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Schiffer vociferó sin dejar de correr. Estaba a punto de llegar al andén, cuando Paul lo agarró del cuello y lo obligó a detenerse. El Cifra se quedó mudo de estupor. Las luces de los vagones se deslizaban sobre su arrugado rostro. Lo miraba con ojos de loco.

– ¡No debe vernos! -le gritó Paul a la cara. Schiffer seguía mirándolo asombrado, incapaz de recuperar el aliento-. Tenemos cuarenta segundos para llegar a la siguiente estación -dijo Paul bajando la voz, mientras el traqueteo del metro se convertía en un rumor-. Lo cogeremos en Château-d'Eau.

Les bastó una mirada para ponerse de acuerdo. Volvieron a subir las escaleras, cruzaron el bulevar a la carrera y se lanzaron de cabeza al interior del Golf.

Habían pasado veinte segundos.

Paul rodeó el Arco de Triunfo y torció a la derecha al tiempo que bajaba la ventanilla. Colocó el faro magnético en el techo del Golf y enfiló el boulevard Strasbourg con la sirena en marcha.

Recorrieron los quinientos metros en siete segundos. Al llegar al cruce con la rue du Château-d'Eau, Schiffer hizo amago de apearse. Paul volvió a retenerlo.

– Lo esperaremos fuera. No hay más que esas dos salidas. Números pares e impares del bulevar.

– ¿Quién nos dice que va a bajar aquí?

– Esperaremos veinte segundos. Si se ha quedado en el tren, aún tendremos veinte segundos para llegar a la estación del Este.

– ¿Y si tampoco baja allí?

– No saldrá del barrio turco. O va a esconderse o va a avisar a alguien. En ambos casos, lo hará aquí, en nuestro territorio. Tenemos que seguirlo hasta su destino. Ver adónde va.

El Cifra miró su reloj.

– Arranca.

Paul dio otra vuelta, de derecha a izquierda, de pares a impares, y apretó el acelerador. Podía sentir en sus venas la vibración del metro, que circulaba bajo las ruedas del Golf.

Diecisiete segundos después, frenaba ante la verja de la estación del Este y apagaba la sirena y el faro giratorio. Una vez más, Schiffer fue a saltar del coche y, una vez más, Paul se lo impidió.

– Nos quedamos aquí. Controlamos casi todas las salidas. La del centro. en la explanada de la estación. La de la rue du Faubourg-Saint-Martin, a la derecha. Y la de la rue 8 de Mai de 1945, a la izquierda. Son tres posibilidades de cinco.

– ¿Dónde están las otras dos?

– A ambos lados de la estación. En la rue du Faubourg-Saint-Martin y en la de Alsace.

– ¿Y si sale por una de las dos?

– Son las más alejadas del andén. Tardaría más de un minuto. Esperaremos treinta segundos. Si no aparece, usted se va a la rue d'Alsace, y yo, a la del Faubourg-Saint-Martin. Utilizaremos los móviles para mantenernos informados. No puede escapársenos.

Schiffer guardó silencio. Las arrugas que surcaban su frente traicionaban su desconcierto.

– ¿Cómo es posible que te sepas las salidas?

Paul sonrió sin apartar la vista del parabrisas.

– Me las he aprendido de memoria. Por si teníamos que perseguir a alguien.

El arrugado rostro de Schiffer le devolvió la sonrisa.

– Si ese tío no aparece, te parto la cabeza.

Diez, doce, quince segundos.

Los más largos de su vida. Paul observaba las figuras que emergían de las bocas del metro, zarandeadas por el viento. Ningún chándal Adidas.

El río de viajeros vibraba ante sus ojos, se agitaba al ritmo de sus latidos.

Treinta segundos.

Paul puso la primera y masculló:

– Lo dejo en la rue d'Alsace.

Arrancó con un chirrido de neumáticos, tomó la rue 8 de Mai, a su izquierda, y soltó al Cifra al comienzo de la rue d'Alsace, sin darle tiempo a abrir la boca. Giró en redondo, pisó a fondo el acelerador y no levantó el pie hasta llegar a la rue du Faubourg-Saint-Martin.

Habían transcurrido otros diez segundos.

A esa altura, la rue du Faubourg-Saint-Denis es muy distinta de su tramo inferior, la parte turca: aceras desiertas, almacenes y edificios de oficinas. Una vía de salida ideal.

