Pasaron dos años, durante los cuales -quién sabe hasta qué punto influyó en ello aquella tarde- me casé con mi prima Constance y me fui a vivir, por cuestiones de trabajo, a los Estados Unidos. Poco a poco fui olvidando a la señorita Bunnage, al señor Holden Branshaw -o Hordern Bragshawe, nunca llegué a saberlo- y a La travesía del horizonte. Pero no de manera definitiva; de vez en cuando, mientras mi dulce y encantadora esposa me aguardaba en la cama y yo retrasaba unos minutos la hora de acostarme por culpa de la lectura, me preguntaba por las revelaciones que la señorita Bunnage había prometido hacerme acerca de la novela de Edward Ellis, y también, aunque es un autor poco conocido en América y sus obras no son fáciles de encontrar allí, cayeron en mis manos casualmente algunas novelas de Víctor Arledge, que por lo general me parecieron muy inferiores a La travesía del horizonte, de la que no había sido autor sino personaje. Ello, a su vez, me hacía preguntarme por qué el amigo del señor Branshaw había dedicado su vida y su fortuna a averiguar los motivos que habían impulsado a retirarse de la literatura a un autor tan poco excepcional.
Aproximadamente dos años después de aquella tarde, como digo, mi esposa se vio obligada a trasladarse a Inglaterra para visitar a su padre, que estaba agonizando y deseaba verla antes de morir. Cuando regresó, entristecida pero contenta de volver a estar en casa y de reunirse nuevamente conmigo, me trajo un regalo: había estado en el número cuatro de Finsbury Road y había conseguido comprarle a la vieja criada de la señorita Bunnage una carpeta llena de papeles que había pertenecido a esta última y que aquélla aún no había vendido a los estudiosos que se interesaban por los trabajos críticos de la damita. Examiné con interés el contenido de aquella carpeta, y entre muchas cartas, apuntes y comentarios de texto, encontré cuatro páginas desgastadas por el tiempo y escritas en primera persona por una letra que parecía masculina y que desde luego no era la de la señorita Bunnage. Saqué mis conclusiones, pero me quedé con la convicción de que ella había sabido mucho más acerca de La travesía del horizonte de lo que aquellas cuatro páginas delataban.
Julio de 1971 – Septiembre de 1972