Cruzó el salón, cogió el bolso de viaje y abrió la puerta.
Todo había empezado con el miedo.
Todo acabaría con él.
Bajó al aparcamiento del edificio por la escalera de emergencia. Se detuvo en el umbral y escudriñó la penumbra: nadie. Cruzó el garaje y descorrió el cerrojo de una puerta metálica disimulada detrás de una columna. Recorrió el pasillo y llegó a la estación de metro Anvers. Miró a sus espaldas: no lo seguía nadie.
En el vestíbulo de la estación, la muchedumbre de los viajeros le produjo pánico, pero le bastaron unos segundos de reflexión para tranquilizarse: la multitud favorecería su fuga. Se abrió camino entre la gente sin acortar el paso, con la mirada clavada en la siguiente puerta, al otro lado del vestíbulo.
Cuando llegó ante el fotomatón, hizo como quien espera a que salga su tira de fotos y utilizó el manojo de llaves que se había agenciado. Tras algunas vacilaciones, dio con la buena y abrió discretamente la puerta con la leyenda: RESERVADO PERSONAL.
De nuevo solo, respiró aliviado. En el pasillo flotaba un olor penetrante, un tufo agrio, pegajoso, que no conseguía identificar pero parecía envolverlo por entero. Avanzó por el pasadizo chocando con cajas de cartón mojado, trozos de cable, envases metálicos… No intentó localizar un interruptor. Abrió varias cerraduras, candados, verjas y puertas precintadas. No se molestó en volver a cerrarlos con llave, pero sentía que se acumulaban a sus espaldas como otras tantas barreras protectoras.
Al fin, penetró en las entrabas del segundo aparcamiento, situado bajo la place d'Anvers. Era una réplica exacta del primero, aunque las paredes y el suelo de aquel estaban pintados de verde claro. No se veía a nadie. Reanudó la marcha. Estaba empapado en sudor, temblaba inconteniblemente y tan pronto tenía frío como calor. Más allá de la angustia, los síntomas eran claros: la abstinencia.
Por fin, en el número 2033, vio el Volvo Break. Su imponente aspecto, su carrocería gris metalizada, su placa de matrícula del departamento de Haut-Rhin, le comunicaron una sensación de seguridad. Todo su organismo parecía estabilizarse, encontrar su punto de equilibrio.
Desde el comienzo de los trastornos de Anna, había comprendido que la situación iba a agravarse. Sabía mejor que nadie que sus lapsus se multiplicarían y que, tarde o temprano, el proyecto acabaría en desastre. De modo que había pensado en una vía de escape. Primero, volvería a su región natal, Alsacia. Ya que no podía cambiar de nombre, se mezclaría con los demás Ackermann del planeta: más de trescientos solo en los departamentos de Bas y Haut-Rhin. Después, prepararía la auténtica fuga: a Brasil, Nueva Zelanda, Malaisia…
Se sacó el mando a distancia del bolsillo. Iba a accionarlo, cuando una voz lo apuñaló por la espalda:
– ¿Estás seguro de que no olvidas nada?
Se volvió y, apenas a unos pasos, vio una figura negra y blanca, envuelta en un abrigo de terciopelo.
Anna Heymes.
Su primera reacción fue la cólera. Aquella mujer era un pájaro de mal agüero, una maldición que no se despegaba de sus talones. Pero recapacitó. «Entrégala -se dijo-. Entrégala, es tu única salvación.»
Dejó el bolso en el suelo y adoptó un tono mezcla de sorpresa y alivio.
– Anna… Por amor de Dios, ¿dónde te habías metido? Todo el mundo te busca -dijo avanzando hacia la mujer con los brazos abiertos-. Has hecho bien viniéndome a buscar. Has…
– No te muevas.
Eric Ackermann se detuvo en seco y lenta, muy lentamente, se volvió hacia la nueva voz. A su derecha, otra figura asomó detrás de una columna. Se quedó tan asombrado que se le nubló la vista Los recuerdos emergieron, confusos, a la superficie de su conciencia. Conocía a aquella mujer.
– ¿Mathilde? -La interpelada se acercó sin responder- ¿Mathilde Wilcrau? -especificó Ackermann con la misma estupefacción. La mujer se plantó ante él y lo encañonó con la pistola automática que empuñaba con la mano enguantada-. ¿Os… os conocéis? -balbuceó mirándolas alternativamente.
– Cuando una ya no se fía de su neurólogo, ¿a quién acude? A la psiquiatra.
Mathilde Wilcrau seguía alargando las sílabas y hablando con ondulaciones graves, como antaño. ¿Cómo olvidar aquella voz? La boca de Eric Ackermann se llenó de saliva. Un sabor a limón que le recordaba el extraño olor de hacía un rato. Esta vez supo identificarlo: el sabor del miedo, agrio, espeso, envenenado. Él era su única fuente. Lo exudaba por todos los poros de la piel.
– ¿Me habéis seguido? ¿Qué pretendéis?
Anna se le acercó. Sus ojos índigo brillaban a la verdosa luz del aparcamiento. Ojos de océano sombrío, alargados, casi asiáticos.
– ¿Tú qué crees? -dijo sonriendo.
Soy el mejor, o al menos uno de los mejores, en el área de las neurociencias, la neuropsicología y la psicología cognitiva, y no hablo solo de Francia. No es vanidad, sino un simple hecho reconocido por la comunidad científica internacional. A los cincuenta y dos años, soy lo que suele llamarse un valor seguro, una referencia.