Paul miró el segundero: cada salto de la aguja le encogía el corazón un poco más. La muchedumbre anónima se dispersaba, se perdía en aquella calle demasiado amplia. Miró de reojo hacia el interior de la estación. Vio la gran cristalera y pensó en un enorme invernadero lleno de gérmenes venenosos y plantas carnívoras.

Diez segundos.

Las posibilidades de ver aparecer el chándal Adidas se reducían casi a cero. Paul pensó en los convoyes que corrían bajo tierra, en las salidas de las grandes líneas y de los trenes de cercanías, que se dispersaban a cielo abierto; en los millares de rostros y conciencias que se apretujaban bajo los grises armazones.

No podía haberse equivocado. Sencillamente, no era posible. Treinta segundos.

Nada.

Oyó el timbre del portátil.

– Pedazo de idiota… -masculló la voz gutural de Schiffer.

Paul lo recogió al pie del paso elevado que comunica las dos mitades de la rue d'Alsace por encima del inmenso haz de vías de la estación del Este.

– Idiota -repitió el viejo policía subiendo al coche.

– Probaremos en la estación del Norte. Nunca se sabe…

– Y una mierda. Se acabó. Lo hemos perdido. -Aun así, Paul aceleró y se dirigió hacia el norte-. No debería haberte hecho caso -insistió Schiffer-. No tienes ninguna experiencia. No sabes nada de nada. No…

– Está ahí

Paul acababa de distinguir el chándal azul al final de la rue des Deux-Gares, en la acera de la derecha. El turco caminaba por la parte superior de la rue d'Alsace, justo encima de las vías.

– Será cabrón… -masculló el Cifra-. Ha utilizado la escalera exterior de la SCNF. Ha salido por los andenes. -Señaló el parabrisas con el índice-. Sigue todo recto. Nada de sirena. Nada de prisas. Lo cogeremos en la próxima calle. Discretamente.

Paul bajó a segunda con mano temblorosa y se mantuvo a veinte kilómetros por hora. Cuando cruzaron la rue La Fayette, el turco apareció cien metros más arriba. Miró a su alrededor y se quedó petrificado.

– ¡Mierda! -exclamó Paul recordando que había olvidado retirar el faro giratorio del techo del Golf.

El hombre echó a correr como alma que lleva el diablo. Paul pisó a fondo. El gigantesco puente que se abría ante ellos se le antojó un símbolo. Un gigante de piedra que extendía sus negros brazos bajo el cielo de tormenta.

Siguió acelerando y pasó al turco en mitad del puente. Schiffer saltó fuera sin esperar a que el coche se detuviera. Paul frenó, miró por el retrovisor y vio a Schiffer placando al turco como un medio de rugby.

Soltó una maldición, paró el motor y se apeó. El Cifra tenía al fulano cogido del pelo y le golpeaba la cabeza contra los barrotes de la verja. Como en un flashback , Paul volvió a ver la mano de Marius bajo la guillotina. Otra vez no.

Desenfundó la Glock y echó a correr hacia los dos hombres.

– ¡Basta!

En esos momentos, Schiffer estaba pasando a su víctima por encima de la verja. Su fuerza y su rapidez eran pasmosas. El del chándal agitaba las piernas en el aire, encajado entre dos remates puntiagudos.

Paul estaba convencido de que el Cifra iba a arrojarlo al vacío. Pero el viejo policía se encaramó a lo alto de la verja, se agarró a un pilar de piedra y, de un solo tirón, arrastró al turco junto a él.

La operación solo había durado unos segundos, y la proeza física que requería no hacía más que aumentar la leyenda negra que envolvía a Schiffer. Cuando Paul llegó a su altura, los dos hombres ya estaban fuera de su alcance, en el estrecho borde de la plataforma de hormigón. El sospechoso berreaba mientras su torturador lo arrinconaba contra el vacío lanzándole golpes y frases en turco alternativamente.

Paul empezó a trepar por la verja, pero se quedó inmóvil a medio camino.

– ¡BOZKURT! ¡BOZKURT! ¡BOZKURT!

Los gritos del turco resonaban en el aire húmedo cae la mañana. Paul pensó que pedía auxilio, pero vio que Schiffer lo soltaba y lo empujaba hacia la verja, como si hubiera obtenido lo que quería,

Paul iba a sacar las esposas, pero el hombre echó a correr cojeando

– ¡Deja que se vaya!

– ¿Qué?

Schiffer se derrumbó sobre la acera. Se inclinó Hacia un lado, hizo una mueca y se levantó sobre una rodilla.

