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LIBRO TERCERO

Victor Arledge empezaba a aburrirse en exceso cuando desapareció el contramaestre. Hasta entonces, el tedio y las mujeres estúpidas habían controlado los proyectos iniciales de correr riesgos y desobedecer el itinerario previamente acordado; y lo que era aún peor, habían controlado la cubierta. Esmond Handl, desde el segundo día de viaje, se encontraba encerrado en su camarote, fácil presa de la inestabilidad del barco, y Clara, su esposa, con una abnegación rayana en la abominable solicitud con que se suele tratar a las personas de edad, se había esfumado tras él; Kerrigan estaba demasiado atareado con sus idas y venidas, sus atenciones para con las damas y sus temores por la salud de los poneys de Manchuria; y Bayham, qué decepción, se pasaba los días y las más de las noches jugando al whist en el salón de fumadores, y cuando no (contadas eran las ocasiones), se dedicaba a pasear o contemplaba las aguas con gesto vago en compañía de una hermosa joven de negros cabellos (la cual, por cierto, apenas si se dejaba ver a solas) cuya identidad Arledge aún desconocía, impidiendo así cualquier tentativa por su parte de entablar amistad, o al menos conversación, sin tener que rebajarse a aprender el significado de los naipes o entrometerse en la charla privada de dos personas a las que -por culpa de la indisposición de Handl y de la idea, común a todos los pasajeros excepto al que suponía tal cosa, de que todos los allí convocados se conocían íntimamente- todavía no había sido presentado. Y ni siquiera Léonide Meffre se dignaba irritarle con sus observaciones de mal gusto. La abulia se había apoderado de él y tan sólo, para su desgracia, algunas señoras abrumadoras le obsequiaban con atenciones que había de tener en cuenta, más que nada por la prolijidad de las mismas. Los investigadores, por otro lado, le anonadaban con sus espesas y metódicas descripciones de la Antártida, llenas de detalles técnicos y de erudición que para nada le interesaban; y únicamente la presencia (menos constante de lo deseado en tales circunstancias) tranquila y sosegada en extremo de un viejo cuentista inglés muy conocido en la época, cuyo nombre de letras era Lederer Tourneur -de salud delicada y semblante claro, siempre sentado en las sillas o hamacas de mimbre que abarrotaban la popa, en compañía de su otoñal esposa norteamericana-, era lo que le hacía desechar sus reiterados impulsos de abandonar el barco en la siguiente escala. Las escalas, por su parte, habían suscitado acaloradas discusiones y los consiguientes rencores generales. Kerrigan, Seebohm y los investigadores eran partidarios de hacerlas breves y escasas con el objeto de acelerar la marcha, y, en cambio, un grupo bastante nutrido de pasajeros, que habían de desembarcar en Tánger para regresar desde allí a sus respectivos lugares de residencia, exigía paradas continuas. El resultado de esta divergencia de opiniones (el peso de las órdenes de Seebohm no alcanzaba a los expedicionarios, que pagaban su salario) fue que el Tallahassee se detuvo en todas las ciudades costeras de Italia, Grecia y Turquía durante unas horas (o a lo sumo un día, en algunos casos excepcionales). El descontento general, avivado por las veladas rencillas de las señoras y por las protestas de la tripulación, llegó a alcanzar límites inadmisibles. En tales ocasiones Tourneur, su esposa y Arledge se inclinaban por alterar el rumbo definitivamente y atravesar el Canal de Suez para visitar Etiopía y la India, pero sus iniciativas nunca tenían seguidores y habían de resignarse a soportar, cada vez con menos fuerzas, aquel insípido crucero. Tourneur y Marjorie, su mujer, formaban parte del grupo que habría de quedarse en Tánger (no por falta de ganas de aventura, sino porque la endeble constitución del escritor les obligaba a vivir en zonas de clima caluroso), y Arledge, en vista del desastroso panorama que tenía ante sí, pensaba en la posibilidad de permanecer junto a ellos y renunciar al resto de la travesía, y con ello al enigma escocés y a todo lo demás, cuando la desaparición del contramaestre vino a proporcionarle diversión e interés por lo que desde aquel instante pudiera suceder a bordo del Tallahassee. Era el contramaestre un hombre de mal carácter, con el que Arledge, como con el resto de la marinería, no tenía el más leve contacto. Sin embargo, en sus abundantes ratos de ocio le había visto con frecuencia insultar y maltratar a sus subordinados, y ello le hizo suponer que durante la noche habría sido sacado de su camarote y lanzado al agua con una piedra atada al cuello. No había pruebas de ello (y Arledge, de haberlas tenido, seguramente no las habría puesto en manos de las autoridades) y tanto Seebohm, responsable de su suerte, como los pasajeros, que deseaban alejar de sus mentes toda sensación de peligro, decidieron que lo más probable era que el contramaestre hubiera desertado, suposición harto infundada, ya que Collins, ese era su nombre, gozaba con su trabajo, sus abusos y sus desmanes.

