. Quiero todos los detalles.

El turco dejó escapar un suspiro de resignación.

– Se presentaron en el taller en plena noche. El 13 de noviembre.

– ¿A qué hora?

– A las dos de la mañana.

– ¿Cuántos eran?

– Cuatro.

– ¿Alguien les vio la cara?

– Llevaban pasamontañas. E iban armados hasta los dientes, según las chicas. Fusiles. Armas de mano. De todo.

El hombre del chándal Adidas había descrito el mismo cuadro. Guerreros con uniforme de comando, actuando en pleno París. En cuarenta años de servicio, no había oído hablar de algo tan disparatado. ¿Quién era aquella mujer para merecer semejante ejército?

– Sigue -urgió el Cifra.

– Agarraron a la chica y se largaron. Eso es todo. La cosa no duró más de tres minutos.

– Una vez en el taller, ¿cómo la identificaron?

– Tenían una foto.

Schiffer retrocedió y, alzando la voz hacia la nube de vapor, recitó:

– Se llamaba Zeynep Tütengil. Tenía veintisiete años. Casada con Burba Tütengil. Sin hijos. Vivía en el 34 de la rue Fidélité. Originaria de la región de Gaziantep. Llegó aquí en septiembre de 2001.

– Buen trabajo, hermano. Pero esta vez no te llevará a ninguna parte.

– ¿Dónde está el marido?

– Se volvió a Turquía.

– ¿Y sus compañeras de turno?

– Olvida este asunto. Tienes la cabeza demasiado cuadriculada para semejante intríngulis.

– Habla en cristiano, Talat.

– En nuestra época, las cosas eran simples y claras. Los bandos estaban bien delimitados. Esas fronteras han dejado de existir.

– ¡Explícate de una vez, cojones!

Talat Gurdilek hizo una pausa. El vapor se adensaba por momentos en torno a su silueta.

– Si quieres saber más, pregúntale a la policía -le espetó al fin.

Schiffer se estremeció.

– ¿A la policía? ¿A qué policía?

– Ya se lo conté todo a los chicos de la Louis-Blanc.

La quemazón de la menta le pareció más aguda de golpe.

– ¿Cuándo?

Gurdilek se inclinó hacia delante sobre su asiento de azulejos.

– Escúchame con atención, Schiffer. No lo repetiré. Esa noche, cuando los Lobos salieron de aquí, se cruzaron con un coche patrulla. Hubo una persecución. Los asesinos se zafaron de los vuestros. Pero a continuación los policías vinieron a echar un vistazo. -Schiffer escuchaba la revelación y no sabía a qué carta quedarse. Por un instante, se dijo que Nerteaux le había ocultado aquel hecho. Pero no tenía motivos para suponer algo así. El chico no debía de estar al tanto, sencillamente-. En el ínterin, mis chicas habían cogido el portante -siguió diciendo la rasposa voz del bajá-. Los agentes solo pudieron constatar la intrusión y los destrozos. Mi jefe de taller no habló de secuestro, ni de tipos en uniforme de comando. En realidad, ni siquiera habría abierto la boca si no hubieran encontrado a la otra chica.

Schiffer dio un respingo.

– ¿La otra chica?

– Los polis encontraron a una obrera aquí, en los baños, escondida en el cuarto de máquinas.

Schiffer no daba crédito a sus oídos. Después de iniciada la investigación de los asesinatos, una mujer había visto a los Lobos Grises. ¡Y esa misma mujer había sido interrogada por los del Distrito Décimo! ¿Cómo era posible que Nerteaux no se hubiera enterado de algo así? Ya no cabía duda: los de la Louis-Blanc habían echado tierra al asunto. La leche que les dieron…

– ¿Cómo se llamaba esa mujer?

– Sema Gokalp.

– ¿Edad?

– Unos treinta.

– ¿Casada?

– Soltera. Una chica rara. Solitaria.

– ¿De dónde procedía?

– De Gaziantep.

– ¿Como Zeynep Tütengil?

– Como todas las chicas del taller. Llevaba unas semanas trabajando aquí. Empezó en octubre.

– ¿Presenció el secuestro?

– Desde primera fila. Ella y la otra estaban regulando la temperatura en el cuarto de las canalizaciones. Los Lobos cogieron a Zeynep. Sema se escondió. Cuando la encontraron los policías, estaba en estado de shock. Muerta de miedo.

– ¿Y después?

– No he vuelto a saber de ella.

– ¿La devolvieron a Turquía?

– Ni idea.

– Responde, Talat. Seguro que te has informado.

– Sema Gokalp ha desaparecido. Al día siguiente, ya no estaba en comisaría. Se había evaporado. Yemim ederim . ¡Lo juro!

Schiffer sudaba la gota gorda, pero procuró controlar la voz:

– ¿Quién estaba al mando de la patrulla?

– Beauvanier.

Christophe Beauvanier era uno de los oficiales de la Louis-Blanc. Un culturista que se pasaba las horas muertas en las salas de musculación. Desde luego, no era la clase de policía que haría algo así por su cuenta y riesgo. Había que remontarse más arriba… El Cifra temblaba de excitación bajo la empapada ropa.

– Protegen a los Lobos, Schiffer -murmuró Gurdilek como si le hubiera leído el pensamiento.

– No digas gilipolleces.

– Digo la verdad, y lo sabes. Han eliminado a una testigo. Una mujer que lo había visto todo. Tal vez el rostro de uno de los asesinos. Tal vez algún detalle que habría permitido identificarlos. Protegen a los Lobos, tal como suena. Los otros asesinatos se cometieron con su bendición. Así que guárdate tus aires de gran justiciero. No son mejores que nosotros.

Schiffer evitó tragar saliva para no agravar el picor de garganta, Gurdilek se equivocaba: la influencia de los turcos no podía llegar a esas alturas del sistema policial francés. Lo sabía mejor que nadie; durante veinte años, había sido el intermediario entre ambos mundos. Tenía que haber otra explicación.

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