– Ha dicho lo que tenía que decir -murmuró entre dos toses.

– ¿Qué? ¿Qué ha dicho?

El Cifra se levantó. Estaba sin aliento y se agarraba la ingle izquierda. Su tez había adquirido un tono violáceo, salpicada de puntos blancos.

– Vive en el mismo edificio que Ruya. Los vio llevarse a la chica por el hueco de la escalera. El 8 de enero a las ocho de la tarde.

– ¿«Los»?

– A los Bozkurt.

Paul no entendía nada. Se concentró en los ojos azul cromado del Cifra y pensó en su otro apodo: el Hierro.

– Los Lobos Grises.

– ¿Los qué?

– Los Lobos Grises. Un grupo de extrema derecha. Los sicarios de la mafia turca. Estábamos equivocados desde un principio. Los que matan a las chicas son ellos.

37

Las vías térreas se desplegaban hasta donde alcanzaba la vista, que no encontraba descanso en el horizonte. Era una maraña inmóvil y dura, que aprisionaba la mente y los sentidos. Líneas de acero que se clavaban en las pupilas como alambres de espino; cambios de agujas que trazaban nuevas direcciones, sin conseguir liberarse de sus tirantes y traviesas; ramales que se perdían en la distancia, pero evocaban en todo momento la misma sensación de irremediable enraizamiento. Y los puentes, fueran de sucia piedra o negro metal, con sus escalas, sus balaustres, sus lucernas, contribuían a encorsetarlo todo.

Schiffer había bajado a las vías por una escalera reservada al personal ferroviario. Paul le había dado alcance trompicando por el balasto y las traviesas.

– ¿Quiénes son los Lobos Grises?

Schiffer siguió andando en silencio y respirando a grandes bocanadas. Las piedras negras rodaban bajo sus pies.

– Sería muy largo de explicar -dijo al fin-. Todo eso pertenece a la historia de Turquía.

– ¡Hable, por Dios santo! Me debe una explicación.

El Cifra siguió avanzando, manteniéndose en todo momento en la vía de la izquierda.

– En la Turquía de los años setenta -murmuró con voz cansada al cabo de unos instantes- reinaba la misma atmósfera sobrecargada que en Europa. Las ideas de izquierda tenían todas las simpatías. Se preparaba una especie de Mayo del 68… Pero allí la tradición siempre es la más fuerte. Se creó un grupo de reacción. Militantes de extrema derecha dirigidos por un tal Alpaslan Türkes, un auténtico nazi. Al principio, formaban pequeñas células en las universidades, luego empezaron a captar a jóvenes del medio rural. Se hacían llamar los Bozkurt , los Lobos Grises. Y también Ülkü Ocaklari , Jóvenes Idealistas. En muy poco tiempo, la violencia se convirtió en su principal argumento. -Aunque estaba sofocado, a Paul le castañeteaban los dientes hasta el punto de oírlos entrechocar-. A finales de los setenta -siguió contando Schiffer-, tanto la extrema derecha como la extrema izquierda tomaron las armas. Atentados, atracos, asesinatos… En aquella época, se contabilizaban más de treinta muertos diarios. Era una auténtica guerra civil. Los Lobos Grises se adiestraban en campos de entrenamiento. Los captaban cada vez más jóvenes. Los adoctrinaban. Los convertían en máquinas de matar. -Schiffer seguía pisoteando el balasto, su respiración había recuperado el ritmo normal y sus ojos estaban fijos en los relucientes raíles, como si buscaran en ellos la dirección de sus ideas-. En 1980 el ejército turco tomó el poder. El país volvió al orden. Los combatientes de ambos bandos acabaron en la cárcel. Pero los Lobos Grises salieron enseguida: sus ideas eran las mismas que las de los militares. Solo que entonces estaban en el paro. Y aquellos chavales, que habían crecido en los campos de entrenamiento, solo sabían hacer una cosa: matar. Como era de esperar, acabaron vendiendo sus servicios a cualquiera que necesitara sicarios. Primero, el gobierno, siempre dispuesto a emplear esbirros para eliminar discretamente a jefes armenios o terroristas kurdos. Luego, la mafia turca, que intentaba controlar el tráfico de opio en el Cuerno de Oro. Para los mafiosos, los Lobos Grises eran un regalo del cielo, una fuerza viva, armada, experimentada y, sobre todo, aliada del régimen.

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