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LIBRO CUARTO

Mientras observaba los dibujos de la alfombra, aguardando a que el señor Branshaw continuara tras tan larga pausa, oí el ruido que hacía el libro al cerrarse, y al levantar la cabeza algo sobresaltado por el golpe, que no esperaba, vi que la señorita Bunnage, con gran diligencia y como si corroborara con su actitud que el fin de la lectura había llegado, ponía el capuchón a su pluma y guardaba con cuidado y aplicación las hojas sobre las que, casi ininterrumpidamente desde que el señor Branshaw había empezado a leer, ella había garabateado sus impresiones sobre La travesía del horizonte, o cosa parecida, puesto que a pesar de que en más de una ocasión el roce de la pluma con el papel me había distraído e inducido a tratar de descifrar a distancia los apuntes de la señorita Bunnage, su menuda y abigarrada letra, al menos desde la posición en que yo me encontraba, era ilegible, y por tanto, aunque lo imaginaba, desconocía el contenido de su constante tarea. He de admitir, aunque mi gesto pueda resultar pueril e indicar que mis dotes de observación son nulas, que durante unos segundos no supe a qué atenerme: lo que hasta entonces había leído el señor Holden Branshaw, aunque hubiera ocupado toda la mañana en ello, no era demasiado extenso -yo calculaba menos de ochenta páginas, insuficientes para constituir por sí solas toda una novela: por corta que fuera, a juzgar por el grosor del original, La travesía del horizonte-, pero al mismo tiempo pensaba que el tono del último párrafo podía muy bien responder al de un final abierto, sin verdadero desenlace, y puesto que nuestro anfitrión había señalado la noche anterior que su amigo no había llegado a establecer con exactitud las causas que habían motivado la retirada de Víctor Arledge, dudaba entre emitir una opinión o preguntar cuántos capítulos quedaban todavía. Y cuando me decidí a hablar, más que nada para romper el embarazoso silencio que tanto la señorita Bunnage, ocupada en recoger sus instrumentos de trabajo, como Branshaw, que nos miraba impertérrito y a la espera de algún comentario, habían provocado, sólo se me ocurrió decir, en cierto modo también para contentar al dueño de la casa, cuya impaciencia yo adivinaba al verle repiquetear con los dedos sobre la cubierta del libro, que la novela era más que interesante aunque a veces el relato resultara un poco premioso y a pesar de que las partes dialogadas fueran muy inferiores a las otras. Al oír esto Branshaw pareció incomodarse y, todavía durante unos segundos, guardó silencio. Esto me hizo temer que cuando hablara sería para echarnos de allí sin más contemplaciones, tan hostil fue la expresión que adquirió su rostro ante mi inocente observación, que yo creía un elogio. Pero cuando por fin rompió su mutismo fue para exponer sus deseos de proseguir la lectura en otro momento, quizá a la mañana siguiente, ya que, según manifestó, por un lado se encontraba demasiado fatigado para continuar leyendo en voz alta con claridad -lo cual era imprescindible- después del almuerzo, y por otro tenía compromisos ineludibles durante la tarde, concertados muchos días antes de que la idea que nos había reunido en su casa hubiera surgido. La señorita Bunnage, más perspicaz que yo (en aquel instante me di cuenta de que si había actuado con tanta decisión cuando Branshaw cerró el libro era porque había adivinado en el acto que el gesto de éste significaba un descanso y no un punto final), se precipitó hacia la salida sin titubeos y, después de dar las gracias al señor Branshaw y despedirse de él hasta el día siguiente, insinuó que lo correcto por mi parte sería acompañarla hasta su casa, a lo cual yo respondí, temo que con cierto rubor en las mejillas, que lo haría con mucho gusto.

Salimos a la calle y echamos a andar; ella, vivaracha y con paso ligero, parecía tal vez un poner de Manchuria que trotaba; yo, aún no del todo satisfecho por las derivaciones que mi fiesta estaba teniendo, me limitaba a ofrecerle el brazo.

Cuando llegamos a su casa (un edificio bajo de fachada blanca, puertas y contraventanas verdes, aspecto agradable y anticuada sencillez) y yo ya me disponía a despedirme, ella me invitó a almorzar; y ante mi negativa inicial insistió tanto que tuve que aceptar, muy a regañadientes. Al parecer, vivía sola con una criada entrada en años que salió a recibirnos refunfuñando, y su fortuna, a todas luces heredada, debía de ser considerable a juzgar por los cuadros que adornaban las paredes y por la calidad de los muebles. La señorita Bunnage me introdujo en un espacioso comedor y me preguntó si deseaba algún aperitivo. Salió de la habitación en su busca -aunque volvía a tener mucha hambre y en absoluto quería avivarla preferí evitar el riesgo de tener que soportar un nuevo despliegue de ruegos e insistencias- y luego, mientras yo bebía una copa de sack a pequeños sorbos, ella y la criada pusieron mesa para dos.

