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Schiffer también le había mostrado a los alevis, que se reunían en la rue d'Enghien.

– Los «cabezas rojas». Musulmanes de confesión chiíta, que practican el secreto de pertenencia. Hombres coriáceos donde los haya créeme. Rebeldes, a menudo izquierdistas. Y una comunidad muy cohesionada, bajo el signo de la iniciación y la amistad. Eligen un «hermano jurado», un «compañero iniciado», y avanzan codo con codo hacia Dios. Una auténtica fuerza de resistencia frente al Islam tradicional.

Cuando hablaba de aquel modo, Schiffer parecía sentir un soterrado respeto por aquellos pueblos a los que al mismo tiempo no cesaba de fustigar. En realidad, oscilaba entre el odio y la fascinación por el mundo turco. Paul había oído rumores de que había estado punto de casarse con una anatolia. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había acabado la historia? Los momentos en que Paul imaginaba una sublime intriga romántica entre Schiffer y Oriente solían ser los elegidos por el viejo policía para embarcarse en sus peores perorata racistas.

En esos momentos, los dos hombres estaban repantigados en su cafetera camuflada, el viejo Golf que la central de policía había tenido a bien proporcionar a Paul al comienzo de la investigación. Habían aparcado en la esquina de Petites-Ecuries con Faubourg-Saint-Denis, ante la cervecería Le Château d'Eau.

La penumbra se adensaba y se mezclaba con la lluvia para transformarlo todo en un lodazal, un légamo sin color. Paul consultó el reloj. Las ocho y media.

– ¿Qué coño hacemos aquí, Schiffer? Hoy teníamos que hace, una visita a Marius y…

– Paciencia. El concierto está a punto de empezar.

– ¿Qué concierto?

Schiffer se puso cómodo en el asiento y alisó los pliegues de su Barbour.

– Ya te lo expliqué. Marius tiene una sala de conciertos en el boulevard Strasbourg. Un antiguo cine porno. Esta noche hay concierto. Sus guardaespaldas se encargan del servicio de orden. -Schiffer, guiñó un ojo-. El momento ideal para abordarlo -dijo, y movió la cabeza en dirección al parabrisas-. Arranca y toma la rue du Château-d'Eau.

Paul contuvo su irritación y obedeció. Mentalmente, había concedido una sola oportunidad al Cifra. Si fracasaba con Marius lo devolvería al asilo de Longéres ipso facto. Pero al mismo tiempo se moría de ganas por verlo en acción.

– Aparca pasado el boulevard Strasbourg -le ordenó Schiffer-. Si la cosa se tuerce, utilizaremos una salida de emergencia que conozco.

Paul cruzó la arteria perpendicular, avanzó otra manzana y aparcó en la esquina con la rue Bouchardon.

– La cosa no se torcerá, Schiffer.

– Dame las fotos. -Paul dudó un instante, pero acabó entregándole el sobre con las fotografías de los cadáveres. El policía retirado sonrió y abrió la puerta-. Si me dejas hacer, todo irá como la seda.

Paul lo siguió fuera del coche, pensando: Una oportunidad, abuelo. No habrá más.

24

En la sala, la vibración era tan fuerte que anulaba cualquier otra sensación. Las ondas sonoras se te metían en las tripas, te arañaban los nervios y te bajaban a los pies para volver a subir por las vértebras haciéndolas temblar como láminas de vibráfono.

Paul encogió el cuello y dobló el cuerpo instintivamente como para protegerse de los golpes que le llovían encima, lo alcanzaban en el estómago, el pecho y las dos mejillas, y le hacían arder los tímpanos.

Luego entrecerró los párpados y trató de orientarse en la tiniebla saturada de humo, que perforaban los proyectores del escenario. Al cabo, consiguió distinguir el decorado. Balaustradas pintadas de dorado, columnas de estuco, arañas de cristal falso, pesados cortinajes de color carmín… Según Schiffer, aquello había sido un cine, pero recordaba más el ajado kitsch de un viejo cabaret, una especie de café concierto para operetas en las que fantasmas engominados se negarían a ceder el sitio a furibundos grupos heavy metal.

En el escenario, los músicos se agitaban como endemoniados y escupían sus «fuckin' » y sus «killin' » a troche y moche. Con el torso desnudo y reluciente de sudor, manejaban guitarras, micros y platos como si fueran armas de asalto mientras los espectadores de las primeras filas brincaban como posesos.

Paul se alejó del bar y bajó al patio de butacas. Mientras se abría paso entre la gente, sintió nacer en su interior una nostalgia familiar. Los conciertos de su juventud, el furioso pogo, los brincos al rabioso ritmo de los Clash; los cuatro acordes aprendidos con su guitarra de saldo, que había revendido cuando las cuerdas empezaron a recordarle los desgarrones ensangrentados del asiento del taxi de su padre…

De pronto advirtió que había perdido de vista a Schiffer. Giró sobre los talones y miró a los espectadores que permanecían en lo alto de la escalera, a unos pasos del bar. Adoptaban una actitud condescendiente y apenas se dignaban reaccionar al chumba-chumba del escenario con imperceptibles contoneos. Paul pasó revista a aquellos rostros envueltos en sombras y aureolados de luces de colores. Ni rastro de Schiffer.

– ¿Quieres flipar? -gritó una voz junto a su oído.

Paul se volvió hacia un rostro pálido que relucía bajo la visera de una gorra.

– ¿Qué?

– Tengo unos black bombay cojonudos.

– ¿Unos qué?

El _fulano se inclinó hacia Paul y lo agarró del hombro.

– Black bombay . Bombay holandeses. ¿De dónde has salido tú, colega?

Paul se sacudió la mano del camello y sacó el carnet.