Sin embargo, no empecé a ser realmente importante en dichos campos hasta que me alejé del mundo científico, hasta que abandoné los caminos trillados y tomé un sendero prohibido. Un sendero que nadie había tomado antes que yo. Fue entonces cuando me convertí en un investigador excepcional, en un pionero que marcará su tiempo. Solo que ya es demasiado tarde para mí…
Marzo de 1994
Tras dieciséis meses de experimentos tomográficos sobre la memoria -tercera etapa del programa «Memoria personal y memoria cultural»-, la repetición de ciertas anomalías me impulsa a contactar con los laboratorios que utilizan para sus investigaciones el mismo trazador radiactivo que mi equipo: el Oxígeno-15.
Respuesta unánime: no han advertido nada.
Eso no significa que me equivoque. Significa que inyecto dosis superiores a los sujetos de mis experimentos y que la singularidad de mis resultados se debe precisamente a esa dosificación. Presiento esta verdad: he cruzado un umbral, y ese umbral ha revelado el poder de la sustancia.
Es demasiado pronto para publicar nada. Me contento con redactar un informe dirigido a mi mecenas, el Comisariado para la Energía Atómica, en el que hago balance de la etapa que termina. En una nota adjunta, en la última página, menciono la repetición de los hechos originales observados durante las pruebas; hechos relacionados con la influencia directa del 0-15 sobre el cerebro humano, que merecerían, sin lugar a dudas, un programa específico.
La reacción es inmediata. Durante el mes de mayo me convocan a la sede del CEA. Me espera una decena de especialistas en una gran sala de conferencias. Pelo cortado al cepillo, cortesía envarada… Los reconozco al primer vistazo. Son los militares que me recibieron dos años antes, cuando presenté por primera vez mi programa de investigación.
Comienzo mi exposición por el principio:
– El principio de la TEP (Tomografía por Emisión de Positrones) consiste en inyectar un trazador radiactivo en la sangre del sujeto. Una vez radiactivado, dicho sujeto emite positrones que la cámara capta en tiempo real, lo que permite localizar la actividad cerebral. Por mi parte, he elegido un isótopo radiactivo clásico, el Oxígeno-15, y…
Me interrumpe una voz:
– En su nota, menciona usted unas anomalías. Vayamos a los hechos: ¿qué ha ocurrido?
– He advertido que, tras las pruebas, los sujetos confundían sus recuerdos con anécdotas que se les habían relatado durante la sesión.
– Sea más preciso.
– Varias experiencias de mi programa consisten en la audición de historias imaginarias, breves relatos que el sujeto debe resumir oralmente. Tras las pruebas, los sujetos relataban dichas ficciones como si fueran hechos verídicos. Todos estaban convencidos de haber vivido esas historias en la realidad.
– ¿Cree usted que la causa de ese fenómeno es el empleo del O-15
– Lo supongo. La cámara de positrones no puede tener ningún efecto sobre la conciencia: es una técnica no invasiva. El único producto que administramos a los sujetos es el O-15.
– ¿Cómo explica usted esa influencia?
– No puedo explicarla. Tal vez se deba al impacto de la radiactividad sobre las neuronas. O a un efecto de la molécula misma sobre los neurotransmisores. Es como si la experiencia exaltara el sistema cognitivo, lo volviera permeable a las informaciones recibidas durante la prueba. El cerebro ya no sabe diferenciar entre los datos imaginarios y la realidad vivida.
– ¿Cree usted que, gracias a esa sustancia, sería posible implantar recuerdos… digamos artificiales en a mente de un sujeto?
– Se trata de algo mucho más complejo. En mi…
– ¿Cree usted que sería posible, sí o no?
– Sería factible trabajar en ese sentido, sí.
Silencio. Otra voz:
– Durante su carrera, ha trabajado usted sobre la técnicas de lavado de cerebro, ¿no?
Me echo a reír, en un vano intento de neutralizar la atmósfera inquisitorial que reina en la sala de conferencias.
– Hace más de veinte años. ¡Fue para mi tesis de doctorado!
– ¿Está usted al corriente de los progresos realizados en ese terreno?
– Sí, más o menos. Pero, en ese sector, hay muchas investigaciones que no se han publicado. Trabajos clasificados como Alto Secreto. No se si…
– ¿Podrían utilizarse eficazmente determinadas sustancias como pantalla química para ocultar la memoria de un sujeto?
– Existen varios productos, sí.
– ¿Cuáles?
– Está usted hablando de manipulaciones que…
– ¿Cuáles?
– Actualmente -respondo a mi pesar- se habla mucho de sustancias como el GHB, el gammahidroxibutirato. Pero, para obtener los resultados a los que se ha referido, sería mucho mejor utilizar un producto más corriente. El Valium, por ejemplo.
– ¿Por qué?
– Porque, en dosis infraanestésicas, el Valium provoca no solo una amnesia parcial, sino determinados automatismos. El paciente se vuelve permeable a la sugestión. Además, tenemos un antídoto el sujeto puede recuperar la memoria de inmediato.
Silencio. La primera voz:
– Suponiendo que un sujeto haya sufrido ese tratamiento, ¿sería posible a continuación inyectarle nuevos recuerdos mediante el Oxígeno-15?
– Si cuentan conmigo para…
– ¿Sí o no?
– Sí.
Nuevo silencio. Todos los ojos están clavados en mí.
– ¿El sujeto no se acordaría de nada?