Todo quedó, pues como estaba hasta que el Tallahassee llegó a Alejandría, territorio entonces de jurisdicción británica, y recibió, nada más atracar en el puerto, la visita de la policía, representada por un anciano coronel de caballería, veterano de la batalla de Inkerman y reacio a la jubilación. Subió al velero con paso firme y gesto severo y malhumorado y preguntó por el capitán del barco. Seebohm y Kerrigan salieron a su encuentro, le saludaron y, después de las presentaciones (coronel McLiam, jefe del Cuerpo de Policía Británica en Alejandría), los tres pasaron al despacho de Seebohm.

– Bien, capitán Seebohm -dijo McLiam entonces-, tengo entendido que han perdido a uno de los hombres de su tripulación.

– En efecto, coronel -dijo Seebohm, titubeando.

– Y sin embargo no lo han notificado -continuó el coronel McLiam.

– Cierto, señor -dijo Kerrigan-. Pensábamos hacerlo aquí.

– Pero han pasado por Chipre, cuya administración es británica -replicó McLiam-. Debieron dar parte a las autoridades allí mismo.

– Era una escala que no estaba prevista, señor. Y ya hacemos demasiadas; hemos perdido mucho tiempo y juzgamos conveniente esperar hasta que llegásemos a Alejandría -dijo Kerrigan-. ¿Ha aparecido Collins acaso?

– ¿Es ese su nombre, Collins? ¿Qué cargo ocupaba?

– Era el contramaestre.

– ¿Un oficial? Eso es mucho más grave, señores. Su cadáver ha sido hallado cerca del puerto. Su oficial, capitán Seebohm, fue asesinado. Pero ¿cómo se explica que si lo perdieron antes de pasar junto a Nicosia Collins haya aparecido en Alejandría?

– Lo ignoro, señor, pero también echamos en falta un bote -mintió Seebohm, sin duda al ver las consecuencias que su negligencia había tenido-. Es posible que fuera atacado por bandidos turcos, después de desertar. Su campo de acción es muy extenso. Sé que se los ha visto cerca de Port Said en más de una ocasión. ¿Cómo se produjo la muerte?

– Tenía un balazo en la cabeza, pero además su cuello presentaba grandes marcas, quizá del roce de una cuerda muy cortante. Parece que su muerte se debió a eso. Su cuello está prácticamente desgarrado.

– Pienso que es muy posible que los bandidos lo ahorcaran y más tarde lo remataran pegándole un tiro en la frente.

– El tiro lo tenía en la nuca, y no he dicho que fuera ahorcado ni estrangulado, sino que tenía profundos cortes en el cuello que no eran de arma blanca. Por lo demás, supongo que, en efecto, todo es obra de bandidos turcos. Seguramente lo torturaron y murió. Bien, lamento tener que decirles que no podrán reanudar su viaje hasta que yo lo permita. Les espero en la comandancia dentro de dos horas, señores: a las doce en punto. Tienen que reconocer el cadáver, darme sus datos personales y entregarme un informe en regla sobre la desaparición. Espero que ya lo tendrán redactado. Collins no llevaba documentación alguna en sus pantalones, la única prenda que tenía puesta. En los bolsillos sólo encontramos briznas de tabaco y tres fajas de cigarros publicitarios gratuitos, de los que utilizaron para llamar la atención sobre su viaje. Las fajas llevan impreso el nombre del Tallahassee. Por eso supimos que habían perdido un hombre. Hasta pronto, señores.