El primer plato dejó mucho que desear, y los prolongados silencios que se sucedieron entre las múltiples, distanciadas y aburridas indagaciones que la señorita Bunnage pretendía hacer sobre mi persona fueron intolerables; pero ya en el segundo plato, advertido de que la situación no podría cambiar a menos que yo lo quisiera, y reacio a permitir la aparición de violencias excesivas y superfluas, toqué el para mí carente de interés tema de La travesía del horizonte con la esperanza de que por lo menos la sonrisa de la señorita Bunnage, que había desaparecido para ceder su puesto a un mohín continuo de decepción mal llevada, retornara. Pero en contra de lo que yo suponía, al escuchar de mis labios el título de la obra en cuestión, la señorita Bunnage dio un respingo y su rostro se tornó grave. Yo, sorprendido por su reacción, dejé de hablar durante unos segundos para darle tiempo a que se repusiera, y cuando ya se hubo serenado con la ayuda de su servilleta -que había ocultado su alterada faz mientras procuraba sosegarse-, volví a insistir sobre el tema, no con el deseo de que volviera a pasar un mal rato -nada más lejos de mis intenciones- sino con el fin de que no se diera cuenta de que yo había advertido que su turbación se había debido a la mención de la novela del amigo muerto de! señor Branshaw. Y en efecto, así fue: esta vez la señorita Bunnage, sabedora de mis intereses y preparada para cualquier eventualidad, sonrió ante mi pregunta -¿sabe usted si realmente Víctor Arledge emprendió el viaje que narra el manuscrito de Branshaw y si existieron los demás personajes?-, tomó un bocado de carne, volvió a sonreír enigmáticamente y dijo:

– Piensa que la historia es disparatada, ¿verdad? Bueno, en cierto modo lo es. Pero he de advertirle que de momento no puedo decirle mucho acerca de este asunto; y lo siento de veras, porque creo que usted y yo ya somos como compañeros de armas o de viaje, y por tanto me parece justo que sepa la verdad. Pero no hoy; mañana tal vez, cuando el señor Branshaw haya dado por finalizada su lectura. Verá, si ahora contestara a su pregunta tendría la impresión de estarme comportando como uno de esos escritores que dejan leer sus novelas antes de que estén terminadas, y eso no me gustaría: demostraría que soy muy impaciente y que no sé callar en los momentos adecuados. Hay que saber prolongar la incertidumbre. Le ruego que me disculpe y le prometo que mañana le daré una respuesta convincente y satisfactoria, que seguramente le sorprenderá.

He de recalcar que si había hecho aquella pregunta no había sido en aras de recibir una contestación que sanase mi curiosidad, pues tal no existía, y por ello no dejó de intrigarme la incomprensible parrafada de la señorita Bunnage, que por un lado no me aclaraba si los hechos de La travesía del horizonte eran verídicos -ya que lo había preguntado, ¿por qué no saberlo?- y por otro, sin que yo me lo hubiera propuesto, abría incógnitas en mi mente que tal vez no en aquel instante, pero sí en algún otro momento dado -en el que no hallara nada mejor o más interesante para objeto de mis pensamientos-, me podrían resultar molestas. Pienso que mi sorpresa fue visible y que la señorita Bunnage, quizá adivinando mi incipiente y desconcertado interés, gozó con ello, por lo que lejos de intentar hacer más averiguaciones, me limité a decir:

– No faltaba más.

El resto de la comida discurrió sin variaciones palpables y la charla fue trivial, pero cuando, ya tarde, abandoné la casa de la señorita Bunnage, la opinión que en un principio me había formado de ella había cambiado notablemente. Ahora, no puedo evitarlo, la recuerdo con más que cariño, y aunque sólo la vi dos veces en mi vida, su frágil figura, que ella trataba de investir con atributos ingenuamente misteriosos sin lograr con ello disimular su buen carácter, tiene un muy especial significado para mí que no acierto a concretar. No habíamos vuelto a mencionar la novela del amigo del señor Branshaw, pero, superada la tensa situación de las primicias del almuerzo, habíamos encontrado múltiples temas, banales pero entretenidos, de qué hablar, y el tiempo había pasado rápidamente mientras tomábamos té o mirábamos el atardecer. Durante aquellas tres o cuatro horas que pasé en Finsbury Road descubrí que aquella damita indefinida y seguramente otoñal era mucho más inteligente de lo que había supuesto en un principio, y fue tal vez esta nueva apreciación lo que hizo que mi interés por La travesía del horizonte, primero pasivo y más tarde indolente, se hiciera -más que nada, me temo, como un tributo a la simpatía y a la admiración que poco a poco me fueron provocando las opiniones de la señorita Bunnage- muy agudo y tentador; tanto que, al despedirme de ella hasta la mañana siguiente, estuve a punto de recordarle la promesa que me había hecho: me pareció indelicado y callé, quedando así a merced de sus deseos, de su capricho, de sus sentimientos, de su voluntad y del azar.

El señor Branshaw me recibió con su cortesía característica que nada tenía de cordial y me rogó que le acompañara en la bebida mientras aguardábamos la llegada de la señorita Bunnage, que ya se retrasaba. Durante la espera el señor Branshaw y yo nos limitamos a beber vino italiano y a cruzar frases anodinas. Su falta de vitalidad me hacía preguntarme qué habría tenido de especial su amigo para que a su muerte Branshaw se hubiera erigido en proclamador de las excelencias de su única obra y hubiera asumido un papel para el que, en teoría, se requería un entusiasmo del que él carecía en absoluto: a medio camino entre el albacea y el biógrafo, el señor Branshaw no reunía los requisitos necesarios para adoptar ninguna de las dos posturas, y por otro lado, si bien no rebosaba de felicidad por el hecho de tener que leer a dos extraños lo que él consideraba la más importante novela de los últimos tiempos, tampoco, sin lugar a dudas, se lamentaba por tener que hacerlo. Si aquella frialdad era realidad, apariencia o adquisición yo no lo sabía, y en otras circunstancias habría dicho que poco me interesaba, pero aquel día, tal vez como continuación del homenaje que con mi curiosidad acerca de La travesía del horizonte le había rendido a la señorita Bunnage, saber el porqué de su conducta me resultaba imprescindible. Enemigo de las indagaciones, no preferí callar, sin embargo, una vez más, y, ya con cierta impaciencia, confiar en los conocimientos de la señorita Bunnage sobre la materia y en que su decisión de la tarde anterior fuera irrevocable.

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