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Sin pensarlo más, Anna se deslizó entre la pared y los parachoques de los vehículos, llegó a la puerta y la abrió lo justo para pasar al otro lado. Unos segundos más tarde, alcanzó un vestíbulo moderno pintado de colores claros: nadie. Bajó las escaleras de un salto y se lanzó fuera.

Empezó a cruzar la calle, sintiendo en el rostro la caricia de la lluvia, pero el chirrido de unos frenos la hizo parar en seco. Un coche acababa de detenerse a unos centímetros de ella, rozándole el kimono.

Anna retrocedió asustada, encogida. El conductor bajó la ventanilla y le gritó:

– ¡Eh, tía! ¡A ver si miras antes de cruzar!

Anna apenas lo miró. Volvió la cabeza a derecha e izquierda en busca de los policías. El aire parecía saturado de electricidad, de tensión, como cuando se avecina tormenta.

Y la tormenta era ella.

El coche pasó junto a ella a paso de hombre.

– ¡Estás para que te encierren, guapa!

– Piérdete.

El hombre frenó.

– ¿Qué?

Anna le apuntó con un dedo manchado de sangre.

– ¡Que te largues, he dicho!

El conductor dudó. Un temblor agitó sus labios. Parecía intuir que algo no encajaba, que la situación excedía el simple altercado callejero. Se encogió de hombros y apretó el acelerador.

Anna tuvo otra idea. Echó a correr hacia la iglesia ortodoxa, que estaba a unos cuantos portales de donde se encontraba. Llegó a la verja, atravesó el patio de gravilla y subió los peldaños que conducían al atrio. Empujó la vieja puerta de madera barnizada y penetró en la tiniebla del templo.

La nave parecía sumida en la oscuridad más absoluta, pero lo que en realidad le oscurecía la visión eran las palpitaciones de sus sienes. Poco a poco empezó a distinguir oros mates, iconos rosáceos, cobrizos respaldos de asiento que parecían otras tantas llamas mortecinas.

Siguió avanzando con sigilo y descubriendo tenues resplandores, que creaban una atmósfera de discreción y recogimiento. Cada objeto disputaba a los demás las escasas gotas de luz destiladas por las vidrieras, los cirios y las lámparas de hierro forjado. Hasta las figuras de los frescos parecían querer escapar de las tinieblas para beber un poco de claridad. Todo el lugar estaba nimbado de una luz plateada, un claroscuro tornasolado en el que el día y la noche libraban una guerra sorda.

Anna había recobrado el aliento, pero el pecho le seguía ardiendo y tenía el cuerpo y la ropa empapados de sudor. Se detuvo, se recostó en una columna y saboreó la frescura de la piedra. Poco a poco, su corazón recuperó el pulso normal. Cada detalle de lo que la rodeaba parecía poseer virtudes calmantes: las vacilantes llamas de los cirios, los rostros de Cristo, alargados y relucientes como cera fundida, el cobre de las lámparas, suspendidas en la penumbra como frutos lunares.

– ¿Se encuentra bien?

Anna se volvió y se encontró frente a Boris Godunov en persona. Un pope gigantesco de larga barba blanca, que le cubría la pechera del negro hábito como un plastrón. Anna no pudo evitar preguntarse de qué cuadro se habría escapado.

– ¿Está usted bien? -repitió el sacerdote con voz de barítono.

Anna lanzó una mirada a la puerta.

– ¿Tienen ustedes cripta? -preguntó a modo de respuesta.

– ¿Cómo dice?

– Una cripta -repitió Anna separando las sílabas-. Un subterráneo para ceremonias fúnebres.

Esta vez, el religioso parecía haber comprendido. Adoptó una expresión acorde con las circunstancias y ocultó las manos en las mangas del hábito.

– ¿A quién entierras, hija mía?

– A mí.

22

Cuando entró el, el servicio de urgencias del hospital de Saint-Antoine, comprendió que la esperaba una nueva prueba. Una prueba de fuerza frente a la enfermedad y la locura.

El resplandor de los fluorescentes de la sala de espera se reflejaba en el alicatado blanco de las paredes y anulaba la claridad procedente del exterior. Podrían haber sido las ocho de la mañana tanto como las once de la noche. El calor no hacía más que acentuar la sensación de encierro. Una fuerza inerte, opresiva, se abatía sobre los cuerpos como una masa plúmbea saturada de olores a antiséptico. Allí dentro se tenía la sensación de estar en una zona de tránsito situada entre la vida y la muerte, ajena a la sucesión de las horas y los días.

En los asientos sujetos a la pared se alineaba un alucinante muestrario de la humanidad enferma. Un hombre con el cráneo rapado ocultaba el rostro entre las manos y no paraba de rascarse los antebrazos, de los que caía un polvo amarillento; su vecino, un mendigo en silla de ruedas, insultaba a las enfermeras con voz ronca y suplicaba que le metieran las tripas en su sitio; un poco más allá, una vieja que permanecía de pie, murmurando frases ininteligibles, no paraba de quitarse la bata de papel y enseñar un cuerpo gris de pliegues elefantiásicos, ceñido con pañales de bebé. Únicamente había un personaje que parecía normal. Estaba sentado cerca de una ventana y solo ofrecía el perfil; pero, cuando se volvió, Anna vio que tenía la otra mitad del rostro cubierta de astillas de cristal y costras de sangre.