Una vez que McLiam hubo abandonado el barco, el miedo y el desconcierto cundieron entre los expedicionarios, informados por Kerrigan acerca de la conversación. Alarmados, le asaetearon a preguntas con la pretensión implícita de que les asegurara que no había bandidos turcos ni de ningún otro país a su alrededor y les dijera, prácticamente, que la visita del coronel había sido un producto de su imaginación y que podrían continuar su crucero en cuanto lo desearan. El resto de los pasajeros, que no había presenciado la llegada de McLiam, atraídos por el alboroto, aparecieron en cubierta y pidieron toda clase de explicaciones; y algunas mujeres, incluso, sugirieron que lo más prudente sería dar por terminada la travesía y permanecer en Alejandría hasta que pudieran regresar a Europa escoltados por tropas británicas. Mientras tanto, Seebohm reunió a los oficiales, cuyo sentido de la responsabilidad era precario, y les dio órdenes para que confirmaran, siempre que fueran preguntados, la desaparición de un bote.

Arledge se alejó del griterío y se encaminó hacia la popa, en busca de Lederer Tourneur y su esposa, pero allí no había nadie salvo una joven que, ajena a lo que sucedía en otras partes del velero, descansaba sobre una hamaca con gesto de preocupación. Arledge la reconoció en seguida: era la muchacha de cabellos negros que a veces paseaba con Hugh Everett Bayham. Excitado, se sentó junto a ella -dejando una hamaca libre por medio- sin que ella, echada hacia el lado contrario, le viera. Arledge pensó que aquella era una buena ocasión para darse a conocer y con ello introducirse en la esfera del pianista, pero no sabía cuál podría ser la frase más indicada para iniciar una conversación, sobre todo cuando, por culpa de las voces alteradas de los pasajeros, que se oían a lo lejos y que delataban la irregularidad del momento, el tema del tiempo resultaba demasiado artificial y por ello quedaba descartado. Hacer algún comentario acerca de la muerte de Collins y de las consecuencias que había traído consigo le parecía de mal gusto, puesto que se trataba de una desconocida; y la preocupación de la joven no era tan evidente que le permitiera ofrecerle su incondicional ayuda para resolver cualquier problema que se le hubiera planteado. Optó, pues, por dejar caer al suelo su tabaquera de metal mientras sacaba un cigarrillo. Al oír el ruido la joven se volvió sin sobresalto y Arledge aprovechó el momento para excusarse por su torpeza que tal vez la habría despertado y presentarse. Ella, de ojos azules y rostro dulce, elegante pero sencillamente trajeada, dijo que no tenía importancia, que no dormía y que estaba muy contenta de conocerlo; había leído cuatro de sus novelas y le parecían excelentes, aunque nunca había tenido la oportunidad de ver sus famosas adaptaciones teatrales ya que vivía en el campo y el teatro es un privilegio de las grandes ciudades. Su dicción era perfecta, quizá levemente amanerada -lo cual, lejos de deslucirla, la hacía encantadora-, y su voz sosegada, melódica en extremo. Aunque cordial, era discreta, y tanto ello como su falta de reservas hicieron que Arledge olvidara pronto sus primeras intenciones: entablaron una animada -dentro de lo que es aconsejable entre dos personas tímidas y bien educadas- charla sobre la mediocridad del drama de la época y sobre el vacío que había dejado con su muerte el autor de Una tragedia florentina y La duquesa de Padua, así como acerca de las limitaciones del oficio de actor, y ella escuchaba y, de vez en cuando, hacía observaciones muy acertadas y llenas de criterio. Nadie les importunó durante más de hora y media, y de estos temas pasaron a otros, y a otros, sin que el interés decayera, hasta que oyeron pasos que se aproximaban y vieron aparecer a un Hugh Everett Bayham acalorado, que, llamando a la joven Florence, pidió disculpas por haber interrumpido la conversación, dijo que había estado buscando a la joven por todo el barco y le comunicó que ya era la hora del almuerzo y que su padre requería su presencia.

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