– De aquí, ¿lo ves? Ábrete antes de que me arrepienta.

El camello desapareció como quien tiene prisa. Paul se quedó mirando la cartera con el distintivo de la policía y meditando en el abismo que separaba los conciertos de antaño de su personaje actual: un policía inflexible, un representante de la ley, un sabueso que hurgaba en la basura obstinadamente. Quién iba a decírselo cuando tenía veinte años…

Sintió un golpe en la espalda.

– ¿Problemas? -le gritó Schiffer-. Guárdate eso. -Paul estaba empapado en sudor. Intentó tragar saliva, pero en vano. La sala daba vueltas a su alrededor; las luces de los reflectores desfiguraban los rostros, los contraían como si fueran hojas de papel de aluminio. El Cifra le dio otro golpe, más amistoso, en el brazo-. Ven. Marius está allí. Vamos a sorprenderlo en su agujero.

Los dos hombres empezaron a abrirse paso entre la masa de cuerpos apretados, agitados, saltarines… Un encrespado mar de hombros, codos y caderas oscilaba acompasadamente en salvaje respuesta al vendaval sonoro que soplaba desde el escenario. A base de codazos y rodillazos, Paul y Schiffer consiguieron alcanzar el pie del escenario.

Schiffer torció a la derecha bajo los agudos chirridos de las guitarras que brotaban de los altavoces. Paul lo seguía a trancas y barrancas. Lo vio hablando con un gorila, que asintió y le abrió una puerta falsa. A Paul apenas le dio tiempo a deslizarse tras él.

Aparecieron un pasillo estrecho y mal iluminado, con las paredes cubiertas de carteles de colores chillones. En casi todos, la media luna turca, asociada con el martillo comunista, formaba un elocuente símbolo político.

– Marius dirige un grupo de extrema izquierda que se reúne un local de la rue Jarry. Sus compinches fueron quienes atizaron el fuego en las prisiones turcas el año pasado.

Paul recordaba vagamente los motines en cuestión, pero no hizo preguntas. No estaba de humor geopolítico. Los dos hombres se pusieron en marcha. Los ecos sordos de la música repercutían en sus espaldas.

– Lo de los conciertos es otra -rezongó Schiffer sin detenerse-. ¡Un auténtico mercado cautivo!

– No entiendo.

– Marius también trafica. Éxtasis. Anfetas. Todo lo relacionado con el speed . -Paul chasqueó la lengua con desaprobación-. O el LSD. Los conciertos le sirven para aumentar la clientela. Gana en todos los terrenos.

– ¿Sabe usted qué es un black Bombay ? -le preguntó Paul obedeciendo a un impulso.

– El cóctel de moda en los últimos años. Éxtasis mezclado con heroína.-¿Cómo era posible que un vejete de cincuenta y nueve años recién salido del asilo estuviera al tanto de las últimas tendencias en materia de éxtasis? Un misterio más-. Es ideal para hacerte bajar -añadió Schiffer-. Tras la excitación del speed , la heroína te devuelve la calma. Pasas suavemente de tener los ojos como platos a tener las pupilas como cabezas de alfiler.

– ¿Como cabezas de alfiler?

– Sí, señor. La heroína da ganas de dormir. Los yonquis siempre están cabeceando. -Schiffer se detuvo en seco-. No lo entiendo ¿Es que nunca has trabajado en ningún asunto de drogas?

– Estuve cuatro años en represión de drogas. Eso no me convierte en un yonqui.

El Cifra le regaló la mejor de sus sonrisas.

– ¿Cómo quieres combatir el mal si no lo has probado? ¿Cómo quieres comprender al enemigo si no conoces sus bazas? Hay que saber qué buscan los chavales en esa mierda. La fuerza de la droga es que esta buena. Joder, si no sabes ni eso, no tienes derecho ni a hablar de los yonquis.

Paul se reafirmó en su primera idea: Jean-Louis Schiffer era el padre de todos los policías. Mitad ángel, mitad demonio. Lo mejor y lo peor reunidos en un solo nombre.

No tuvo más remedio que tragarse la cólera. Su compañero había reanudado la marcha. Otro giro, y aparecieron dos gigantes con chaquetas de cuero a ambos lados de una puerta pintada de negro.

El policía jubilado blandió un carnet tricolor. Paul se estremeció: ¿de dónde había sacado aquella antigualla? Aquel detalle parecía confirmar el muevo estado de cosas: ahora quien llevaba la voz cantante era Schiffer. Corno para confirmarlo, el cincuentón se puso a hablar turco.

El gorila dudó, pero acabó levantando la mano para llamar a la puerta. Schiffer lo contuvo, hizo girar el pomo y, al tiempo que entraba, masculló por encima del hombro:

– Durante el interrogatorio, no quiero oírte respirar.

Paul hubiera debido bajarle los humos allí mismo, pero no era momento para discutir. Aquella entrevista sería su laboratorio.

25

– ¡Salaam aleiqum , Marius!

El hombre repantigado en el sillón estuvo a punto de caerse de espaldas.

– ¿Schiffer…? iAleiqum salaam , hermano mío!

Marek Cesiuz ya había recuperado el aplomo. Se levantó y rodeó el escritorio de hierro esbozando una amplia sonrisa. Llevaba una camiseta de fútbol rojo y oro, los colores del equipo de Galatasaray. Escuchimizado, flotaba en la tela satinada al modo de una banderola en la tribuna de un estadio. Imposible adjudicarle una edad precisa. Su pelo rojo y gris evocaba cenizas mal apagadas; sus facciones estaban crispadas en una expresión de gélida alegría que le daba un aspecto siniestro de niño viejo; su piel cobriza acentuaba su semblante de autómata y se confundía con la herrumbre de su cabellera.

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