Aquella corte de los milagros no la asustaba; ni siquiera la impresionaba. Por el contrarío, aquel búnker parecía el lugar ideal para pasar inadvertida.

Cuatro horas antes, había arrastrado al pope al fondo de la cripta de la iglesia ortodoxa. Le había explicado que era de origen ruso y devota practicante; que padecía una enfermedad grave y quería que la inhumaran en aquel lugar sagrado. El sacerdote se había mostrado escéptico, pero la había escuchado durante más de media hora, dándole así involuntario amparo mientras los hombres de los brazaletes rojos peinaban el barrio.

Cuando volvió a salir a la luz del día, el camino estaba despejado. La sangre de la herida había coagulado. Podía recorrer las calles, con el brazo oculto en el kimono, sin llamar demasiado la atención. Mientras avanzaba al trote, bendecía a Kenzo y las fantasías de la moda, que permitían llevar un bata de estar por casa y dar la impresión de ir a la última.

Durante más de dos horas había vagado de esa guisa, bajo la lluvia, sin dirección, entre la multitud de los Campos Elíseos, esforzándose en no pensar, en no asomarse a los abismos que cercaban su mente. Estaba libre. Estaba viva.

No era poco.

A mediodía había cogido el metro en la place de la Concorde. La línea uno en dirección Château de Vincennes. Sentada en un extremo del vagón, había decidido buscar una confirmación antes de plantearse una hipotética huida. Tras enumerar mentalmente los hospitales que se encontraban a lo largo de aquella línea, se había decidido por Saint-Antoine, que estaba muy cerca de la estación de la Bastilla.

Llevaba veinte minutos en la sala de espera, cuando vio aparecer a un médico. El hombre dejó un sobre de radiografías sobre un mostrador desierto y se inclinó sobre él para abrir un cajón.

Anna lo abordó sin vacilar.

– Necesito que me vea ahora mismo.

– Espere su turno -le contestó el facultativo sin dignarse volver la cabeza-. Ya la llamará la enfermera.

– Se lo ruego -insistió Anna agarrándolo del brazo- Tengo que hacerme una radiografía.

El médico se volvió con expresión cansada, pero cambió de actitud apenas la vio.

– ¿Ha pasado por admisión?

– No.

– ¿No ha enseñado la tarjeta sanitaria?

– No tengo.

El médico la miró de los pies a la cabeza. Era un joven alto y muy moreno, enfundado en una bata blanca y calzado con zuecos con suela de corcho. Con la piel bronceada y la camisa abierta sobre un torso velludo y una cadena de oro, parecía un ligón de comedia italiana. La contemplaba sin rebozo con una sonrisa de castigador en las comisuras de los labios.

– ¿Es por el brazo? -le preguntó señalando el kimono desgarrado y la sangre coagulada.

– No. Me… me duele la cara. Tengo que hacerme una radiografía.

El médico frunció el ceño y se rascó el vello del pecho, la dura crin del semental.

– ¿Se ha caído?

– No. Debe de ser una neuralgia facial. No lo sé.

– O una simple sinusitis. -El joven le guiñó un ojo-. Ahora mismo tenemos un montón. -Lanzó una mirada a la sala y sus ocupantes: el yonqui, el borracho, la abuela… La tropa de costumbre. Suspiró. Parecía más que dispuesto a concederse una pequeña tregua en compañía de Anna. Le dedicó una prolongada sonrisa, estilo Costa Azul, y, con voz cálida, le susurro-: Vamos a pasarla por el escáner. Una panorámica. -Y, cogiéndole la manga desgarrada, añadió-: Pero antes hay que vendarla.

Una hora más tarde, Anna paseaba por el pórtico de piedra que rodea los jardines del hospital. El médico le había dado permiso para esperar allí los resultados del examen.

El tiempo había cambiado. Las flechas del sol atravesaban la llovizna y la transformaban en una bruma de una claridad plateada e irreal. Anna observaba con atención el tamborileo de las gotas sobre las hojas de los árboles, el espejeo de los charcos, los delgados riachuelos que serpenteaban por la gravilla y entre las raíces de los arbustos. Aquel pasatiempo le permitía mantener la mente en blanco y el pánico a raya. Sobre todo, nada de preguntas. Todavía no.

Anna oyó crujir unos zuecos a su derecha. El médico se acercaba por el pórtico, radiografías en mano. La sonrisa se había esfumado de su rostro.

– Debería haberme contado lo de su accidente.

Anna se puso rígida.

– ¿Mi accidente?

– ¿Qué fue? Un accidente de coche, ¿verdad? -Anna retrocedió horrorizada. El médico meneó la cabeza con incredulidad-. Es asombroso lo que puede llegar a hacer la cirugía estética. Viéndola, jamás habría adivinado…

Anna le arrancó la radiografía de las manos.

La imagen mostraba un cráneo fisurado, soldado, remendado en todas direcciones. Unas líneas negras señalaban la presencia de injertos a la altura de la frente y los pómulos; las fracturas en torno al orificio nasal evidenciaban una reconstrucción completa de la nariz; unos tornillos sujetaban sendas prótesis en las articulaciones de los maxilares y los temporales.

Anna dejó escapar una risa nerviosa, una mezcla de risa y sollozo, antes de alejarse por el pórtico.

La radiografía se agitaba en su mano como una llama azul.

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